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El capitalismo como único sistema social moral — OPAR [11-1]

Capítulo 11: Capitalismo

El capitalismo como único sistema social moral [11-1]

Objectivism: The Philosophy of Ayn Rand
(«OPAR») por Leonard Peikoff
Traducido por Domingo García
Presidente de Objetivismo Internacional

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«El capitalismo», en la definición de Ayn Rand, «es un sistema social basado en el reconocimiento de los derechos individuales, incluyendo los derechos de propiedad, en el que toda propiedad es privada». 1 Esta es una definición en términos de fundamentos y no de consecuencias. El “capitalismo», en contraste, no puede ser definido como «el sistema de competencia”. La competencia (por poder e incluso por riqueza) existe en la mayoría de las sociedades, incluso en las totalitarias. El capitalismo implica una forma única de competencia, junto con muchas otras características sociales deseables. Pero todas ellas provienen de una sola causa en su raíz: la libertad.

Bajo el capitalismo, el estado y la economía están separados, igual que el Estado y la Iglesia están separados, y por las mismas razones. 2 Los productores deben obedecer las leyes penales y acatar las decisiones de los tribunales; pero por lo demás, la política del gobierno es: ¡no tocar! El término «capitalismo laissez-faire”, por lo tanto, es una redundancia, si bien una redundancia necesaria en el caos lingüístico actual. El capitalismo es el sistema de laissez-faire; no es la mezcla de contradicciones políticas que ahora rige Occidente. En un mercado libre no hay controles gubernamentales sobre la economía. Los hombres actúan e interactúan voluntariamente, por decisión individual y comerciando libremente.

Históricamente, el capitalismo puro nunca ha existido. Sin embargo, se llegó cerca de él en Occidente durante el período de la Revolución Industrial; el mejor ejemplo fueron los Estados Unidos en el siglo XIX. Eso fue lo más cercano que los hombres han llegado hasta ahora a un reconocimiento intransigente de los derechos y, por lo tanto, a un mercado libre.

Puesto que los derechos son el medio de subordinar la sociedad a la ley moral, el capitalismo es el único sistema social moral. 3 La virtud de la racionalidad comprende tanto un proceso de consciencia como un camino correspondiente de acción física. En una sociedad estatista, un puñado de héroes pueden, por algún tiempo, preservar ciertos elementos de racionalidad en su propia mente, aunque se requiere un esfuerzo psicológico poco normal para lograr incluso eso. Cuando un pensador es regido por la fuerza, sin embargo, él no puede actuar en cuanto a sus conclusiones. Así que, su virtud y su mente, aunque él haya luchado internamente por mantenerlas, en última instancia le parecerán exactamente lo que son, dadas las circunstancias: inútiles.

Lo que el capitalismo garantiza es que, si un hombre decide pensar, él puede actuar en consecuencia. Nadie tiene el poder de neutralizar la mente; nadie puede forzar sobre otro sus ideas, sus valores o sus errores. Un sistema orientado a la necesidad social básica de usar la razón – la libertad – está orientado por ello a todas las necesidades de la vida del hombre. El capitalismo es el único sistema que hace posible el logro de la virtud: de cualquier virtud apropiada y, por lo tanto, de todo valor moral.

Un mercado libre, como sabemos, es un corolario de una mente libre. El punto aquí es el inverso: una mente libre es un corolario de un mercado libre. Cualquier otro sistema social colisiona con todos los aspectos esenciales de la función de la mente.

Concretemos lo anterior identificando la relación entre el capitalismo y las expresiones más importantes de racionalidad tratadas en los capítulos sobre moralidad: las seis virtudes secundarias y el principio del egoísmo.

La virtud de la independencia consiste en la orientación primaria de un hombre a la realidad, no a otros hombres. En términos fundamentales, dijimos, el hombre independiente está tan solo en la sociedad como en una isla desierta. Tal modo de vida exige libertad. Para poder estar solo en el sentido que hablamos, un hombre debe ser dejado solo.

Un hombre uncido por ley a las decisiones de otros, de cualquier otros, sea su familia, su raza, su nación, o el mundo entero, debe poner a la gente primero en su jerarquía mental, por encima de la razón y la realidad. Debe dedicarse a imitar, adular, obedecer (o forzar) a otros – a los que están en el poder – crean lo que ellos crean. Por la naturaleza del sistema, esos otros son su medio de supervivencia: directa o indirectamente, ellos controlan su herramienta intelectual: los medios de cognición; y sus herramientas materiales: los medios de producción.

Bajo cualquier variante de estatismo, adaptarse a lo hecho por el hombre sustituye el adaptarse a lo metafísicamente dado; porque ahora lo hecho por el hombre, bueno o malo, es lo que determina los términos de conducta. Los gobernantes exigen obediencia a punta de pistola. Los disidentes tienen que enfrentarse a multas, prisión, o muerte.

Los distintos niveles son irrelevantes aquí. Desde el momento que una sociedad libre empieza a violar conscientemente los derechos individuales, el principio de independencia ha sido descartado en favor del principio de adaptación social. El espacio abierto a la independencia, por lo tanto, empieza a menguar y continúa menguando (salvo que haya un cambio fundamental en la filosofía de la sociedad). O la independencia, como cualquier otra virtud, es aceptada como un absoluto, o no es aceptada en absoluto. El único sistema que puede aceptarla como un absoluto es aquel que respeta la libertad como un absoluto.

Intelectualmente, la independencia requiere que uno forme sus propios juicios. Pero una sociedad paternalista acepta la premisa contraria: puesto que los hombres son incompetentes para pensar por sí mismos, dicen los que abogan por esta premisa, el gobierno pensará por ellos, definiendo las ideas correctas y las normas de conducta, y luego despachando los pelotones de ejecución que sean necesarios. El pensador independiente es un innovador potencial; él es el hombre que está dispuesto, si es necesario, a generar antagonismo, a sufrir impopularidad, a desafiar a las masas. ¿Quién en su sano juicio haría eso si el sistema político lo entrega, despojado de derechos, en manos de esas masas? Sólo un puñado de rebeldes que saben que tienen razón se rebelarán… hasta ser aplastados (o hasta derrocar el sistema).

Materialmente, la independencia requiere que uno se sustente a sí mismo por el trabajo de su propia mente. Eso presupone un sistema político sin favores gubernamentales ni favoritos, sin saqueadores ni mendigos, sin gobernantes ni gobernados. El carácter de los gobernantes es irrelevante; no hay diferencia moral (ni práctica) alguna con que sean simpáticos o crueles, benevolentes o malevolentes, responsables (o crean que lo son) o irresponsables.

Si, por ejemplo, los planificadores que administran una economía socialista son individuos responsables, ellos tendrán que establecer las condiciones para el uso legítimo de la propiedad pública; esto exigirá que definan el curso permisible de los hombres en cuanto a pensamiento y acción. Ellos tendrán que especificar las teorías científicas dignas de ser investigadas en el laboratorio, los inventos dignos de recibir inversión económica, el arte digno de ser financiado con fondos públicos, los hombres dignos de ser empleados y promovidos en cada campo, desde cavar zanjas hasta enseñar en la universidad, las disidencias dignas de ser divulgadas en las calles (de propiedad pública), en las salas de reuniones (de propiedad pública), y en la prensa (de propiedad pública). (Para un ejemplo parcial de este enfoque, en un país medio-socialista, estudiad la cantidad de reglamentaciones promulgadas por Washington, los volúmenes que definen lo que empresarios, médicos, educadores, etc., deben, pueden y no pueden hacer cuando gastan fondos federales.) Si los planificadores son hombres irresponsables, sin embargo, la independencia por parte del ciudadano sigue siendo imposible: esos hombres exigirán cualquier cosa o nada y acto seguido cambiarán las reglas, el minuto siguiente o el mes siguiente. Actuarán según su capricho del momento, que así se convierte en la ley básica de la vida del ciudadano. (Por ejemplo, estudiad los absurdos e incesantes cambios que ha habido a través de los años en todas las antes citadas reglamentaciones federales.) De una forma u otra, los planificadores en un asunto se convierten en dictadores totalitarios. Para los hombres cuyas vidas quedan planificadas de esa forma, la independencia no es una virtud que sustente la vida. Es una amenaza cuando está limitada al alma, y un delito en la acción.

El hombre de la calle, oímos decir a menudo, nunca podría lograr la independencia bajo el capitalismo por causa del poder que tienen los empleadores, las corporaciones, los «monopolistas». La verdad es que ningún individuo privado o grupo (si no tenemos en cuenta a los delincuentes) puede afectar la independencia de ningún otro individuo o grupo. Dado el tamaño de la Tierra (y la necesidad de que la propiedad privada sea ganada, y luego objetivamente demarcada), es físicamente imposible para cualquiera, esté solo o en asociación voluntaria con otros, el poseer el planeta o cualquier fracción significativa del mismo. Bajo el capitalismo (como muchos prestigiosos economistas han demostrado una y otra vez), un monopolio privado puede ser conseguido y mantenido solamente a través del mérito; sin favores gubernamentales es imposible que alguien monopolice ni siquiera un único producto básico para después, mientras disfruta de una vida fácil e indolente, usar su propiedad para «explotar” a otros. En el momento que una persona intenta poner sus precios por encima (o sus salarios por debajo) del nivel de mercado, está invitando a la competencia – la competencia a nivel de consumidor, puesto que los hombres cambiarán a otras mercancías (o empleadores) – y/o lo que a fin de cuentas es más importante, a la competencia a nivel de productor, al mover los capitalistas dinero a la industria que está estancada, para competir por mayores ganancias. 4

Si el jefe o el director general en un sistema libre intenta lo irracional en su negocio, el resultado puede ser una incomodidad temporal para el trabajador, el consumidor o el inversor racionales, quienes deberán buscar otro lugar para satisfacer su necesidades; el daño a largo plazo lo sufrirá el propio irracional, cuando encuentren o produzcan ellos mismos lo que están buscando. En un sistema público, sin embargo, no hay «otro lugar» adonde puedan acudir a buscar los hombres: el trabajo, el salario, las horas, el consumo y la producción están todos determinados por una sola entidad: el Estado. ¿Con qué lógica puede un pensador anticapitalista afirmar que detesta que los hombres «dependan» de un empleador o proveedor privado «excesivamente poderoso», y luego proponer como solución que todos se vean obligados por ley a tratar con un único y omnipotente proveedor y empleador?

El estatista responde que tal monopolio no es una amenaza a la independencia; los edictos del gobierno no son fuerza, explica, porque la propia gente, si se trata de una «república popular» o una democracia, son la fuente del gobierno, que los representa. Díselo al individuo que no está representado por el gobierno y no está de acuerdo con el plan que tiene el gobierno para su vida. Dile al kulak de Stalin, o al estudiante chino en la plaza Tiananmen, o al médico de Massachusetts, que él «realmente» es la fuente de las leyes (o los tanques) que están siendo desatadas contra él, a pesar de las apariencias que muestran lo contrario. Históricamente, la raíz moderna de esta obscena noción no es, como se suele creer, Hegel, sino su mentor, Kant. Kant postuló como la esencia del hombre un yo «noumenal», una entidad imposible de conocer que le impone a los hombres una vida austera de deber: pero no es una imposición injusta, insiste Kant; un hombre está obligado a cumplir con su deber porque él mismo – él mismo por sí mismo – es el autor de ese deber, aunque su aparente o «fenomenal» yo sea demasiado superficial para comprender esta verdad. Claro está, sólo los filósofos hablan en tales términos; los políticos y periodistas se contentan con sacar provecho de esos términos sin mencionarlos.

A lo largo de la historia, los grandes innovadores siempre han florecido en los períodos más libres. Contrastad los extraordinarios logros de las ciudades más libres de la antigua Grecia con el estancamiento durante milenios de la teocracia del antiguo Egipto; o el deslumbrante progreso del Renacimiento con la regresión bajo el régimen de la Iglesia en la Edad Media; o la belleza y la riqueza que surge de la cornucopia del siglo XIX con la insignia cargada de muerte del siglo XX. Observad también el destino del hombre independiente, incluso en los países medio-estatistas actuales. La prueba más elocuente de ello es la llamada «fuga de cerebros», que consiste en que personas de todas partes del mundo, incluso de Inglaterra, huyan a los Estados Unidos. Dentro de los Estados Unidos hay una fuga similar, que consiste en escapar de los campos prácticamente socializados como las industrias de manufactura y medicina, yendo hacia profesiones menos controladas.

El individualismo y la independencia ascienden y descienden juntos. Cualquier otra política representa lo contrario a la virtud de la independencia; representa una forma de esclavitud.

Justicia es la virtud de juzgar a los hombres moralmente y darle a cada uno lo que se merece. Como cualquier otra virtud, esta es una forma de ser fiel a la realidad, de pensamiento independiente, y de autoprotección. Ella requiere, por lo tanto, un sistema político en consonancia con todos esos valores; ese sistema es el capitalismo.

Para el estatista, el juicio moral del individuo es intolerable. Las autoridades deben tener hombres que les harán caso en todos los asuntos, incluso en la asociación y la interacción humanas; es imposible planificar las acciones de una persona si ésta retiene el poder de vetar los dictados sociales haciendo referencia a su código moral personal. De modo similar, los políticos de una economía mixta cuentan con grupos de presión que aceptan no emitir ningún juicio moral y están dispuestos a ceder en lo que sea. Lo que los estatistas de cualquier tipo necesitan no es la auto-afirmación cognitiva implícita en la virtud, sino lo contrario; en este caso, necesitan que un hombre esté dispuesto a no juzgar a los otros independientemente, sino a alabar, culpar, «negociar» o permanecer neutral, según los requerimientos de «la comunidad». En cuanto a la auto-protección que le otorga la justicia, muchos estatistas añaden, el individuo no tiene por qué preocuparse por eso; como el gobierno educa a los ciudadanos moralmente, esa es su forma de asegurar el bienestar de todos. Otros estatistas van más allá: está mal, afirman, considerar el bienestar de uno mismo, eso no hay que hacerlo en absoluto; uno debe amar a sus semejantes por mucho que ellos le perjudiquen… porque los semejantes de uno son el beneficiario moral, para cuyo bien el individuo vive y labora.

Puesto que un individuo bajo un sistema de libertad decide sus propias acciones, él puede ser considerado responsable por ellas. El juicio moral de tal hombre es necesario y es posible. Si un hombre actúa bajo compulsión, sin embargo, él no puede ser considerado responsable. ¿Cómo, bajo el estatismo, puede un juez moral saber la diferencia? ¿Cómo puede saber él qué acciones de otros responden a decisiones no contaminadas por el poder del Estado, y qué acciones, por malas que sean, son las reacciones desesperadas de un hombre que ve una pistola apuntando a su cabeza (o a la de su familia) y un abismo de desesperación a sus pies? Aunque un ciudadano bajo el estatismo repudie el que sus líderes hayan rechazado la moralidad, por lo tanto, es difícil – y en innumerables casos, imposible – que él mismo pueda emitir un juicio moral. Igual que ocurre con la racionalidad y la independencia, lo máximo que él puede intentar hacer es contrabandear unas migajas de virtud en la privacidad de su propia mente, después de lo cual ya ni siquiera será libre para actuar sobre esas migajas.

En lo que respecta a la acción, la justicia consiste en buscar y otorgar lo merecido, tanto en espíritu como en materia; la regla esencial es el principio del comerciante. “Comercio”, sin embargo, denota un intercambio voluntario de valores; tú no «comercias» tu monedero con un atracador a cambio de que él te deje escapar con vida. El principio del comerciante requiere un sistema de relaciones voluntarias; requiere un gobierno que esté prohibido de emular a los atracadores.

En un sistema de libre mercado, cada hombre debe pagarse lo suyo; él puede exigir de otros solamente lo que se haya ganado, a juicio de las partes, según sus evaluaciones mutuas y sin coacción. En cuanto a los que no ganan y no comercian, el sistema es absolutamente tan «cruel» (o sea, tan justo) como dicen sus enemigos: no le ofrece a la gente ni coartadas, ni asistentes sociales, ni botines. Bajo el capitalismo, ni los logros ni los problemas de un hombre, independientemente de su naturaleza o su origen, son activos o pasivos que pertenezcan a otros hombres. Así, en palabras de Ayn Rand, «se le pondrá fin a la infamia de pagar con la vida de uno los errores [o incluso los infortunios] de otro”. 5

En un sistema capitalista, un productor puede hacer con su riqueza lo que le plazca. Puede invertirla, gastarla en sí mismo y en sus seres queridos, o regalarla. Puede darle una cantidad razonable de ayuda a los desafortunados que no pueden sustentarse a sí mismos (esto es moral si su ayuda es compatible con una jerarquía de valores válida). Puede desangrarse a sí mismo tomando un camino de auto-sacrificio. Puede legar sus bienes a los herederos que él escoja, lo merezcan o no. Bajo el capitalismo, sin embargo, el hombre que se desangra a sí mismo no recibe ninguna transfusión por parte del estado; al mismo tiempo, cualquier receptor que no se lo merezca se da cuenta que el sistema de mercado está montado contra él. El ejemplo más elocuente de esto último es el playboy en un país libre que hereda una fortuna; no la conservará por mucho tiempo. «De mangas de camisa a mangas de camisa en tres generaciones», solían decir los estadounidenses a principios del siglo XX. Si un hombre pobre se hacía rico, luego les dejaba su dinero a unos herederos ineptos, y sus nietos estaban de vuelta en la calle sin un traje que ponerse. Proyectad la difusión generalizada que este fenómeno tuvo que tener para dar origen a un aforismo popular, y luego observad lo que les pasa a los ineptos hijos de los ricos con nuestras políticas actuales. (La mayoría acaban en Washington, exigiendo una redistribución de trajes).

Lo contrario de la justicia es el principio de penalizar la virtud y a la vez recompensar el mal – que es precisamente el principio de las sociedades estatistas. Si un individuo es racional, independiente y orgulloso, él es denunciado. Si un individuo se esfuerza con una actitud dócil y autorizada, le quitan su producto mientras alaban su docilidad. Pero si un individuo representa lo más vil de los males, si con su ansia de poder se atrevió a codiciar las almas de otros hombres y consiguió lo que se proponía, entonces él recibe elogios apasionados y las más expresivas gratificaciones materiales. Así, el más elevado de los elevados, moralmente hablando, es vilipendiado y aplastado, mientras que el más rastrero de los rastreros, cómodamente instalado en su palacio, saborea el adulador homenaje dirigido hacia él que emite cada hora la cadena de televisión estatal.

Quienquiera que murmure que el socialismo es injusto en la práctica pero idealista en teoría, no entiende nada ni de teoría ni de justicia. Todo régimen estatista es injusto en la práctica. La razón es que la injusticia es la esencia de su teoría.

La productividad es la virtud de crear valores materiales. En un mercado libre, tal virtud es una necesidad; no hay premios gubernamentales para los parásitos. Al contrario de otra Gran Mentira, la regla en una sociedad capitalista, como en la naturaleza, es: el que no trabaje que no coma. El capitalismo es el sistema de la productividad; es el sistema de productores y para productores. En cuanto a los consumidores bajo ese sistema, ellos son hombres que pagan por lo que consumen, o sea, hombres que se han ganado los medios de pago (o que los recibieron de alguien que se los ganó). En una sociedad libre, sólo los productores son consumidores.

La raíz de la productividad del capitalismo es el hecho de que es el sistema de libre pensamiento y por lo tanto de la creatividad. Entre otras cosas, una vida creativa, como hemos visto, implica una carrera privada elegida como un objetivo a largo plazo; eso exige una política individualista. La privacidad sin el principio del egoísmo que la sancione es imposible, al igual que un enfoque a largo plazo sin estar libre de interferencias. No puede haber una carrera personal para una criatura cuyo destino es el servicio público, y no puede haber un curso de acción elegido y mantenido para una criatura que está a merced de grupos de presión rivales (o de las órdenes cambiantes de un dictador). No puede haber objetivos, en el sentido moral, que estén separados del derecho a establecer los propios objetivos de uno, o sea, del derecho a la búsqueda de la felicidad. Una persona obligada a satisfacer los deseos de otros llegará a estar dominado por el capricho, porque él está dominado por el capricho, el capricho de quienquiera que resulte ser su amo moral.

Puesto que nadie en una sociedad libre consigue un cliente, un proveedor, un trabajo, una póliza de seguros o un préstamo bancario por la fuerza – ya que no hay leyes que aseguren la mediocridad (o peor) y que obstaculicen el camino del talento – hay infinidad de oportunidades para el innovador, para quien tenga ideas originales en cualquier campo, de ser oído, de colocar en el mercado el trabajo de su mente, de luchar contra una oposición perezosa, de alcanzar la cima y ser recompensado. La fuente de la creatividad del capitalismo, por lo tanto, puede ser descrita como «competencia»; pero es el tipo de competencia que se basa en el hecho de que cada hombre es libre de ofrecer lo mejor de él, y que otros productores son libres de decidir si desean comprarlo o no. La verdadera fuente, en una palabra, es la libertad, lo que despeja el camino para la mente activa.

Por ser el sistema orientado a los requerimientos del proceso creativo, el capitalismo es el sistema de la riqueza. Es un sistema que no tiene competencia alguna en cuanto a conseguir abundancia material, un hecho que los enemigos del capitalismo convierten en una objeción. El capitalismo, dicen los defensores de la dicotomía cuerpo-mente, le da demasiada importancia a las «preocupaciones materialistas». El crecimiento económico bajo el capitalismo, dicen las mentalidades anti-esfuerzo, es excesivo; siempre hay alguien revolucionando los métodos de producción; nunca hay tiempo para «descansar». En esencia, ambas objeciones son ciertas: el capitalismo es el sistema de este mundo material, y es, como se oye decir, una “carrera de ratas”… pero la vida también lo es. La vida es movimiento, de una forma u otra, hacia adelante o hacia atrás, en dirección hacia la auto-preservación o hacia la destrucción. El capitalismo es el sistema que va hacia delante; es el sistema “progresivo”, usando «progreso» por una vez en su sentido literal.

La evidencia histórica respecto de la virtud de la productividad es tan copiosa como es la riqueza bajo el capitalismo. El estado de libertad de un país siempre ha tenido correlación con su nivel de vida. El país más rico de la historia fueron los Estados Unidos en el momento en que también era el más libre. En cuanto a la otra orientación, mirad por todo el mundo. Virtualmente nadie, ya ni siquiera los profesores de más nivel en la Ivy League, tratan de argumentar que una dictadura conduce a la prosperidad.

La virtud, como nuestro análisis ha estado reafirmando, es una. Si las virtudes de las que ya hemos hablado requieren el capitalismo, las restantes también.

La integridad, el negarse a permitir una brecha entre pensamiento y acción, presupone la libertad de un individuo en cuanto a los dos atributos del hombre: mente y cuerpo. Una fisura entre estos dos es inherente al estatismo; dejando de lado la tortura o el lavado de cerebro, las dictaduras no intentan directamente aplastar la mente del sujeto; lo que hacen es apoderarse de los recursos físicos de un país, haciendo imposible que un individuo actúe sobre sus propias conclusiones. La integridad exige hombres de principio, que rechacen cualquier súplica por concesiones morales. ¿Quién puede dejar de ser «flexible» – en el sentido pragmático más hipócrita – cuando esos suplicantes expresan su punto de vista no sólo con palabras, sino también apuntando a la serie de herramientas de compulsión que están ahí esperando en silencio para respaldar esas palabras?

La honestidad, el negarse egoístamente a falsear la realidad, requiere un sistema orientado al egoísmo y a la realidad. Bajo el estatismo, algún tipo de falseamiento es inevitable. Como las opiniones de los otros, correctas o incorrectas, son elevadas a la posición de la primacía metafísica, la supervivencia entraña alguna adhesión pública a esas opiniones, da igual lo que impliquen ese fingir, esa adulación, esa hipocresía o ese puro mentir. Incluso la honestidad dentro de la privacidad de la propia mente llega a ser imposible con el tiempo. Quien trate de vivir «una vida normal» en una dictadura (en vez de volverse loco, matarse, matar su mente, iniciar una rebelión, escapar, o unirse a los gobernantes) no puede evitar engañarse a sí mismo. Debe aprender a tolerar lo intolerable, racionalizando el sistema. La admisión explícita de que no existe ninguna buena razón para nada de ello, que él es un peón de los asesinos como fin en sí mismo, destruiría su capacidad de actuar obedientemente. Es posible ser un esclavo sin protestar, siempre que uno se obligue a creer más o menos en una excusa moral; pero no es posible serlo, si uno no se obliga.

El orgullo, la suprema de las virtudes, requiere la ambición moral de tratar de observar todos los principios morales. Eso presupone un sistema en el cual los principios morales pueden ser practicados. En cuanto al valor de la autoestima, ¿quién pueden lograrla en un sistema que lo degrada a él al nivel de un impotente átomo social? ¿Quién puede sentir que es capaz de vivir… cuando de hecho no lo es?

Esto me lleva a la última cuestión moral que debe ser considerada aquí: el principio del egoísmo. Puesto que el egoísmo es un requisito para la vida y presupone derechos, es inherente al sistema de vida y de derechos. Bajo el capitalismo, como cuestión de ley fundamental, el hombre es un fin en sí mismo. Aunque él es libre de vivir para otros, es de esperar, por la naturaleza del sistema, que cada uno sea el beneficiario de sus propias acciones: cada uno gana valores persiguiendo su propia vida, propiedad, y felicidad. Eso es lo opuesto a cualquier sistema que defiende la auto-negación.

El capitalismo recompensa la búsqueda del interés personal racional.

Dado que los derechos son inalienables, un hombre puede tener éxito en última instancia sólo a través del pensamiento y la acción creativos, no sacrificando a otros a través del uso de la fuerza o el fraude. Tampoco puede tener éxito sacrificándose a sí mismo, sea a través de un servicio desinteresado o de una irracionalidad, por ejemplo siendo irresponsable, ignorando el contexto o actuando a corto plazo. Dejando de lado la criminalidad, un hombre puede actuar irracionalmente bajo el capitalismo; pero no puede acudir al gobierno para que le den una recompensa o le salven. En un sistema basado en la adhesión a la naturaleza, no hay cláusula «sin culpa». O uno se adhiere a la naturaleza o, cuando llegue el momento, la naturaleza se ocupa del asunto.

La relación entre capitalismo y egoísmo queda patente en cada campo de la vida humana, espiritual y material. El amor romántico, por ejemplo, siendo el fenómeno egoísta que es, se convirtió en un ideal occidental solamente con el ascenso del individualismo. Hasta el día de hoy, con bastante lógica, los colectivistas desprecian tal amor como siendo «burgués». La expresión más obvia del egoísmo del capitalismo, sin embargo, tiene lugar en el ámbito material. El capitalismo cuenta con el afán de lucro.

El “afán de lucro”, hablando en general, significa el incentivo que tiene un hombre de trabajar para poder conseguir algo para sí mismo: en términos económicos, ganar dinero. Según los estándares Objetivistas, tal motivo, por ser totalmente justo, es profundamente moral. Los socialistas solían hablar de «la producción para el uso» en oposición a «la producción para fines de lucro». Lo que querían decir y lo que querían era: «la producción por un hombre para el uso inmerecido de otro».

En un sentido concreto, “lucro» o «beneficio» significa el retorno económico para el dueño de una empresa de negocios; es la diferencia entre los costos del empresario y sus ingresos. Si ha de haber empresas, entonces alguien tiene que acumular capital a través de la producción y el ahorro, alguien debe decidir en qué productos futuros debe invertir sus ahorros, alguien tiene que organizar y dirigir la empresa y/o elegir y supervisar a hombres competentes que lo hagan (la gestión empresarial incluye la tarea crucial de integrar productivamente recursos naturales y trabajo humano). Esas son decisiones y acciones – que exigen esfuerzo y están repletas de riesgos – de las cuales la abundancia depende. Un beneficio representa el éxito en cuanto a tales decisiones y acciones; una pérdida representa el fracaso. El beneficio, por tanto, puede ser descrito como un pago ganado por la virtud moral, la virtud de un grupo específico dentro de la economía; es un pago por el pensamiento, la iniciativa, la visión a largo plazo, el coraje, la eficacia de las fuerzas motrices básicas de una economía. (El beneficio es “explotación» sólo según un punto de vista místico como el marxismo; si la riqueza es producto del trabajo muscular, entonces cualquiera que no esté girando manivelas en una línea de montaje es un parásito).

El monto del beneficio de un empresario indica cuánto sus clientes valoran su producto por encima de los factores que constituyen lo que le cuesta a la empresa. El beneficio de esa forma mide exactamente la creación de riqueza por quien genera beneficios. Una pérdida indica que la gente valora menos lo que se produce que lo cuesta producirlo; la pérdida de esa forma mide la destrucción de riqueza. Como Isabel Paterson expresa este punto en su libro El Dios de la Máquina: «Producción es beneficio, y beneficio es producción. No están meramente interrelacionados, son la misma cosa. Cuando un hombre planta patatas, si no gana más de lo que gastó, no ha producido nada. 6

Es innecesario discutir en más detalle la relación entre egoísmo y capitalismo. Dejando de lado a los conservadores, que están decididos a evadir el tema, todos los demás, cualquiera que sea su política, entienden la relación perfectamente.

Moralmente, concluyo, el capitalismo emerge triunfante: es el sistema del bien y para el bien. Por esa razón, hombres malvados bajo el capitalismo no pueden tener éxito, no a largo plazo. Ningún sistema puede garantizar la racionalidad. Lo que un sistema apropiado puede hacer, sin embargo, es desarmar el mal. Al proteger a los inocentes contra la fuerza, el capitalismo hace todo lo que es posible en este sentido. Para estar libre de las maquinaciones de los malvados, lo único que un hombre necesita es libertad. La única protección que la virtud necesita contra el vicio es una sola regla: ¡No tocar! Después de eso, lo peor que los exponentes de la sinrazón pueden lograr es hacer que el camino del hombre moral sea más difícil… de forma temporal.

Dado que el capitalismo es la precondición de todos los principios morales correctos, cualquier sistema estatista es incompatible con ellos. Por regla general, los estatistas no confiesan que rechazan la moralidad. Así como los modernos típicamente invocan la «razón pura» para invalidar la razón, y la «verdadera existencia» para socavar la realidad, así también usan la terminología de las virtudes sustentadoras de la vida para defender una política que destruye esas virtudes.

Exigimos una economía racionalmente planificada, dicen (o decían) los estatistas, planifiquemos el futuro – mientras niegan la condición social (la libertad) requerida por el hombre para actuar a largo plazo o para funcionar racionalmente. Tengamos una verdadera independencia, dicen, la independencia del pobre en cuanto al rico – haciendo que sea necesario el que todos, tanto ricos como pobres, se conviertan en parásitos. Protejamos nuestra integridad contra las seducciones de la élite adinerada, dicen – haciendo que el que los hombres abandonen principios sea una condición de supervivencia. Apartemos a un lado las mentiras de anunciantes y mercaderes, dicen – fundando una nueva sociedad basada en la supremacía del grupo, o sea, en una de las mayores mentiras de todas. Dadnos justicia, imploran, justicia social – que consiste en sacrificar los Atlas del mundo a los Roosevelt y a los Stalin. Tengamos abundancia para todos, imploran (o solían hacer) – haciendo imposible la producción. Empecemos a tener orgullo moral en nuestra especie, claman – decretando por ley la anti-moralidad del sacrificio.

Ya es malo de más odiar esta vida abiertamente, como un santo medieval o un fanático del Medio Oriente. Peo peor – más deshonesto – es proclamar que uno ama la vida mientras actúa metódicamente para frustrar cada uno de los requerimientos de ésta.

Hay un tema moral sobre el cual la mayoría de los estatistas no disienten. Nos dicen alto y claro que cuando lleguen al poder, ellos erradicarán el egoísmo. Eso es precisamente lo que se han esforzado en conseguir cuando han estado en el poder, con resultados a escala mundial que ahora son completamente evidentes.

«La propiedad pública de los medios de producción», declara Ayn Rand, denota «la propiedad pública de la mente». 7 Dado que el pensamiento es un atributo del individuo, esto a su vez denota la muerte de la mente.

La justificación moral del capitalismo no es que sirva al público. El capitalismo de hecho logra el bien del público, el «bien común» (correctamente definido), pero eso es un efecto, no una causa; es una consecuencia secundaria, no un primario evaluativo. La justificación del capitalismo es que es el sistema que implementa un código científico de moralidad; es decir, el que reconoce la naturaleza y las necesidades metafísicas del hombre; es decir, el que está basado en la razón y la realidad. Una consecuencia secundaria de tal sistema es que cualquier grupo que viva bajo él y actúe correctamente ha de beneficiarse.

La distinción entre primario y secundario – en otras palabras, la jerarquía de valores de uno – es clave aquí, como lo es en cualquier campo de evaluación. Un ejemplo sencillo lo tenemos en un hombre que nada en un lago. Si alcanzar una costa distante es su principal criterio de evaluación, y nadar es sólo un medio para ello, el hombre economizará energías, se tomará descansos regulares, se moverá en línea recta, mantendrá su cuerpo tan calmado como pueda; hará lo que deba hacer para alcanzar su meta, y no más – sobre todo si es un nadador reacio, que normalmente evita esa actividad. Pero si está principalmente interesado en nadar, si su motivo, digamos, es hacer ejercicio aeróbico, y llegar al otro lado es meramente un resultado (aunque sea de gran importancia), hará todo lo posible, en igualdad de condiciones, para gastar la mayor energía posible, evitar descansos, nadar en zigzag, hacer que su corazón lata con fuerza. Las prioridades de cada uno hacen la diferencia; ellas pueden afectar drásticamente el comportamiento de uno, incluso en cuanto a implementar la misma secuencia causal. Suponiendo que haya espacio de maniobra, el valor primario de uno en un contexto dado es la cosa en la que uno se enfocará, lo que enfatizará, lo que promoverá.

Desde Adam Smith hasta la actualidad, el valor estándar señalado por los paladines del capitalismo ha sido el «bien común». La libertad individual ha sido defendida o bien como un medio éticamente neutro para ese fin (una actitud común en la Ilustración) o, después de Kant, como un mal necesario. La virtud del capitalismo, según esta interpretación, es convertir la amoralidad de la “prudencia» o la perversidad de la avaricia en la nobleza del trabajo social. Los hombres que defienden ese punto de vista, como el nadador reacio, son incitados a reducir al mínimo un aspecto de la secuencia causal que defienden, y realzar otro. Minimizan la causa individualista y realzan el efecto social, que, para ellos, es el primario moral. De esa forma se sienten irresistiblemente atraídos a hacer concesiones, reduciendo paso a paso el elemento que ellos consideran neutro o malo, permitiendo «algunos controles» y luego más, y luego aun más.

El nadador reacio de nuestro ejemplo tiene que nadar; en su caso, la secuencia causa-efecto es física e incluso perceptual. El individualista reacio, sin embargo, no tiene que aferrarse al individualismo como un medio. Al contrario, después de un cierto punto su altruismo requiere de él que reconsidere las leyes causales involucradas.

En el campo político, la identificación de una relación causal es una conclusión alcanzada a partir de premisas filosóficas. Quienes mantienen una visión objetiva de los valores pueden demostrar cuáles son los medios (los principios) necesarios para alcanzar valores; ellos pueden, por lo tanto, identificar leyes causales en política que son objetivas. Los altruistas, sin embargo, siendo no- objetivos en ética, también tienen que ser no-objetivos en política. Dado que su objetivo final no está basado en la realidad, ellos no pueden definir un código de principios necesarios para alcanzarlo; no pueden saber qué políticas conducen al «bien común». De ahí que las maquinaciones contradictorias impulsadas por los bien-intencionados a través de los siglos, como las modas, filosóficas o no, aparezcan y desaparezcan.

En esta situación, el altruista (post-kantiano) tiene sólo dos opciones: tolerar una maldad inequívoca, el egoísmo, por causa de sus supuestos resultados positivos (el punto de vista conservador actual), o rechazar esa maldad basándose en que una causa depravada no puede ser un medio para un fin benéfico (el punto de vista liberal). Dado que ninguno de esos grupos puede demostrar una secuencia causal objetiva sobre este asunto, la opción se reduce a lo siguiente: ¿Debemos respaldar una maldad sin entender por qué debemos hacerlo, o debemos intentar el camino de la virtud y ver adónde nos lleva? A primera vista, la posición conservadora está moralmente en bancarrota. Al final, por lo tanto, el conservador, igual que el liberal, acaba negando la propia secuencia causal: la libertad individual, acaba aceptando, no es el medio para el bienestar público. Al contrario, empieza a decir, ahora veo que un capitalismo sin restricciones «a veces» (y más adelante, «a menudo») perjudica al público.

De ahí el célebre y totalmente preciso comentario hecho al final de su vida por John Stuart Mill, el utilitarista que había sido un tiempo atrás un ferviente defensor del laissez-faire: «Todos somos socialistas ahora». (Un análisis completo de este tema se ofrece en la secuencia final del presente capítulo).

Nosotros los Objetivistas no somos socialistas. Quienquiera que acepte nuestro código de valores puede estar seguro en cuanto a la necesidad o a la eficacia de la libertad. Para nosotros no puede ser aceptable «moderar» o manipular el capitalismo. No puede haber tentación alguna de sacrificar ninguna partícula del primario moral – que en este contexto son los derechos del hombre – en aras de conseguir algún «logro social», sea imaginario o real.

La declaración más elocuente de este último punto nos la da Hank Rearden, el industrial en La Rebelión de Atlas, durante su juicio ante el jurado en un tribunal de economía mixta. Él ha sido acusado (correctamente) de violar una regulación económica, la cual, declara el tribunal, fue diseñada para promover el «bien común». Rearden responde, en parte:

. . . Podría deciros que no estáis sirviendo al bien común – que ningún bien de nadie puede ser logrado a costa de sacrificios humanos – que cuando violáis los derechos de un hombre habéis violado los derechos de todos, y que un público de criaturas sin derechos está condenado a la destrucción. Podría deciros que no conseguiréis ni podéis conseguir más que una devastación universal – como cualquier saqueador cuando se queda sin víctimas. Podría decirlo, pero no lo haré. No es vuestra política concreta lo que estoy desafiando, sino vuestra premisa moral. Si fuese verdad que los hombres pudieran conseguir su propio bien por medio de convertir a algunos hombres en animales sacrificables, y me pidiesen inmolarme por el bien de criaturas que quisieran sobrevivir a costa de mi sangre, si me pidiesen servir los intereses de la sociedad sin contar con, por encima de, y en contra de, los míos – me negaría. Lo rechazaría como la maldad más despreciable, lo combatiría con todo el poder que poseo, lucharía contra toda la humanidad, si un minuto fuese todo lo que yo durase antes de ser asesinado, lucharía con plena confianza de la justicia de mi batalla y del derecho de un ser vivo a existir. Que no haya ningún malentendido sobre mí. Si ahora es la creencia de mis prójimos, que se llaman a sí mismos «el público», que su bien, el bien común, requiere víctimas, entonces digo: ¡Al infierno el bien común, no tendré nada que ver con eso! 8

Lo anterior constituye la validación del capitalismo por Ayn Rand. Ella no justifica el laissez-faire como un medio práctico para un propósito social.

Por primera vez en historia, ella ofrece una defensa egoísta – o sea, moral – del capitalismo.

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Referencias

Obras de Ayn Rand en versión original: Ayn Rand Institute
Obras de Ayn Rand traducidas al castellano: https://objetivismo.org/ebooks/

Al referirnos a los libros más frecuentemente citados estamos usando las mismas abreviaturas que en la edición original en inglés: 

AS     (Atlas Shrugged) – La Rebelión de Atlas
CUI    (Capitalism: The Unknown Ideal) – Capitalismo: El Ideal Desconocido
ITOE (Introduction to Objectivist Epistemology) – Introducción a la Epistemología Objetivista
RM    (The Romantic Manifesto) – El Manifiesto Romántico
VOS   (The Virtue of Selfishness) – La Virtud del Egoísmo

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Notas de pie de página

  1.  Capitalism: The Unknown Ideal, «What Is Capitalism?» p. 19. This statement is italicized in the original text.
  2.   See The Virtue of Selfishness,«The Objectivist Ethics,» p. 33.
  3.   See Capitalism: The Unknown Ideal,«What Is Capitalism?» pp. 20 ff.
  4.   See ibid., «Antitrust,» by Alan Greenspan, especially p. 68.
  5. 5.   Atlas Shrugged, 992.
  6.   New York: Putnam, 1943, p. 221.
  7. Atlas Shrugged, p. 974.
  8.   Ibid., p. 452.
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