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La Guerra que Hemos Malogrado

«El enemigo que nos atacó –que no fue propiamente el “terrorismo», sino el movimiento yihadista que trata de imponer la ley islámica en todo el mundo– no sólo continúa invicto, sino que está en auge.»

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Al ver los videos de las Torres Gemelas desmoronándose, todos sentimos horror y rabia. Esperábamos que nuestro gobierno se defendiera, que nos protegiera del enemigo que nos atacó el 11 de septiembre. Sabíamos que debía y que podía hacerlo. Luchando a muerte después de Pearl Harbor, derrotamos a las colosales fuerzas navales y aéreas de Japón. Pero todos estos años después – mucho más de los cuatro que se tardó en destruir el imperialismo japonés – ¿qué ha logrado la respuesta militar de Washington al 11 de septiembre?

En la guerra “compasiva” de Washington, le damos al enemigo todas las ventajas y obligamos a nuestros soldados a pelear con las manos atadas, más atadas que nunca.

El enemigo que nos atacó –que no fue propiamente “el terrorismo», sino el movimiento yihadista que trata de imponer la ley islámica en todo el mundo– no sólo continúa invicto, sino que está en auge.

Las facciones islamistas en Pakistán están luchando por conquistar ese país y apoderarse de sus armas nucleares. La inspiración y el estandarte del movimiento – la República Islámica de Irán – sigue siendo el principal patrocinador del terrorismo, y puede que pronto adquiera sus propias armas nucleares.

Luego tenemos el desastre de Afganistán. Hace ocho años, prácticamente todo el mundo estaba de acuerdo en que debíamos (y podíamos) eliminar a los talibanes y a sus aliados yihadistas, una fuerza toscamente equipada, mil veces más débil que el Japón imperial. Ahora ese objetivo parece inalcanzable.

Hoy, arrogantes santos guerreros controlan grandes zonas del país. Ejecutan sumariamente a cualquiera que no sea musulmán, y operan un gobierno ilegal con sus propios tribunales de justicia y agentes dedicados a hacer cumplir la “virtud”. Recientemente la CIA advirtió que prácticamente todas las amenazas terroristas serias que la agencia conocía podían ser vinculadas a las zonas tribales infestadas de talibanes cerca de la frontera entre Afganistán y Pakistán.

¿Por qué hemos tenido resultados tan desastrosos?

No, el problema no es la falta de tropas, ni el remedio es otra “insurgencia” como en Irak. Esa farsa, esa solución apaciguadora, implica no aplastar la insurgencia sino pagar decenas de miles de dólares a los insurgentes para que no luchen contra nosotros, mientras fluya el dinero. Y significa dejar a Irak en manos de unos dirigentes que están más comprometidos con los yihadistas que Hussein. No, el problema crucial es la invertida política de guerra que rige a las fuerzas de EE.UU. en el campo de batalla.

¿Cuántos americanos más tienen que morir para que desafiemos esa visión de lo que es una guerra adecuada?

Derrotar la amenaza islamista exigía que lucháramos para aplastar a los yihadistas. La victoria exigía que reconociéramos la necesidad indeseada de que habría víctimas civiles, y que responsabilizáramos por ellas al agresor (como sí que hicimos en la Segunda Guerra Mundial). La victoria exigía que le permitiéramos a nuestro inigualable ejército hacer su trabajo – sin  cortapisas. En cambio, nuestros líderes emprendieron una guerra «compasiva».

Antes de que comenzara la guerra de Afganistán, Washington identificó largas listas con “prohibición-de-atacar”, que incluían sitios culturales,  centrales eléctricas, y una serie de objetivos estratégicos legítimos que el gobierno consideró intocables, por miedo de afrentar o perjudicar a civiles. Mientras tanto, aviones de carga C-17 lanzaron unos quinientos mil paquetes de comida (de comida compatible con el Islam) para alimentar a los afganos hambrientos e, inevitablemente, a los yihadistas.

Muchos islamistas sobrevivieron, se reagruparon, y montaron una represalia feroz.

¿»Con el tiempo»? – ¿dentro de unas cuantas décadas más…?

En la guerra «compasiva» de Washington, le damos al enemigo todas las ventajas y obligamos a nuestros soldados a pelear con las manos atadas, más atadas que nunca. Obviamente, las muertes de americanos se han disparado, y cientos de americanos mueren cada año.

Si ahora parece imposible ganar en Afganistán, échale la culpa a Bush y a Obama. Bush hizo una campaña para no destruir a los talibanes, y en cambio llevarles a los afganos elecciones y reconstrucción. La «nueva» táctica de Obama es insistir en que gastemos miles de millones más en construir su nación y hagamos lo imposible por salvaguardar a la población local. Ambos dan por sentado el supuesto imperativo moral: las vidas y el bienestar de los afganos es lo primordial, en vez de ser el derrotar al enemigo para proteger a los americanos.

Este imperativo es la base de una guerra malograda, una guerra que podría haber sido usada para disuadir a otros yihadistas y a los países que los patrocinan, pero en vez de eso les ha animado a intentar más y más ataques.

¿Cuántos americanos más tienen que morir para que desafiemos esa visión de lo que es una guerra adecuada?

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Elan Journo es especialista en política exterior para el Ayn Rand Center for Individual Rights. Es editor y el principal colaborador del libro: “Ganando una Guerra Imposible de Ganar: La Respuesta Malograda de Estados Unidos al Totalitarismo Islámico”. El Ayn Rand Center es una división del Ayn Rand Institute y promueve la filosofía de Ayn Rand, autora de La rebelión de Atlas y El manantial.

Texto traducido por Objetivismo.org con permiso del autor.

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