¿Un castigo inmerecido? Una noche de agosto, un trágico duelo tuvo lugar en las afueras de Buenos Aires.
Mientras entraba en su auto después de una larga jornada de trabajo, el médico cirujano Lino Villar Cataldo fue interceptado frente a su consultorio médico por un tal Ricardo Krable.
“Sin mediar palabra, me dio un culetazo en la cabeza. Me dijo ‘¡baja, hijo de puta, que te mato!’”, explicó Cataldo en su declaración judicial, indicando que acto seguido fue sacado del auto por la fuerza.
Mientras el agresor intentaba escapar, Cataldo se arrastró hasta un arma de fuego que tenía escondida en su jardín. Incapaz de arrancar el vehículo, y con la puerta abierta, el agresor volvió a gritar “¡te mato, hijo de puta, te mato, te mato!”. Ante esa amenaza, Cataldo se apartó de la línea de fuego y disparó varias veces hacia el potencial asesino, que murió dentro del auto casi al instante.
“Sentí mucho miedo porque pensé que ese sujeto me iba a matar con el arma que me apuntó. Por eso disparé”, dijo el doctor, que inmediatamente llamó a la policía.
Lo que siguió fue un revuelo nacional. Entre las personas que expresaron su opinión sobre lo ocurrido se encuentra un vecino de Cataldo, que dijo: “La reacción del médico no está bien. Eso le corresponde a la policía. No tiene por qué defenderse por su propia mano. Tampoco creo que sea la manera justa de quitarle la vida a una persona que está equivocada. No me parece que el muchacho debió morir así”.
Es cierto que la función legítima de un gobierno es proteger al individuo; pero ¿qué se supone que debería haber hecho Cataldo ante esa amenaza? ¿Quedarse de brazos cruzados hasta que llegase la policía? ¿Arriesgarse a morir? ¿Por qué estuvo mal dispararle al agresor? Pensar que una víctima no debe defenderse es un error implícito en la opinión del vecino.
“Me duele muchísimo la vida que se perdió”, dijo Cataldo. “Miro a la gente y me dan ganas de agachar la cabeza. Siento mucha vergüenza. Me formé toda la vida para otra cosa”.
Tanto Cataldo como su vecino parecen valorar la muerte como algo intrínsicamente malo, ignorando el contexto y las consecuencias de lo ocurrido. Según ese enfoque, quien mata es malo, y quien muere siempre es la víctima. Pero eso ignora que de hecho hubo un agresor que golpeó a la víctima, intentó robarle el auto y amenazó con matarle, y que la víctima mató en legítima defensa.
Ese es el abordaje correcto y objetivo: evaluar los hechos partiendo de la realidad y usando la razón, incorporando todo el contexto relevante, y siempre considerando que el estándar de valor moral es la vida del hombre.
La consecuencia más trágica de ese erróneo enfoque es que la víctima se sienta avergonzada de lo que hizo. La propia vida es el valor supremo de cada individuo. Lo que la promueve es lo bueno; lo que la amenaza, lo malo. ¿Cómo, entonces, puede ser el defender la propia vida ante una amenaza algo malo, algo de lo que avergonzarse? No lo es; al contrario, es una clara demostración de que la persona valora su propia vida lo suficiente para decirle “no” a quien se atreve a arrebatársela. Es una demostración de auto-estima, y Cataldo debe sentir orgullo, el orgullo de haber defendido su mayor valor.
La medicina es un arma en la guerra contra la muerte, en defensa de la vida. Esta vez Cataldo tuvo que luchar, no en un consultorio o en un hospital, sino en plena calle; el entorno es diferente, pero el fin es el mismo. Y esta vez, felizmente, ganó la vida.
Así que, nada de agachar la cabeza, doctor Cataldo. La frente bien alta.
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Contribución original de Alfredo Nicolini, colaborador de Objetivismo Internacional en Argentina
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