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Cómo puede uno vivir una vida racional en una sociedad irracional

— por Ayn Rand

* * *

Limitaré mi respuesta a un solo aspecto fundamental de esa pregunta. Nombraré un único principio, lo opuesto a una idea muy generalizada que es la responsable por la propagación de la maldad en el mundo. Ese principio es: Uno nunca debe dejar de emitir juicio moral.

Nada puede corromper y desintegrar una cultura o el carácter de un hombre tan a fondo como lo hace el precepto del agnosticismo moral, la idea de que uno nunca debe emitir un juicio moral sobre los demás, que uno debe ser moralmente tolerante de todo, que el bien consiste en no distinguir el bien del mal.

Es obvio quién se beneficia y quién se perjudica con tal precepto. No es justicia o igualdad en el trato lo que le estás concediendo a los hombres cuando te abstienes tanto de alabar sus virtudes como de condenar sus vicios. Cuando tu actitud imparcial declara, en efecto, que ni el bien ni el mal pueden esperar nada de ti…, ¿a quién estás traicionando, y a quién estás fortaleciendo?

Pero emitir un juicio moral es una enorme responsabilidad. Para ser juez, uno debe poseer un carácter impecable; uno no necesita ser omnisciente ni infalible, y no estamos hablando de errores de conocimiento; lo que uno necesita es una integridad intachable, es decir: no tolerar ninguna maldad consciente e intencionada. Así como el juez de un tribunal puede equivocarse cuando la evidencia no es concluyente, pero no puede evadir la evidencia disponible; así como no puede aceptar sobornos, ni permitir que ningún sentimiento personal, ninguna emoción, ningún deseo o ningún miedo obstruya el juicio de su mente sobre los hechos de la realidad; así también cada persona racional debe mantener una integridad igualmente estricta y solemne en el tribunal de su propia mente, donde la responsabilidad es aún más seria que en un tribunal público, porque él, el juez, es el único que sabe cuándo ha cometido una traición.

Hay, sin embargo, un tribunal de apelación para los juicios de uno mismo: la realidad objetiva. Un juez se pone a prueba cada vez que pronuncia un veredicto. Es sólo en el marco actual de cinismo amoral, de subjetivismo y vandalismo, en el que los hombres pueden creer que son libres de pronunciar cualquier tipo de veredicto irracional y no sufrir las consecuencias. Pero, de hecho, un hombre ha de ser juzgado por los juicios que emite. Las cosas que él condena o exalta existen en la realidad objetiva y están abiertas a la evaluación independiente de otros. Es su propio carácter moral y son sus propios principios lo que él revela cuando culpa o alaba. Si él condena a los Estados Unidos de América y ensalza a la Rusia Soviética, o si ataca a los empresarios y defiende a los delincuentes juveniles, o si denuncia una gran obra de arte y enaltece a una porquería, es la naturaleza de su propia alma la que él está confesando.

Es el miedo a esa responsabilidad lo que hace que la mayoría de la gente adopte una actitud de indiscriminada neutralidad moral. Es un miedo que queda perfectamente expresado en la máxima: «No juzguéis, y no seréis juzgados». Pero ese precepto, de hecho, es una abdicación de responsabilidad moral: es un cheque en blanco moral que uno les da a otros a cambio del cheque en blanco moral que uno espera para sí mismo.

No hay cómo escapar del hecho que los hombres tienen que tomar decisiones; mientras los hombres tengan que tomar decisiones, no hay cómo escapar de los valores morales; mientras haya valores morales en juego, ninguna neutralidad moral es posible. Abstenerse de condenar a un torturador es convertirse en cómplice de la tortura y del asesinato de sus víctimas.

El principio moral a adoptar en esta cuestión es: «Juzga, y prepárate a ser juzgado».

Lo contrario de neutralidad moral no es una condena ciega, arbitraria y dogmática de cualquier idea, acción o persona que no encaje con el estado de ánimo de uno, con los lemas que ha memorizado, o con su opinión arbitraria de cada momento. La tolerancia indiscriminada y la condena indiscriminada no son dos cosas opuestas: son dos variantes de la misma evasión. Declarar que «todo el mundo es blanco» o que «todo el mundo es negro» o que «todo el mundo no es ni blanco ni negro, sino gris», eso no es un juicio moral, sino un escape de la responsabilidad de emitir un juicio moral.

Juzgar significa: evaluar una situación específica en referencia a un principio o un criterio abstracto. No es una tarea fácil; no es una tarea que pueda ser realizada de forma automática por los sentimientos de uno, por sus «instintos» o sus corazonadas. Es una tarea que requiere un proceso de pensamiento lo más preciso, exigente, fríamente objetivo y racional de lo que uno es capaz. Es relativamente fácil comprender principios morales abstractos, pero puede ser muy difícil aplicarlos a una situación concreta, sobre todo cuando se trata del carácter moral de otra persona. Cuando uno pronuncia juicio moral, sea alabando o condenando, uno debe estar preparado a responder «¿Por qué?», y demostrar sus razones tanto a uno mismo como a cualquier inquisidor racional.

La política de emitir juicio moral siempre no quiere decir que uno deba considerarse como un misionero encargado con la responsabilidad de «salvar el alma de todo el mundo», ni que tenga que hacer evaluaciones morales no solicitadas con todos los que se tropieza. Significa: (a) que uno debe saber claramente, en forma totalmente y verbalmente identificada, la evaluación que uno hace de cada persona, asunto o situación con la que trata, y actuar en consecuencia; (b) que uno debe compartir su evaluación moral con otros, cuando es racionalmente apropiado hacerlo.

Esto último quiere decir que uno no tiene por qué iniciar, sin provocación, denuncias o debates morales, sino que uno debe hacerse oír en situaciones en las que quedarse callado puede ser objetivamente tomado como estar de acuerdo con el mal o sancionarlo. Cuando uno trata con personas irracionales, donde los argumentos son inútiles, un simple «no estoy de acuerdo contigo» es suficiente para negar cualquier implicación de aprobación moral. Cuando uno trata con gente mejor, una declaración completa de su posición puede ser moralmente necesaria. Pero en ningún caso y en ninguna situación puede uno permitir que sus valores sean atacados o denunciados, y quedarse callado.

Los valores morales son la fuerza motriz de las acciones del hombre. Al emitir juicio moral, uno protege la claridad de la propia percepción de uno, y la racionalidad del camino que uno ha optado por seguir. Es muy diferente que uno esté tratando con errores humanos de conocimiento, o con la maldad humana.

Observad cuánta gente evade, racionaliza y lleva sus mentes a un estado de ciego estupor, por temor a descubrir que aquellos con los que trata –sus «seres queridos» o sus amigos o sus asociados de negocios o los gobernantes políticos– no están simplemente equivocados, sino que son malvados. Observad que ese temor les lleva a aprobar, ayudar y difundir la propia maldad cuya existencia temen reconocer.

Si la gente no se revolcara en evasiones tan odiosas como la afirmación de que un mentiroso despreciable «tiene buenas intenciones», que un gandul aprovechado «no lo puede evitar», que un delincuente juvenil «tiene falta de cariño», que un criminal «no sabe lo que hace», que un político con ansias de poder está motivado por la preocupación patriótica del «bien común», que los comunistas no son más que «reformadores agrarios», entonces la historia de las últimas décadas, o de los últimos siglos, habría sido diferente.

Preguntaos por qué las dictaduras totalitarias creen que es necesario invertir un montón de dinero y de esfuerzo en hacer propaganda para sus propios esclavos indefensos, maniatados y amordazados, quienes no tienen ningún medio de protestar o de defenderse. La respuesta es que incluso el campesino más humilde o el salvaje más primitivo se levantaría en ciega rebelión si se diera cuenta de que él está siendo inmolado, no a un incomprensible «noble propósito», sino a la pura y desnuda maldad humana.

Observad también que la neutralidad moral requiere una simpatía cada vez mayor hacia el vicio, y un antagonismo cada vez mayor hacia la virtud. Un hombre que se esfuerza por no reconocer que lo malo es malo, se encuentra con que cada vez es más peligroso para él reconocer que lo bueno es bueno. Para él, una persona virtuosa es una amenaza que puede derribar todas sus evasiones, sobre todo cuando se trata de una cuestión de justicia, que exige que él tome algún partido. Es entonces cuando fórmulas como «Nadie está nunca completamente cierto o completamente errado» y «¿Quién soy yo para juzgar?» adquieren su efecto letal. El hombre que comienza diciendo: «Siempre hay algo de bueno en el peor de nosotros», continúa diciendo: «Hay algo de malo en el mejor de nosotros», y luego: «Tiene que haber algo de malo en el mejor de nosotros», y luego: «Son los mejores de entre nosotros los que nos complican la vida; ¿por qué no se callan?; ¿quiénes son ellos para juzgar?».

Y luego, en alguna mañana gris de su mediana edad, un hombre se da cuenta de repente que ha traicionado todos los valores que había amado en su lejana primavera, y se pregunta cómo eso pudo haber sucedido, y cierra de un portazo su mente a la respuesta, diciéndose a sí mismo apresuradamente que el miedo que había sentido en sus peores y más vergonzosos momentos era correcto, y que los valores no tienen ninguna posibilidad de existir en este mundo.

Una sociedad irracional es una sociedad de cobardes morales, de hombres paralizados por la pérdida de valores, de principios y de objetivos morales. Pero, puesto que los hombres tienen que actuar mientras estén vivos, tal sociedad está lista para ser usurpada por cualquiera que esté dispuesto a establecer un rumbo para ella. Y esa iniciativa puede provenir solamente de dos tipos de hombres: o del hombre que está dispuesto a asumir la responsabilidad de defender valores racionales, o del matón que no está preocupado por cuestiones de responsabilidad.

No importa lo dura que sea la lucha, sólo hay una decisión que un ser racional puede tomar frente a esa alternativa.

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Por Ayn Rand (Ensayo publicado en La Virtud del Egoísmo, 1962.)

<< Traducción: Objetivismo.org >>

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Ayn Rand

El bien de otros es una fórmula mágica que transforma cualquier cosa en oro, una fórmula a ser recitada como garantía de gloria moral y como fumigador de cualquier acción, incluso la masacre de un continente. No necesitas pruebas, ni razones, ni éxito. Lo único que necesitas saber es que tu motivo era el bien de los demás, no el tuyo propio. Tu única definición del bien es una negación: El bien es lo no-bueno para mí.

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