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Honestidad como rechazo de lo irreal — OPAR [8-3]

Capítulo 8 – El hombre

Honestidad como rechazo de lo irreal [8-3]

Objectivism: The Philosophy of Ayn Rand
(«OPAR») por Leonard Peikoff
Traducido por Domingo García
Presidente de Objetivismo Internacional

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“Honestidad» es negarse a falsear la realidad, es decir, a suponer que los hechos son distintos de lo que son. 19 El suponer (el pretender que algo es lo que no es), como sabemos, es metafísicamente impotente. No puede ni borrar un existente ni crear uno.

La virtud de la honestidad requiere que uno encare la verdad en todos y cada uno de los temas con los que trata: la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad (cualquier otra cosa permitiría el falsear). Esto es un corolario de la virtud de la racionalidad, que requiere un estado de enfoque total. Si la racionalidad, como podemos decir, es el compromiso con la realidad, entonces la honestidad es su reverso: es el rechazo de lo irreal. El exponente del primero reconoce que la existencia existe; el del segundo, que sólo la existencia existe.

El hombre que trafica en lo irreal, tratando de hacerlo su aliado, de esa forma convierte a la realidad en su enemiga. Todos los hechos están interconectados. Así que el primer paso al falsear, igual que el primer acto de evasión de un hombre, conduce al siguiente; ninguna de las dos prácticas puede ser controlada. En última instancia, el individuo deshonesto entra en conflicto no simplemente con un dato aislado, sino con el reino de la existencia como tal. Su política le fuerza a inventar un competidor de la existencia, un creciente mundo de irrealidad, como una dimensión sobrenatural que colisiona a cada paso con el mundo real. Este último, por lo tanto, se convierte en su némesis. Se convierte en una bomba de tiempo a punto de estallar en su cara.

El hombre que falsea la realidad cree que él o los demás pueden beneficiarse de ello. El hombre honesto no cree eso; él no busca obtener ningún valor por medio del engaño, sea engañándose a sí mismo o a otros. En palabras de Ayn Rand, él reconoce «que lo irreal es irreal y no puede tener valor, que ni amor ni fama ni dinero son un valor si se obtienen por fraude. . . «. 20

El valor es objetivo. Es una evaluación hecha en referencia a un estándar (la vida del hombre) que a su vez se deriva de la realidad. Un valor es por lo tanto una forma de la verdad; es un tipo de identificación, que, para estar justificada, debe corresponder a la realidad. La satisfacción de un deseo, según esto, no es necesariamente un valor; puede ser un anti-valor. La evaluación correcta se deriva de la relación entre el deseo y la vida del hombre, o sea, entre el deseo y la realidad. Un deseo que está en conflicto con el reino de la realidad, al igual que una proposición que está en conflicto con la realidad, no es válido. El uno no forma más parte de «lo bueno» que el otro forma parte de «lo verdadero».

El hombre que pretende obtener un valor falseando se enfrenta con un obstáculo fundamental: lo que existe; es decir, los hechos concretos que él está tratando de borrar o de reescribir. Por la propia naturaleza del caso, su política crea una dicotomía entre hecho y deseo; implícitamente, está poniendo “valor» por encima de lo que existe, y de esa forma representa una ruptura con la realidad. Esta es la razón por la que la deshonestidad no puede ser un medio para alcanzar valores. Es la razón también, como pasa con cualquier forma de emocionalismo y cualquier infracción del bien, por la que una política de deshonestidad tiene un único resultado final (excepto por un cambio básico de carácter, y una restitución si procede): la propagación del mal a través de la propia mente y la propia vida del causante.

Puesto que el hombre vive en la realidad, debe ajustarse a la realidad; tal es el argumento en pro de la honestidad. Cualquier otro curso es incompatible con los requerimientos de la supervivencia. Es incompatible tanto con la cognición como con la evaluación.

En cuanto a la consciencia, honestidad consiste en tomarse en serio el proceso de cognición. 21 Esto requiere que uno rechace cualquier forma de falsedad intelectual, sea en relación a método, motivo o contenido.

En método, honestidad intelectual significa desarrollar una mente activa: como expresa Ayn Rand, es «saber lo que uno sabe, expandir constantemente el conocimiento de uno, y nunca evadir o dejar de corregir una contradicción». 22 El hombre que incumple esta responsabilidad, que está satisfecho con una política de no integración, sea en forma de estancamiento mental o de evasión directa, está enzarzado en falsear. No importa cuáles sean sus creencias, él no está buscando conocimiento sino falseando su búsqueda.

En cuanto a motivo, la honestidad intelectual significa buscar el conocimiento porque uno lo necesita para actuar adecuadamente. Tal persona trata de poner en práctica cualquier idea que acepta como verdadera. 23 La alternativa es la pretensión de un hipócrita, de alguien que finge tener interés en ideas como una forma de desempeñar un papel, de actuar, generalmente con el objetivo de impresionar a otros.

En cuanto a contenido, como resultado, el hombre intelectualmente honesto se niega a falsear en su propia mente cualquier elemento concreto: cualquier hecho, campo o valor. Si uno está guiado por la razón y motivado por la necesidad de actuar, él no se miente a sí mismo. No le valen para nada las racionalizaciones, las invenciones místicas o cualquier otra versión de reescribir la realidad. No falsea la ciencia imaginando que los sentimientos demuestran la verdad, o la autoestima imaginando que la aprobación de otros demuestra un valor. No falsea la moralidad imaginando el «derecho» de alguien a recibir lo no ganado, o la “obligación” de alguien de darlo. Él no es una mediocridad carcomida de envidia que está fingiendo grandeza, o un genio hambriento de popularidad que está fingiendo mediocridad. El hombre honesto puede cometer muchos errores, pero no se deja llevar por ilusiones, ni siquiera por la ilusión de que la vida requiere ilusiones. Él no falsea nada.

La honestidad intelectual es un asunto más profundo que el no decirles mentiras a los vecinos de uno. Significa convertirse en un sacerdote de la verdad en todos los aspectos de la mente, la vida y el alma de uno.

Pasando ahora a la honestidad en acción, quiero tratar el tema (y concretar la discusión inicial sobre la honestidad) desarrollando un ejemplo clásico. Es del tipo de ejemplo planteado por los sofistas antiguos, y al que aún se siguen agarrando los libros de texto sobre ética. ¿Por qué (preguntan estas fuentes) debe un hombre dejar de realizar una estafa bien planeada — por ejemplo, vender acciones de una mina de oro falsa, digamos — y luego, con ese dinero robado en la mano, largarse a un lugar desconocido, libre para disfrutar de todas las ventajas del dinero, sin necesidad de trabajar? Bueno, ¿por qué no?

Empecemos concretando la deshonestidad que este comportamiento implicaría. El estafador de nuestro ejemplo tiene que mentir sobre la ubicación de la mina (para evitar detección, la ubica, digamos, en un país lejano). Tiene que mentir sobre cosas como número de empleados, escala de las operaciones, calidad de la producción de la mina. Su «prueba» de que la mina ha sido debidamente registrada y el mineral debidamente analizado es mentira (¿fabrica documentos a partir de agencias reales, o fabrica las agencias?). Lo mismo ocurre con su «prueba» de que el gobierno extranjero en cuestión favorece el emprendimiento. Su mentira principal, por supuesto, tiene que ver con la millonada que sus inversores pueden esperar ganar, a juzgar por las actuales condiciones del mercado y los mejores pronósticos económicos.

Y hay más. Si le preguntan, probablemente tendría que mentir sobre la identidad de sus socios o de sus otros inversionistas; mentir sobre sus antecedentes profesionales y calificaciones (¿usa cómplices para que le apoyen y les miente también a ellos, por temor a confiar en ellos?); mentirle a su banquero cuando deposita los enormes cheques de las víctimas; mentirles a sus amigos antes de desaparecer, para no poder ser rastreado . . . y luego, una vez iniciada su nueva vida, mentirles a todos sus nuevos conocidos sobre dónde vivía, qué solía hacer, cómo obtuvo su dinero (o mentir para ocultar el hecho de que tiene dinero).

Cada una de las mentiras del estafador choca con uno o más hechos y, por lo tanto, crea el riesgo de ser detectado y expuesto por cualquiera que tenga acceso a los hechos. Cualquiera que sepa algo — sobre minería, o sobre la distribución del mineral de oro, o sobre la ciencia de la geología, o sobre el país donde dice estar la mina o las políticas de su gobierno, o sobre agencias reguladoras, o sobre previsiones económicas; o sobre estafadores en general, o sobre este en particular, sobre sus socios, lugares frecuentados, acento, hábitos de consumo o forma de operar — se vuelve una amenaza, para lidiar con la cual son necesarias cada vez más mentiras; mentiras diseñadas para sacar provecho de la ignorancia específica de cada persona, mentiras contradictorias para eludir el conocimiento específico de cada persona. Al final, suponiendo que el botín se agote y que el mentiroso no haya sido atrapado, las mismas premisas que lo condujeron a montar el ardid — con éxito, según él — muy probablemente le impulsarán a embarcarse en otro, lo que conllevará un nuevo paquete de mentiras.

Lo anterior son detalles, y puede que ninguno de ellos sea aplicable a un caso concreto. Una discusión teórica no puede decirnos qué falsedades difundirá un individuo, cuántas, con qué habilidad lo hará, o con qué rapidez las mentiras crecerán. La filosofía puede decirnos solamente esto: la realidad es una unidad; apartarse de ella en un único punto, por lo tanto, es apartarse de ella por principio, y de esa forma jugar con un petardo encendido. Puede que la bomba no explote. Puede que el mentiroso evada el poder de su némesis: lo que es; y que escape con un engaño específico; puede ganar la batalla. Pero si ese es el tipo de batallas que está peleando, tiene que perder la guerra.

Lo primero que pierde en el proceso de volverse irracional es su independencia. El hombre que le hace la guerra a la realidad está (por definición) desafiando todas las reglas de una epistemología adecuada. Al igual que el hombre que evade en privado, sin ningún objetivo social, él de esa forma subvierte en su raíz el poder cognitivo de su consciencia. El estafador, sin embargo, por lo general no finge contar con la cognición para prosperar; cuenta con su habilidad para manipular a otros. La gente se convierte para él en algo más real que los fragmentos de la realidad que aún reconoce. La gente se convierte en su medio de supervivencia, pero una forma peor aún que la del clásico parásito que vive de segunda mano.

El mentiroso es un parásito, no sobre personas como tal, sino sobre las personas que son crédulas: sobre personas en la medida en que éstas son ignorantes, ciegas, ingenuas. Lo que tales personas creen y esperan — lo que esperan falsamente, gracias a él — ése es el poder que él blande y en el que consiente. El mentiroso piensa que ha convertido a otros en sus marionetas, pero su curso hace que él se convierta en peón de ellos. Hace de él un dependiente del nivel más rastrero: un dependiente no meramente de la consciencia de los demás, que ya está mal de por sí, sino de la inconsciencia de ellos. Tal hombre, en palabras de Ayn Rand, es un iluso, «un iluso cuya fuente de valores son los ilusos a quienes consigue ilusionar . . .». 24

Un análisis similar se aplica a toda virtud y valor morales. ¿Es el mentiroso un hombre de integridad? Su método de acción consiste en esquivar principios morales e intentar salirse con la suya de acuerdo con el fraude del momento. ¿Es productivo? Su política es vivir, no por su propio trabajo creativo, sino despojando a otros del producto del trabajo creativo de ellos. ¿Es justo? Su objetivo es conseguir lo inmerecido. ¿Está seguro de sí mismo? No si el término significa confianza en la propia capacidad para lidiar con la realidad. ¿Es feliz? No si felicidad presupone carácter moral (ver capítulo 9). ¿Puede ser orgulloso? Sólo en un sentido depravado: orgulloso de su habilidad para engañar a los demás, para quebrantar las leyes de la vida humana, para engañar a la realidad y librarse de las consecuencias: lo cual, sin embargo, no consigue hacer.

La virtud, como sostenía Sócrates, es una; engañar en cualquiera de sus aspectos es engañar en todos. El hombre deshonesto no está siendo sólo deshonesto; según Ayn Rand, está traicionando cada requerimiento moral de la vida humana, y de esa forma sistemáticamente cortejando el fracaso, el dolor y la destrucción. Esto es verdad por la propia naturaleza de la deshonestidad, por la naturaleza del principio que implica: incluso si el mentiroso — como Giges en el mito de Platón — nunca es descubierto y llega a amasar una fortuna. Es verdad porque el vengador fundamental de su vida de mentiras no son las víctimas o la policía, sino aquello de lo que no puede escapar: la realidad misma. 25

Los moralistas tradicionales consideran a la honestidad como un «toma y daca», como un «canje» que depende de cada caso. Un objeto obtenido por fraude, dicen ellos, puede ser un valor real para el defraudador, pero éste debería sopesar este valor (por ejemplo, el ganar un millón de dólares) contra los anti-valores derivados del fraude (represalias por parte de otros, pérdida de reputación, etc.), y luego decidir qué acción en cada caso particular producirá probablemente el mayor saldo de bondad o maldad. Ese tipo de cálculo se basa en un enfoque no-objetivo en cuanto a evaluar; asume que el millón de dólares es un valor en sí mismo (intrínsecamente) o porque el estafador así lo quiere (subjetivamente). Tal enfoque ignora el papel que tiene la evaluación de los hechos de la realidad; ignora la vida del hombre y las normas que ella requiere.

Estos moralistas recomiendan lo imposible. Quieren que uno sopese las consecuencias a largo plazo de acciones opuestas, sin hacer referencia a ningún estándar ético objetivo o a ningún principio. En la práctica, esta teoría equivale al pragmatismo, o sea, el emocionalismo. Cualquier cosa que uno elija por tales medios es mala, y perjudicial.

Objetivismo rechaza la posición del «toma y daca». De la misma forma que ninguna afirmación puede ser considerada verdad si se hace fuera de contexto, así tampoco ningún objeto — ni un sobresaliente en clase, ni la caricia de un amante, ni un trozo de pastel, ni un millón de dólares — puede ser declarado como siendo un valor si se hace fuera de contexto. Al evaluar un objeto o un curso de acción, su relación con los principios morales requeridos por la vida del hombre debe ser definida en primer lugar. Si dentro del contexto total uno ve que está de acuerdo con esos principios, entonces uno puede proceder a sopesar los pros y los contras. Pero si se viola un principio racional — si, de alguna manera, implica una negación de la razón y la realidad — eso es el fin de la cuestión. En ese caso no hay «toma y daca» que considerar, ni cálculo que hacer, ni valor que ganar; sólo hay destrucción. ¿Alguien consideraría cortarse la cabeza para poder ganar un millón de dólares? ¿Ponderaría la «ganancia» contra la pérdida? ¿O diría: «Nada puede ser una ‘ganancia’ para mí si la condición es ese tipo de pérdida»? Lo mismo se aplica a subvertir la mente de uno.

La pregunta de Jesús «¿De qué se beneficia un hombre si gana todo el mundo y pierde su propia alma?” es admirablemente exacta. El hombre que «pierde su alma” está, en virtud de tal condición, fuera del concepto de «ganancia». Obviamente, la pregunta de Jesús no es válida si se entiende como implicando una dicotomía entre el mundo y el alma. Es instructiva sólo si se toma en un sentido: que la integridad de la consciencia del hombre, su armonía por principio con la existencia, es la precondición de que el hombre se beneficie del esplendor que el mundo pueda ofrecerle.

Este punto se aplica a toda la conducta humana, no sólo al tema de la honestidad. Así como, en epistemología, los procesos mentales irracionales desligan una conclusión del ámbito de la cognición . . . así también, en ética, la acción irracional desliga un objetivo del ámbito de la evaluación. Siempre que un objeto, espiritual o material, sea buscado o conseguido a través de una conducta que esté en conflicto con un principio moral — sea la conducta fraude, una concesión impropia, el inicio de la fuerza, o cualquier otra maldad — los medios empleados, por su propia naturaleza, colisionan con la realidad y de esa forma privan al objeto en ese contexto de cualquier condición evaluativa.

Una vez que se prescinde de ser guidado por principios, no existe ningún método racional para evaluar un objeto.

Oímos decir a menudo que el «noble ideal» de alguien puede ser alcanzado sólo por acciones malvadas, las cuales en seguida nos dicen que hagamos («el fin justifica los medios»). Objetivismo rechaza esta licencia a la inmoralidad. El fin no justifica los medios. La verdad es exactamente lo contrario: un medio inmoral invalida el fin. La declaración completa de la visión de Ayn Rand es que el fin en sí mismo — la vida del hombre — determina los medios fundamentales de acción humana (los principios correctos); y éstos a su vez delimitan los concretos que uno puede válidamente perseguir en un contexto dado. El valor final establece las virtudes, las cuales luego guían a los hombres en la evaluación de cualquier objeto específico propuesto como fin. Este es el único enfoque que escapa al imposible dilema de medios contra fines, o de virtud contra valor. El escape consiste en reconocer que las virtudes no son su propia recompensa o una especie de auto-tortura, sino una necesidad egoísta en el proceso de conseguir valores.

Los moralistas tradicionales normalmente ven a la honestidad como una forma de altruismo. La consideran como la renuncia altruista a todos los valores que uno podría haber obtenido si se hubiese aprovechado de la ingenuidad del prójimo. Objetivismo rechaza cualquier noción así. En sus dos formas — honestidad con uno mismo y con sus prójimos — esta virtud, como todas las demás, es una expresión de egoísmo. Cada una de las virtudes define un aspecto del mismo y complejo logro del cual la supervivencia del hombre depende: el logro de permanecer fiel a lo que existe.

Ahora podemos tratar someramente el tema de las “mentiras piadosas”. El estatus ético de una mentira no está afectado por la identidad del beneficiario deseado. Una mentira que trata de proteger a otros hombres de los hechos representa el mismo principio de anti-realidad que el del estafador; es igual de inmoral y de poco práctico. Un hombre no le brinda ningún servicio a sus semejantes convirtiéndose en cómplice de su ceguera. Y tampoco gana ningún crédito moral por ello; una práctica inapropiada no mejora porque se le añada una justificación altruista. En todo caso, esto último sólo aumenta la maldad. Aleja al mentiroso un escalón más de la realidad.

Entonces, ¿es la honestidad un absoluto?

Así como objetos específicos deben ser evaluados en relación a principios morales, así también los propios principios morales deben ser definidos en relación a los hechos que los hacen necesarios. Los principios morales son guías a una acción sustentadora de vida que son aplicables dentro de un cierto marco de condiciones. Como todas las generalizaciones científicas, por lo tanto, los principios morales son absolutos dentro de sus condiciones. Son absolutos . . . contextualmente.

Por ejemplo, un hombre está obligado a sustentarse a sí mismo. Pero eso no significa que sea malo el que un estudiante universitario, incluso uno bien pasada su adolescencia, cuente con el apoyo de sus padres . . . asumiendo que esa ayuda no implique ningún sacrificio para ellos y que el estudiante de hecho estudie. En tal caso, el estudiante no está faltando a su independencia, sino preparándose para enfrentar las exigencias futuras de la misma. Las virtudes presuponen los procesos de crecimiento humano y educación; no pueden ser invocadas fuera de contexto, como dogmas en un vacío. Otro ejemplo tiene que ver con la virtud de integridad. Un hombre está obligado a practicar lo que predica . . . cuando tiene libertad política para hacerlo. Pero no tiene obligación de predicar o practicar ninguna idea que llame la atención, digamos, de la Gestapo o de la Agencia Tributaria de su país.

El mismo enfoque se aplica a la interpretación de la honestidad. El principio de la honestidad, según Objetivismo, no es un mandamiento divino ni un imperativo categórico. No dice que mentir es malo «en sí mismo» y, por lo tanto, bajo cualquier circunstancia, incluso cuando un secuestrador te pregunta dónde está durmiendo tu hijo (los kantianos interpretan la honestidad de esa manera). Pero uno no puede inferir por eso que la honestidad sea «situacional,» y que cada mentira deba ser juzgada «por sus propios méritos», sin hacer referencia al principio. Ese tipo de alternativa, que oímos en todas partes, es falso. Es otro caso de «intrinsicismo contra subjetivismo» apropiándose del terreno filosófico.

Mentir es absolutamente malo . . . bajo ciertas condiciones. Es malo cuando un hombre lo hace tratando de obtener un valor. Pero, por tomar un tipo de caso diferente, mentir para proteger los valores de uno de la acción de criminales no es malo. Siempre y cuando la honestidad de un hombre se convierta en un arma que secuestradores u otros esgrimidores de fuerza pueden usar para perjudicarle, entonces el contexto normal se invierte: su virtud se convertiría entonces en un medio al servicio de los fines del mal. En tal caso, la víctima tiene no sólo el derecho sino también la obligación de mentir, y de hacerlo orgullosamente. El hombre que dice una mentira en este contexto no está aprobando ningún principio de anti-realidad. Al contrario, ahora él es el representante de lo bueno y lo verdadero; el secuestrador es quien está en guerra con la realidad (con los requerimientos de la vida del hombre). Moralmente, el estafador y el mentiroso-protector- de-niños son opuestos. La diferencia es la misma que existe entre el asesinato y la defensa propia.

Hay hombres que no son criminales ni dictadores, para quienes es moral mentir. Por ejemplo, mentir es necesario y apropiado en ciertos casos para proteger la privacidad de uno de fisgones. Un análisis que trate ese nivel de detalle pertenece, sin embargo, a un tratado sobre ética.

Al hablar de integridad, dije que ser bueno es ser bueno «todo el tiempo». Ahora puedo ser aún más preciso. Ser bueno es obedecer principios morales fielmente, sin un momento de excepción, dentro del contexto relevante — el cual uno debe, por lo tanto, conocer y tener en cuenta. La virtud no consiste en obedecer unas reglas limitadas a lo concreto («no mientas, no mates, no aceptes ayuda de otros, gana dinero, honra a tus padres, etc.»). Ninguna de esas normas puede ser defendida o practicada consistentemente; y por eso la gente se echa las manos a la cabeza y hace caso omiso de todas las reglas.

El enfoque correcto es reconocer que las virtudes son amplias abstracciones, las cuales uno debe aplicar a situaciones concretas a través de un proceso de pensamiento. En el proceso, uno debe observar todas las reglas de una epistemología correcta, incluyendo la definición por esenciales y el mantener el contexto.

Esa es la única forma que hay de saber lo que es moral . . . o de ser honesto.

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Referencias

Obras de Ayn Rand en versión original: Ayn Rand Institute
Obras de Ayn Rand traducidas al castellano: https://objetivismo.org/ebooks/

Al referirnos a los libros más frecuentemente citados estamos usando las mismas abreviaturas que en la edición original en inglés: 

AS     (Atlas Shrugged) – La Rebelión de Atlas
CUI    (Capitalism: The Unknown Ideal) – Capitalismo: El Ideal Desconocido
ITOE (Introduction to Objectivist Epistemology) – Introducción a la Epistemología Objetivista
RM    (The Romantic Manifesto) – El Manifiesto Romántico
VOS   (The Virtue of Selfishness) – La Virtud del Egoísmo

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Notas de pie de página

Las notas de pie de página no han sido traducidas al castellano a propósito, pues apuntan a las versiones de los libros originales en inglés (tanto de Ayn Rand como de otros autores), algunos de los cuales ni siquiera han sido traducidos, y creemos que algunos lectores pueden querer consultar la fuente original. Los números de las páginas son de la edición del libro de bolsillo correspondiente en la versión original.

Capítulo 8 [8-3]

19. See Atlas Shrugged, p. 945; The Virtue of Selfishness,»The Objectivist Ethics,» p. 26.
20. Atlas Shrugged, p. 945.
21. See Philosophy: Who Needs It, «Philosophical Detection,» p. 16.
22. Ibid., «What Can One Do?» p. 201.
23.See ibid., «Philosophical Detection,» p. 16.
24. Atlas Shrugged, p. 945.
25.Like the Greeks, Ayn Rand validates virtue by its effects on the actor’s well-being. In identifying these effects, however, her approach is unique. Plato, e.g., regards dishonesty as self-defeating ultimately because of its other-worldly consequences. Aristotle regards it as self-defeating because of its clash with the (undemonstrable) principle of the mean. Ayn Rand regards it as self-defeating objectively, because it leads to a head-on clash between the culprit and (this) reality.

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Ayn Rand

Una moralidad que profesa la creencia que los valores del espíritu son más preciosos que la materia, una moralidad que te enseña a despreciar a una prostituta que entrega su cuerpo indiscriminadamente a todos los hombres, esa misma moralidad exige que entregues tu alma al amor promiscuo por todos los que aparezcan.

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