Si queréis que nombre, en una sola frase, lo que está mal en el mundo moderno, diré que nunca antes ha estado el mundo clamando tan desesperadamente por respuestas a problemas cruciales, y nunca antes ha estado el mundo tan frenéticamente empeñado en la creencia de que ninguna respuesta es posible.
Observa la peculiar naturaleza de esa contradicción, y la peculiar atmósfera emocional de nuestra época. Ha habido períodos en la historia en los que los hombres no han conseguido encontrar respuestas porque evadían la existencia de los problemas, pretendiendo que nada los estaba amenazando, y denunciando a cualquiera que hablara de un desastre inminente. Pero esa no es la actitud predominante de nuestra época. Hoy, las voces que proclaman el desastre son un bromuro tan de moda que la gente está hundida en la apatía por su monótona insistencia; pero la ansiedad que hay bajo esa apatía es real. Consciente o subconscientemente, intelectual o emocionalmente, la mayoría de las personas saben hoy que el mundo está en una situación terrible, y que no puede continuar durante mucho tiempo por el camino que va.
La existencia de los problemas es reconocida, pero de nuestros supuestos líderes intelectuales sólo oímos generalidades sin sentido y evasivas vergonzosas. Mires donde mires, sea en publicaciones filosóficas o en revistas intelectuales, o en las editoriales de periódicos o en discursos políticos de cualquiera de los dos partidos, te encontrarás con la misma actitud mental, formada por dos características: rancidez y superficialidad. La gente parece insistir en hablar, y en llevar cuidado para no decir nada. La evasividad, la estupidez, la conformidad gris del ruido intelectual de las expresiones actuales suenan como las voces de hombres que están bajo censura, cuando no existe ninguna censura. Nunca jamás ha habido una época caracterizada por esa combinación tan grotesca de cualidades: desesperación y aburrimiento.
Podrías decir que ese es el cansancio honesto de hombres que han hecho todo lo posible por luchar para encontrar respuestas, y que han fracasado. Pero la dignidad de una resignación honesta (aunque impotente) no es ciertamente la atmósfera emocional de nuestra época. Una resignación honesta no se justificaría o se manifestaría repitiendo los mismos clichés de siempre una y otra vez, y a la que vez fingiendo seguir con la búsqueda. Un hombre que está honestamente convencido de que no puede encontrar respuestas no sentiría la necesidad de fingir que las está buscando.
Podrías decir que la explicación radica en nuestro moderno cinismo, y que la gente no consigue encontrar respuestas porque en realidad les da igual. Es verdad que la gente es cínica hoy, pero eso es meramente un síntoma, no una causa. El cinismo actual tiene una peculiaridad especial: estamos tratando con cínicos a quienes sí les importa, y el repugnante secreto de nuestra época reside en lo que a ellos les importa, en qué es lo que están buscando.
La verdad en cuanto al estado intelectual del mundo moderno, la característica peculiar del Siglo XX que lo distingue de otros períodos de crisis culturales, es el hecho de que lo que la gente está buscando no son respuestas a problemas, sino el alivio de que ninguna respuesta es posible.
Un amigo mío dijo una vez que la actitud de hoy, parafraseando la Biblia, es: «Perdóname, Padre, porque no sé lo que estoy haciendo…, y por favor no me lo digas».
Observa la forma tan escandalosa como los intelectuales modernos están buscando soluciones para los problemas…, y con qué rapidez descartan la existencia de cualquier teoría o idea, pasada o presente, que les da la pista a una solución. Observa que esos relativistas modernos —con sus credos de tolerancia intelectual, de mente abierta, de lo antiabsoluto— se convierten en dogmáticos acérrimos que denuncian a cualquiera que afirme poseer conocimiento. Observa que ellos toleran cualquier cosa excepto la certeza, y que aprueban cualquier cosa excepto los valores. Observa que ellos profesan amar a la humanidad, que babean de pena ante cualquier estudio literario sobre asesinos, dipsómanos, drogadictos y psicópatas, ante cualquier despliegue de la depravación de su objeto amado, y gritan encolerizados cuando alguien se atreve a afirmar que el hombre no es depravado. Observa que profesan estar motivados por la compasión al ver el sufrimiento humano…, y cierran sus oídos con indignación ante cualquier sugerencia de que el hombre no tiene por qué sufrir.
Lo que ves a tu alrededor hoy, entre los intelectuales modernos, es el grotesco espectáculo de atributos como una incertidumbre militante, un cinismo belicoso, un agnosticismo dogmático, una autodegradación arrogante y una depravación hipócrita. Los dos absolutos de los no-absolutistas de hoy son que la ignorancia consiste en alegar conocimiento, y que la inmoralidad consiste en pronunciar juicios morales.
Entonces, ¿por qué querría la gente aferrarse a la convicción de que la destrucción, la oscuridad, la depravación, y el desastre al que estamos abocados son inevitables? Bueno, los psicólogos te dirán que cuando un hombre padece de ansiedad neurótica, él se aferra a cualquier racionalización disponible para explicar el miedo a sí mismo, y se aferra a esa racionalización aunque desafíe la lógica, la razón, la realidad, o cualquier argumento que le asegure que el peligro puede ser evitado. Él no quiere que sea evitado, porque la racionalización le sirve como un velo para ocultar de sí mismo la causa verdadera de su miedo, la causa que él no se atreve a afrontar.
Damas y caballeros, lo que están viendo hoy es la ansiedad neurótica de toda una cultura. La gente no quiere encontrar ninguna respuesta para evitar el peligro en que está: lo único que quiere, lo único que está buscando, es una excusa para gritar: «¡No pude evitarlo!».
Si algunos siglos han sido identificados por sus características dominantes, como la Era de la Razón, o la Era de la Ilustración, la nuestra es la Era de la Culpa.
¿Qué es lo que las personas temen…, y qué es de lo que se sienten culpables?
Ellas temen el conocimiento inadmitido de que su cultura está en quiebra. Se sienten culpables, porque saben que ellas la han llevado a la quiebra, y que les falta coraje para volver a empezar desde cero.
Ellas temen al conocimiento de que han llegado al callejón sin salida de las evasiones tradicionales de todos los siglos detrás de ellas, de que las contradicciones de la civilización occidental les han alcanzado, de que ya no hay concesiones o términos medios que puedan funcionar, y de que la responsabilidad por resolver esas contradicciones tomando una decisión fundamental es de ellas, ahora, hoy. Ellas están tomándose su tiempo para poder evadir el hecho de que tenemos que revisar nuestras premisas básicas o pagar el precio de todas las contradicciones que hay sin resolver, un precio que es: la destrucción.
Los tres valores que los hombres han mantenido durante siglos y que ahora se han colapsado son: el misticismo, el colectivismo y el altruismo. El misticismo —como poder cultural— murió en la época del Renacimiento. El colectivismo —como ideal político— murió en la Segunda Guerra Mundial. En cuanto al altruismo…, nunca ha estado vivo; es el veneno mortal en la sangre de la civilización occidental, y los hombres sólo lo han sobrevivido en la medida en que ni lo creyeron ni lo practicaron. Pero los ha alcanzado, y ese es el asesino que ahora ellos tienen que enfrentar y que derrotar. Esa es la decisión básica que ellos tienen que tomar. Para que cualquier civilización pueda sobrevivir, es la moralidad del altruismo la que los hombres tienen que rechazar.
Algunos de vosotros reconoceréis mis siguientes frases. Sí, esta es una época de crisis moral. Sí, estáis soportando el castigo por vuestra maldad. Vuestro código moral ha alcanzado su clímax, el callejón sin salida al final de su curso. Y si deseáis seguir viviendo, lo que ahora necesitáis no es volver a la moralidad, sino descubrirla.
¿Qué es la moralidad? Es un código de valores para guiar las elecciones y las acciones del hombre, las elecciones que determinan el objetivo y el curso de su vida. Es un código por medio del cual él juzga lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo.
¿Cuál es el código moral del altruismo? El principio básico del altruismo es que el hombre no tiene derecho a existir por sí mismo, que el servicio a los demás es la única justificación de su existencia, y que sacrificarse es su principal deber, virtud y valor moral.
No confundas altruismo con amabilidad, buena voluntad, o respeto por los derechos de otros. Esas no son causas primarias sino consecuencias, las cuales, de hecho, el altruismo hace imposibles. La causa irreducible del altruismo, la base absoluta, es el autosacrificio, lo que significa: la autoinmolación, la abnegación, la negación de uno mismo, la auto-destrucción…, lo que significa: el ego como estándar del mal, y el no-ego como estándar del bien.
No te escondas tras superficialidades como si deberías darle una moneda a un mendigo o no. Esa no es la cuestión. La cuestión es si tienes o no derecho a existir sin dársela. La cuestión es si tienes que seguir comprando tu vida, centavo a centavo, de cualquier mendigo que decida aproximarse a ti. La cuestión es si la necesidad de otros es la primera hipoteca sobre tu vida y el propósito moral de tu existencia. La cuestión es si el hombre debe ser considerado como un animal sacrificable. Cualquier hombre de autoestima responderá: “No.” El altruismo dice: “Sí”.
Hay una frase —una única frase— que puede aniquilar completamente la moralidad del altruismo, y que esa moralidad no puede soportar; la frase es: “¿Por qué?” ¿Por qué debe el hombre vivir por el bien de los demás? ¿Por qué debe ser un animal sacrificable? ¿Por qué es eso el bien? No hay ninguna razón terrenal para eso; y, damas y caballeros, en toda la historia de la filosofía, ninguna razón terrenal ha sido ofrecida jamás.
Es sólo el misticismo lo que les permite a los moralistas salirse con la suya. Siempre fue el misticismo —lo que está fuera de este mundo, lo sobrenatural, lo irracional— el argumento para justificar esa moralidad, o, para ser exactos, para escapar de la necesidad de justificarla. Uno no justifica lo irracional, uno sólo lo acepta por fe. Lo que la mayoría de los moralistas —y unas pocas de sus víctimas— reconocen, es que razón y altruismo son incompatibles. Y esa es la contradicción fundamental de la civilización occidental: razón contra altruismo. Ese es el conflicto que tenía que estallar tarde o temprano.
El verdadero conflicto, por supuesto, es razón contra misticismo. Pero si no fuera por la moralidad altruista, el misticismo habría muerto cuando de hecho murió —en el Renacimiento— y no habría dejado ningún vampiro que embrujara a la cultura occidental. Un «vampiro» es supuestamente una criatura muerta que sale de su tumba sólo por la noche, sólo en la oscuridad, y que chupa la sangre de los vivos. La descripción, aplicada al altruismo, es exacta.
La civilización occidental fue una criatura y un producto de la razón, a la que llegó a través de la antigua Grecia. En todas las otras civilizaciones, la razón siempre ha sido el lacayo servil —la doncella— del misticismo. Puedes observar los resultados. Sólo ha sido la cultura occidental la que ha estado siempre dominada —aunque de forma imperfecta, incompleta y precaria, y a raros intervalos— por la razón. Puedes observar los resultados de eso.
El conflicto de razón contra misticismo es la cuestión de vida o muerte, de libertad o esclavitud, de progreso o de brutalidad estancada. O, dicho de otra forma, es el conflicto de consciencia contra inconsciencia.
Definamos nuestros términos. ¿Qué es la razón? La razón es la facultad que percibe, identifica e integra el material provisto por los sentidos del hombre. La razón integra las percepciones del hombre al ir formando abstracciones o concepciones, de esa forma elevando el conocimiento del hombre, desde el nivel perceptual, que él comparte con los animales, hasta el nivel conceptual, al que sólo él puede llegar. El método que la razón utiliza en ese proceso es la lógica, y la lógica es el arte de la identificación no contradictoria.
¿Qué es misticismo? Misticismo es aceptar alegaciones sin evidencia o sin prueba, o bien fuera de, o bien contra la evidencia de los sentidos de uno y contra la razón de uno. Misticismo es afirmar poseer algún medio de conocimiento que no es sensorial, no es racional, no es definible y no es identificable, medios tales como «instinto», «intuición», «revelación», o cualquier otra forma de «simplemente conocer».
La razón es la percepción de la realidad, y se basa en un único axioma: la ley de identidad.
Misticismo es alegar estar percibiendo alguna otra realidad —una realidad diferente a esta en la que vivimos— cuya única definición es que no es natural, que es sobrenatural, y que puede ser percibida sólo por algún tipo de medios antinaturales o sobrenaturales.
Tú te das cuenta, por supuesto, de que la epistemología —la teoría del conocimiento— es la rama más compleja de la filosofía, y de que no puede ser explicada exhaustivamente en una sola presentación. Así que no intentaré explicarla. Diré solamente que quienes deseen un planteamiento más profundo lo encontrarán en La rebelión de Atlas. Para efectos de esta presentación, las definiciones que te he dado contienen la esencia del tema, independientemente de quién sea la teoría, el argumento o la filosofía que tú decidas aceptar.
Repito: la razón es la facultad que percibe, identifica e integra el material provisto por los sentidos del hombre. Misticismo es alegar poseer unos medios de conocimiento no sensoriales.
En la civilización occidental, el período dominado por el misticismo es conocido como la Edad Oscura y la Edad Media. Voy a asumir que conocéis la naturaleza de ese período y el estado de la existencia humana en esas épocas. El Renacimiento acabó con el dominio de los místicos. «Renacimiento» significa «nacer de nuevo». Poca gente se preocupará de recordarte que fue un renacimiento de la razón: de la mente del hombre.
En vista de lo que vino a continuación —principalmente, en vista de la Revolución Industrial— nadie puede ahora considerar a la fe, o a la religión, o a la revelación, o a cualquier otra forma de misticismo, como siendo su guía básica y exclusiva para la existencia; no de la forma como se consideraba en la Edad Media. Eso no significa que el Renacimiento haya convertido automáticamente a todo el mundo a la racionalidad; nada de eso. Significa solamente que mientras haya un automóvil, un rascacielos o un ejemplar de la Lógica de Aristóteles en existencia, nadie tendrá cómo generar en los hombres esperanza, ansia y entusiasmo diciéndoles que tiren su mente a la basura y pasen a depender de la fe mística. Por eso dije que el misticismo, como poder cultural, está muerto. Observa que en el intento de reavivar el misticismo hoy, no es a la vida, a la esperanza y a la alegría a lo que los místicos apelan, sino al miedo, a la fatalidad y a la desesperación. «Abandona; tu mente es impotente, la vida es sólo una trinchera», no es una consigna que pueda revivir a una cultura.
Ahora, si me pides que nombre a la persona más responsable por el actual estado del mundo, al hombre cuya influencia casi ha conseguido destruir los logros del Renacimiento, yo nombraré a Immanuel Kant. Él fue el filósofo que salvó a la moralidad del altruismo, y que sabía de qué tenía que ser salvada: de la razón.
Esto no es una mera hipótesis. Es un hecho histórico conocido que la intención y el objetivo de Kant en filosofía fue rescatar a la moralidad del altruismo, la cual no podría sobrevivir sin una base mística. Su metafísica y su epistemología fueron concebidas para ese objetivo. Por supuesto, Kant no se declaró públicamente como siendo un místico (pocos lo han hecho desde el Renacimiento). Se declaró a sí mismo como siendo un campeón de la razón…, de la razón «pura».
Hay dos formas de destruir el poder de un concepto: una, por un ataque directo en una discusión abierta; la otra, subvirtiéndolo desde dentro, es decir: minando el significado del concepto, construyendo un hombre de paja y luego refutándolo. Kant hizo lo segundo. Él no atacó a la razón; se limitó a montar una versión de lo que es la razón, lo cual hizo que, en comparación, el misticismo pareciera sentido común simple y racional. Él no negó la validez de la razón; meramente afirmó que la razón es «limitada», que nos lleva a contradicciones imposibles, que todo lo que percibimos es una ilusión, y que nunca podemos percibir la realidad o «las cosas como son». Él afirmó, para todos los efectos, que las cosas que percibimos no son reales, porque nosotros las percibimos.
Un «hombre de paja» es una curiosa metáfora para referirnos a un montaje tan enorme, tan pesado y tan elaborado como el sistema de epistemología de Kant. Sin embargo, era eso, un hombre de paja; y las dudas, la incertidumbre y el escepticismo que le siguieron, el escepticismo acerca de la capacidad del hombre para conocer algo alguna vez, no eran, de hecho, aplicables a la consciencia humana, porque no era una consciencia humana lo que el robot de Kant representaba. Pero los filósofos lo aceptaron como tal. Y mientras clamaban que la razón había sido invalidada, no se dieron cuenta de que la razón había sido eliminada por completo de la escena filosófica, y que la facultad sobre la que estaban discutiendo no era la razón.
No, Kant no destruyó la razón; él meramente hizo un trabajo concienzudo para socavarla, como nadie podría haberlo hecho jamás.
Si rastreas las raíces de todas nuestras filosofías actuales —como el pragmatismo, el positivismo lógico, y todas las demás filosofías neomísticas que anuncian alegremente que no puedes demostrar que tú existes— encontrarás que todas ellas nacieron de Kant.
En cuanto a la versión de Kant de la moralidad altruista, él afirmó que se derivaba de la «razón pura», no de la revelación, excepto que se basaba en un instinto especial por el deber, en un «imperativo categórico» que uno «simplemente conoce». Su versión de la moralidad hace que la moralidad cristiana parezca un código de egoísmo sano, alegre y benévolo. El cristianismo sólo le dijo al hombre que amara a su prójimo como a sí mismo; eso no es lo que podemos llamar exactamente racional, pero por lo menos no le prohibe al hombre amarse a sí mismo. Lo que Kant postulaba era un desprendimiento completo, total y abyecto: él mantenía que una acción es moral solamente si la realizas en base a un sentido del deber, y si no obtienes de ella ningún beneficio en absoluto, ni material ni espiritual; si derivas algún beneficio de ella, tu acción deja de ser moral. Esa es la forma más extrema de exigir al hombre que se convierta en un «don nadie», en un místico animalito de las viñetas de tebeos que va por ahí tratando de ser comido por alguien.
Es la versión de Kant del altruismo, la que es generalmente aceptada hoy, aunque no es practicada —¿quién puede practicarla?—, pero es aceptada culpablemente. Es la versión de Kant del altruismo la que las personas que nunca han oído hablar de Kant profesan aceptar cuando equiparan el interés personal con el mal. Es la versión de Kant del altruismo la que opera cada vez que las personas tienen miedo de admitir que están persiguiendo alguna ganancia, algún motivo o placer personal, cada vez que los hombres tienen miedo de confesar que están buscando su propia felicidad, cada vez que los empresarios tienen miedo de decir que están consiguiendo beneficios, cada vez que las víctimas de una dictadura que está creciendo tienen miedo de afirmar sus derechos «egoístas».
El monumento definitivo a Kant y a la moralidad altruista es la Rusia soviética.
Si quieres demostrarte a ti mismo el poder de las ideas —y, concretamente, de la moralidad— la historia intelectual del Siglo XIX sería un buen ejemplo a estudiar. Los mayores acontecimientos y logros sin precedentes e inimaginables estaban ocurriendo delante de los ojos de los hombres…, pero los hombres no los vieron y no entendieron su significado, y siguen sin entenderlos hasta el día de hoy. Estoy hablando de la Revolución Industrial, de los Estados Unidos, y del capitalismo. Por primera vez en la historia, los hombres adquirieron control sobre la naturaleza física y se quitaron de encima el control de unos sobre otros, es decir: los hombres descubrieron la ciencia y la libertad política. La energía creativa, la abundancia, la riqueza, el nivel de vida ascendente para todos los niveles de la población fueron tales que el Siglo XIX los ve como una utopía de ficción, como un deslumbrante estallido de luz en la progresión monótona que fue la mayoría de la historia humana. Si la vida en la Tierra es el estándar de valor de uno, entonces el Siglo XIX hizo avanzar a la humanidad más que todos los siglos anteriores juntos.
¿Alguien valoró eso? ¿Alguien lo valora ahora? ¿Alguien identificó las causas de ese milagro histórico?
Nadie lo hizo y nadie lo ha hecho. ¿Qué los cegó? La moralidad del altruismo.
Voy a explicar eso. Hay, fundamentalmente, sólo dos causas del progreso del Siglo XIX, las mismas dos causas que encontrarás en la raíz de cualquier época feliz, benevolente y progresiva de la historia humana. Una causa es psicológica, la otra es existencial; o: una tiene que ver con la consciencia del hombre; la otra con las condiciones físicas de su existencia. La primera es la razón, la segunda es la libertad. Y cuando digo «libertad», no estoy tomándome ninguna licencia poética, como en «libertad para desear» o «libertad para no tener miedo» o «libertad de la necesidad de ganarse el sustento». Lo que quiero decir es «libertad sin coacción», «libertad sin el dominio de la fuerza física». Lo cual significa: libertad política.
Esas dos —razón y libertad— son corolarios, y su relación es recíproca: cuando los hombres son racionales, la libertad gana; cuando los hombres son libres, la razón gana.
Sus antagonistas son: fe y fuerza. Ellas también son corolarios: cada período de la historia dominado por el misticismo fue un período de estatismo, de dictadura y de tiranía. Mira la Edad Media…, y mira los sistemas políticos de hoy.
El Siglo XIX fue la expresión y el producto final de la tendencia intelectual del Renacimiento y la Era de la Razón, lo cual quiere decir: de una filosofía predominantemente aristotélica. Y, por primera vez en la historia, se creó un sistema económico nuevo, la secuela necesaria de la libertad política, un sistema de libre comercio en un mercado libre: el capitalismo.
No, no fue un capitalismo completo, perfecto, desregulado, totalmente laissez-faire, como debería haber sido. Varios grados de interferencia y de control gubernamental aún quedaron en los Estados Unidos, y eso es lo que llevó a la eventual destrucción del capitalismo. Pero la medida en que ciertos países fueron libres fue la medida exacta de su progreso económico. Los Estados Unidos, el más libre de todos, fue el que más progresó.
Da igual que hubiera sueldos bajos y unas condiciones de vida muy duras durante los primeros años de capitalismo. Fueron todo lo que las economías nacionales en ese momento podían permitirse. El capitalismo no creó la pobreza: la heredó. En comparación con los siglos de hambrunas precapitalistas, las condiciones de vida de los pobres en los primeros años del capitalismo fueron la primera oportunidad de sobrevivir que los pobres jamás habían tenido. Como prueba de ello tenemos el enorme crecimiento de la población europea durante el Siglo XIX: un crecimiento de más del 300%, comparado con el crecimiento anterior de un 3% por siglo.
¿Por qué no fue eso apreciado? ¿Por qué el capitalismo, el verdaderamente magnífico benefactor de la humanidad, no generó nada más que resentimiento, acusaciones y odio, entonces y ahora? ¿Por qué no han parado de disculparse los supuestos defensores del capitalismo, entonces y ahora? Porque, damas y caballeros, capitalismo y altruismo son incompatibles.
Ten eso bien claro y díselo a tus colegas republicanos: el capitalismo y el altruismo no pueden coexistir en el mismo hombre o en la misma sociedad.
Díselo a cualquiera que intente justificar el capitalismo en base al «bien común», o al «bienestar general», o al «servicio a la sociedad», o al beneficio que les trae a los pobres. Todas esas cosas son verdad, pero ellas son los subproductos, las consecuencias secundarias del capitalismo; no son su meta, su objetivo o su justificación moral. La justificación moral del capitalismo es el derecho del hombre a existir por su propio beneficio, ni sacrificándose por otros ni sacrificando a otros por él; es el reconocimiento de que el hombre —cada hombre— es un fin en sí mismo, no un medio para los fines de otros, no un animal sacrificable sirviendo a la necesidad de alguien.
Eso está implícito en la función del capitalismo, pero, hasta ahora, nunca ha sido afirmado expresamente, en términos morales. ¿Por qué no? Porque esa es la base de una moralidad diametralmente opuesta a la moralidad del altruismo que, hasta el día de hoy, la gente tiene miedo de desafiar.
Hay un tipo de elogio, trágico y retorcido, que hacerle a la humanidad en relación a este tema: a pesar de todas sus irracionalidades, incongruencias, hipocresías y evasiones, la mayoría de los hombres no actuarán, en asuntos importantes, sin una sensación de ser moralmente correctos, y no se enfrentarán a la moralidad que han aceptado. Ellos la violarán, la desobedecerán, pero no se opondrán a ella; y cuando la violen, se echarán la culpa a ellos mismos. El poder de la moralidad es el más grande de todos los poderes intelectuales, y la tragedia de la humanidad reside en el hecho de que el malvado código moral que los hombres han aceptado los destruye por medio de lo mejor que hay en ellos.
Mientras el altruismo fuese su ideal moral, los hombres tuvieron que considerar el capitalismo como siendo inmoral; el capitalismo ciertamente no funciona ni puede funcionar bajo el principio del servicio desinteresado y del autosacrificio. Esa fue la razón por la que la mayoría de los intelectuales del Siglo XIX vieron al capitalismo como una necesidad terrenal vulgar, materialista y nada estimulante, y siguieron anhelando su ideal moral de otro mundo. Desde el principio, mientras el capitalismo creaba el esplendor de sus logros, mientras lo creaba en silencio, sin reconocer y sin defender (sin defender moralmente), los intelectuales fueron acercándose en números cada vez mayores a un nuevo sueño: el socialismo.
Como breve ilustración de lo ineficaz que fue la defensa del capitalismo por parte de sus partidarios más famosos, voy a mencionar que los socialistas británicos, los fabianos, fueron predominantemente discípulos y admiradores de John Stuart Mill y de Jeremy Bentham.
Los socialistas tenían un cierto tipo de lógica de su lado: si el sacrificio colectivo de todos a todos es el ideal moral, entonces ellos quisieron llevar ese ideal a la práctica aquí, en este mundo. Los argumentos de que el socialismo ni funcionaría ni podría funcionar no los detuvieron: el altruismo tampoco funcionó jamás, pero eso no hizo que los hombres se pusieran a cuestionarlo. Sólo la razón puede hacer tales cuestionamientos; y la razón, les habían dicho a ellos por todos lados, no tiene nada que ver con la moralidad; la moralidad está fuera del reino de la razón, y ninguna moralidad racional puede ser definida jamás.
Las falacias y las contradicciones en las teorías económicas del socialismo fueron expuestas y refutadas una y otra vez, tanto en el Siglo XIX como en nuestros días. Eso no detuvo ni detiene a nadie: no es cuestión de economía, sino de moralidad. Los intelectuales y los supuestos idealistas estaban decididos a hacer que el socialismo funcionara. ¿Cómo? Por esos medios mágicos que tienen los irracionales: de alguna manera.
No fueron los magnates de grandes empresas, no fueron los sindicatos, no fueron las clases obreras; fueron los intelectuales quienes invirtieron el camino hacia la libertad política y revivieron las doctrinas del Estado tiránico, de un régimen totalitario de gobierno, del derecho del gobierno a controlar las vidas de los ciudadanos como le viniera en gana. Esa vez, no fue en nombre del «derecho divino de los reyes», sino en nombre del derecho divino de las masas. El principio básico fue el mismo: el derecho de hacer cumplir a punta de pistola las doctrinas morales de quienquiera que agarrase el control de la maquinaria del gobierno.
Hay sólo dos formas por las cuales los hombres pueden tratar unos con otros: las armas o la lógica. La fuerza o la persuasión. Los que saben que no pueden ganar por medio de la lógica siempre han recurrido a las armas.
Pues bien, damas y caballeros, los socialistas consiguieron su sueño. Lo consiguieron en el Siglo XX, y lo consiguieron por triplicado, además de muchas copias más calcadas; lo consiguieron en cada variante y en cada forma posible, así que ahora no puede haber error sobre su naturaleza: la Rusia soviética, la Alemania nazi, la Inglaterra socialista.
Ese fue el colapso de la tradición más apreciada de los intelectuales modernos. Fue la Segunda Guerra Mundial la que destruyó el colectivismo como ideal político. Desde luego, la gente sigue repitiendo sus eslóganes, por rutina, por conformidad social y por omisión, pero ya no es una cruzada moral. Es una realidad fea y horrible, y parte de la culpa que sienten los intelectuales modernos es saber que ellos la han creado. Ellos han visto de primera mano el sangriento matadero que una vez habían acogido como un noble experimento: la Rusia soviética. Ellos han visto la Alemania nazi, y saben que «nazi» significa «nacional socialismo». Quizás el peor golpe para ellos, el mayor desencanto, fue la Inglaterra socialista: ahí estaba su sueño literal, un socialismo sin sangre, donde la fuerza no era usada para asesinar, sólo para expropiar; donde las vidas no eran destruidas, sólo eran destruidos los productos, el significado y el futuro de esas vidas; ahí había un país que no se había asesinado, sino que había votado por suicidarse. La mayoría de los intelectuales modernos, incluso los más evasivos, ahora han entendido lo que el socialismo —o cualquier forma de colectivismo político y económico— realmente significa.
Hoy, la mecánica defensa del colectivismo que hacen esos intelectuales es tan débil, tan inútil y tan evasiva como la defensa del capitalismo que hacen los supuestos conservadores. El fuego y el fervor moral ya no forman parte de esa defensa. Y cuando oigas a los izquierdistas mascullar que Rusia no es realmente socialista, o que todo fue culpa de Stalin, o que el socialismo nunca tuvo una verdadera oportunidad en Inglaterra, o que lo que ellos apoyan es algo que es diferente de alguna manera…, sabes que estás oyendo las voces de hombres que no tienen absolutamente ningún argumento, de hombres reducidos a alguna ambigua esperanza, algo así como: «de algún modo, mi pandilla lo habría hecho mejor».
El secreto temor de los intelectuales modernos, tanto de izquierdas como de derechas, el terror no admitido que está en la raíz de su ansiedad, lo que todas sus actuales irracionalidades tratan de eludir y de disfrazar, es el conocimiento implícito de que la Rusia soviética es la encarnación total, real, literal y coherente de la moralidad del altruismo, de que Stalin no corrompió un noble ideal, de que esa es la única forma como el altruismo tiene que ser o puede alguna vez ser practicado. Si el servicio y el autosacrificio son un ideal moral, y si el «egoísmo» de la naturaleza humana impide que los hombres se arrojen a los hornos crematorios, no hay ninguna razón —ninguna razón que un moralista místico pueda nombrar— por la cual un dictador no debería forzarles a arrojarse a punta de bayoneta…, por su propio bien, o por el bien de la humanidad, o por el bien de la posteridad, o por el bien del último plan quinquenal del último burócrata. No hay ninguna razón que ellos puedan nombrar para oponerse a cualquier atrocidad. ¿El valor de la vida de un hombre? ¿Su derecho a existir? ¿Su derecho a perseguir su propia felicidad? Esos son conceptos que pertenecen al individualismo y al capitalismo: a la antítesis de la moralidad altruista.
Hace veinte años, los conservadores estaban indecisos, evasivos, moralmente desarmados ante la agresiva rectitud moral autoproclamada de los izquierdistas. Hoy, ambos están indecisos, evasivos y moralmente desarmados ante la agresividad de los comunistas. Ya no es una agresividad moral, es la simple agresividad de un matón; pero lo que desarma a los intelectuales modernos es ser secretamente conscientes de que un matón es el producto inevitable, el final y el único resultado de su preciada moralidad.
He dicho que fe y fuerza son corolarios, y que el misticismo siempre conducirá al imperio de la brutalidad. La causa de que así sea está implícita en la naturaleza misma del misticismo. La razón es el único medio objetivo de comunicación y de entendimiento entre los hombres; cuando los hombres tratan unos con otros por medio de la razón, la realidad es su estándar y su marco de referencia objetivo. Pero cuando los hombres alegan poseer medios sobrenaturales de conocimiento, ninguna persuasión, ninguna comunicación o comprensión es posible. ¿Por qué matamos a los animales salvajes en la selva? Porque ninguna otra forma de lidiar con ellos está a nuestro alcance. Y ese es el estado al que el misticismo reduce a la humanidad: un estado en el que, en caso de desacuerdo, los hombres no tienen más remedio que recurrir a la violencia física. Es más: ningún hombre ni ninguna élite mística puede mantener una sociedad entera subyugada por sus afirmaciones, sus edictos y sus caprichos arbitrarios, sin el uso de la fuerza. Cualquiera que recurra a la fórmula: «Es así porque lo digo yo», tendrá que echar mano de un arma, tarde o temprano. Los comunistas, como todos los materialistas, son neo-místicos: da igual que uno rechace la mente en pro de revelaciones o en pro de reflejos condicionados. La premisa básica y los resultados son los mismos.
Tal es la naturaleza de la maldad que los intelectuales modernos han ayudado a desatar en el mundo…, y tal es la naturaleza de su culpa.
Ahora echemos un vistazo al estado del mundo. Las señales y los síntomas de la Edad Oscura están aumentando de nuevo por todo el mundo. El trabajo de esclavos, las ejecuciones sin juicio previo, las cámaras de tortura, los campos de concentración, las matanzas masivas…, todas las cosas que el capitalismo del Siglo XIX había abolido en el mundo civilizado están siendo traídas de vuelta ahora por el dominio de los neo-místicos.
Mirad el estado de nuestra vida intelectual. En filosofía, el clímax de la versión kantiana de la razón nos ha llevado al punto en el que unos supuestos filósofos, olvidando la existencia de diccionarios y de libros de gramática básica, van por ahí estudiando cuestiones como: «¿Qué queremos decir cuando decimos “La pelota bota”?»; mientras que otros filósofos proclaman que los sustantivos son una ilusión, pero términos como «si…, entonces…», «pero» y «o» tienen un significado filosófico profundo; y mientras que otros tantos juegan con la idea de un «índice de palabras prohibidas» y quieren colocar en él palabras tales como (y cito): «entidad…, esencia…, mente…, materia…, realidad…, cosa».
En psicología, una escuela sostiene que el hombre, por naturaleza, es un autómata indefenso, poseído por la culpa y regido por el instinto, mientras que otra escuela pone reparos diciendo que eso no es verdad, porque no hay ninguna evidencia científica que demuestre que el hombre es consciente.
En literatura, el hombre es presentado como un tullido insensato, viviendo en cubos de basura. En arte, las personas anuncian que ellas no pintan objetos, pintan emociones. En los movimientos juveniles —si así pueden ser llamados— los jóvenes atraen la atención anunciando abiertamente que ellos están «acabados».
El espíritu de todo eso, tanto su causa como su clímax final, está contenido en una cita que voy a leeros. Antes de leerla os diré que en La rebelión de Atlas yo afirmé que el mundo está siendo destruido por el misticismo y el altruismo, los cuales son anti-hombre, anti-mente y anti-vida. Seguro que habéis oído cómo soy acusada de exagerar. Os voy a leer parte de un escrito de un profesor, publicado por un seminario de graduados de una importante universidad.
«Tal vez en el futuro la razón dejará de ser importante. Tal vez para guiarse en tiempos difíciles, la gente no acudirá al pensamiento humano, sino a la capacidad humana para sufrir. No a universidades con sus pensadores, sino a lugares y a gente en peligro, a los reclusos en asilos y en campos de concentración, a los impotentes burócratas que toman decisiones, y a los indefensos soldados en las trincheras; esos serán los que habrán de iluminar el camino del hombre, de reconvertir su conocimiento del desastre en algo creativo. Puede que estemos entrando en una nueva era. Nuestros héroes pueden no ser gigantes intelectuales como Isaac Newton o Albert Einstein, sino víctimas como Anne Frank; ellas serán quienes nos mostrarán un milagro mayor que el pensamiento. Ellas nos enseñarán cómo aguantar, cómo crear bondad en medio de la maldad, y cómo nutrir al amor en presencia de la muerte. Si eso ocurriera, sin embargo, la universidad aún tendría su lugar. Incluso el hombre intelectual puede ser un ejemplo de sufrimiento creativo».
Observa que nosotros no hemos de cuestionar a «los impotentes burócratas que toman decisiones», que no hemos de descubrir que ellos son la causa de los campos de concentración, de las trincheras, y de víctimas como Anne Frank; que nosotros no hemos de ayudar a esas víctimas, meramente hemos de sufrir y de aprender a sufrir aún más; que nosotros no podemos evitarlo, que los impotentes burócratas no pueden evitarlo, nadie puede evitarlo; los reclusos de los asilos nos guiarán, no los gigantes intelectuales; el sufrimiento es el valor supremo, no la razón.
Eso, damas y caballeros, es bancarrota cultural.
Puesto que «desafío» es vuestro eslogan, diré que si estáis buscando un desafío, estáis enfrentando el mayor de la historia. Una revolución moral es la más difícil, la más exigente, la forma más radical de rebelión, pero esa es la tarea que hay que realizar hoy, si decides aceptarla. Cuando digo «radical», lo hago en su sentido literal y más honroso: fundamental. La civilización no tiene que perecer. Los brutos están ganando sólo por omisión. Pero para luchar contra ellos hasta el fin y con total rectitud, es la moralidad altruista lo que tenéis que rechazar.
Ahora bien, si queréis saber lo que mi filosofía, Objetivismo, os ofrece, os daré una breve indicación. No intentaré, en una sola conferencia, presentar toda mi filosofía. Me limitaré a indicaros lo que quiero decir con una moralidad racional de interés propio, lo que quiero decir por lo contrario de altruismo, el tipo de moralidad que es posible para el hombre, y por qué. Como preámbulo os recordaré que la mayoría de los filósofos —especialmente la mayoría de ellos hoy día— siempre han afirmado que la moralidad está fuera del campo de la razón, que ninguna moralidad racional puede ser definida, y que el hombre no tiene necesidad práctica de moralidad. La moralidad, afirman ellos, no es una necesidad de la existencia del hombre, sino sólo algún tipo de lujo místico o de antojo social arbitrario; de hecho, afirman ellos, nadie puede demostrar por qué deberíamos ser morales, para empezar: dentro de la razón, afirman ellos, no hay razón para ser moral.
No puedo resumir para vosotros la esencia y el fundamento de mi moralidad mejor que lo hice en La rebelión de Atlas. Así que, en vez de tratar de parafrasearlo, os leeré los pasajes de La rebelión de Atlas que tienen que ver con la naturaleza, el fundamento, y la prueba de mi moralidad.
«La mente del hombre es su herramienta básica de supervivencia. La vida se le da, la supervivencia no. Su cuerpo se le da, el sustento de éste no. Su mente se le da, el contenido de ésta no. Para seguir vivo, el hombre ha de actuar, y, antes de poder actuar, tiene que conocer la naturaleza y el propósito de su acción. No puede obtener su alimento sin un conocimiento de lo que es alimento y de la forma de obtenerlo. No puede cavar una zanja o construir un ciclotrón sin tener conocimiento de su objetivo y de los medios para conseguirlo. Para permanecer vivo, tiene que pensar.
»Pero pensar es un acto de elección. La clave de lo que tan frívolamente llamáis “la naturaleza humana”, el secreto a voces con el que vivís pero que teméis nombrar, es el hecho de que el hombre es un ser de consciencia volitiva. La razón no funciona automáticamente; pensar no es un proceso mecánico; las conexiones de lógica no se hacen por instinto. La función de tu estómago, de tus pulmones o de tu corazón es automática, la función de tu mente no lo es. En cualquier hora y circunstancia de tu vida eres libre de pensar o de evadir ese esfuerzo. Pero no eres libre de escapar de tu naturaleza, del hecho de que la razón es tu medio de supervivencia, así que, para ti, que eres un ser humano, la cuestión “ser o no ser” es la cuestión “pensar o no pensar”.
»Un ser de consciencia volitiva no posee un curso automático de conducta. Necesita un código de valores que guíe sus acciones. “Valor” es lo que uno actúa para obtener y/o conservar, “virtud” es la acción por la cual uno lo obtiene y lo conserva. “Valor” presupone una respuesta a la pregunta: ¿de valor para quién y para qué? “Valor” presupone un estándar, un objetivo, y la necesidad de actuar frente a una alternativa. Donde no hay alternativas no hay valores posibles.
»Sólo hay una alternativa fundamental en el universo: la existencia o la no-existencia, y tiene que ver con una única clase de entidades: con organismos vivos. La existencia de la materia inanimada es incondicional, la existencia de la vida no lo es: depende de un curso específico de acción. La materia es indestructible, cambia sus formas pero no puede cesar de existir. Sólo un organismo vivo enfrenta una constante alternativa: la cuestión de vida o muerte. La vida es un proceso de acción autosustentada y autogenerada. Si un organismo fracasa en esa acción, muere; sus elementos químicos perduran, pero su vida abandona la existencia. Sólo el concepto de “Vida” hace posible el concepto de “Valor”. Sólo para una entidad viva pueden las cosas ser buenas o malas.
»Una planta ha de alimentarse para poder vivir; la luz del sol, el agua, los elementos químicos que necesita son los valores que su naturaleza ha establecido para que lo logre; su vida es la norma, el estándar de valor que rige sus acciones. Pero una planta no tiene opción en cuanto a esa acción; hay alternativas en las condiciones que encuentra, pero no hay alternativa en su función: actúa automáticamente para prolongar su vida, no puede actuar en su propia destrucción.
»Un animal está equipado para sustentar su vida; sus sentidos le proporcionan un código automático de acción, un conocimiento automático de lo que es bueno o malo para él. No tiene el poder de extender su conocimiento ni de evadirlo. En circunstancias donde su conocimiento resulta inadecuado, perece. Pero, mientras siga vivo, actuará basado en su conocimiento, con seguridad automática y sin el poder de elección, incapaz de ignorar su propio bien, incapaz de decidir escoger el mal y actuar como su propio destructor.
»El hombre no tiene un código de supervivencia automático. Su diferencia específica respecto a todas las demás especies vivientes es la necesidad de actuar enfrentando alternativas por medio de una elección volitiva. No tiene un conocimiento automático de lo que es bueno o malo para él, de qué valores depende su vida, qué curso de acción requiere su vida. ¿Habláis entre dientes de un instinto de autopreservación? Un instinto de autopreservación es precisamente lo que el hombre no posee. Un “instinto” es una forma infalible y automática de conocimiento. Un deseo no es un instinto. El deseo de vivir no os da el conocimiento necesario para vivir. E incluso el deseo de vivir del hombre no es automático: vuestra secreta maldad hoy es que ése es el deseo que no albergáis. Vuestro miedo a la muerte no es amor a la vida, y no os dará el conocimiento necesario para conservarla. El hombre ha de obtener su conocimiento y elegir sus acciones a través de un proceso de pensamiento, el cual la naturaleza no le obligará a realizar. El hombre tiene el poder de actuar como su propio destructor…, y es así como ha actuado durante la mayor parte de su historia…
»El hombre ha sido llamado un ser racional, pero la racionalidad es cuestión de elección, y la alternativa que su naturaleza le ofrece es: ser racional o ser un animal suicida. El hombre tiene que ser hombre…, por elección; tiene que mantener su vida como un valor…, por elección; tiene que aprender a sustentarla…, por elección; tiene que descubrir los valores que ella requiere y practicar sus virtudes…, por elección.
»Un código de valores aceptado por elección es un código de moralidad.
»Quienquiera que seas, tú que me estás oyendo, le hablo a lo que aún quede sin corromper en tu interior, a lo que quede de humano, a tu mente, y digo: existe una moralidad de la razón, una moralidad propia para el hombre, y la vida del hombre es su referencia, su estándar de valor.
»Todo lo que es apropiado para la vida de un ser racional es lo bueno; todo lo que la destruye es lo malo.
»La vida del hombre, como requiere su naturaleza, no es la vida de un salvaje insensato, de un rufián saqueador o de un místico gorrón, sino la vida de un ser pensante; no la vida por medio de fuerza o fraude, sino la vida por medio de logros; no la supervivencia a cualquier precio, pues sólo hay un precio que paga por la supervivencia del hombre: la razón.
»La vida del hombre es el estándar de moralidad, pero tu propia vida es tu objetivo. Si la existencia en la Tierra es tu objetivo, debes elegir tus acciones y valores de acuerdo con el estándar de lo que es apropiado para el hombre, a fin de preservar, enriquecer y disfrutar del irremplazable valor que es tu vida».
Eso, damas y caballeros, es lo que Objetivismo os ofrece.
Y cuando toméis vuestra decisión, me gustaría recordaros que la única alternativa para ella es la esclavitud comunista. El término medio es como un elemento radiactivo inestable que puede durar sólo hasta cierto tiempo, y su tiempo se está acabando. No hay más oportunidad para un término medio.
El asunto será decidido, no en el medio, sino entre los dos extremos coherentes. Es Objetivismo o comunismo. Es, o bien una moralidad racional basada en el derecho del hombre a existir, o el altruismo, lo que significa: los campos de trabajos forzados bajo el dominio de amos como los que puedes haber visto en la pantalla de tu televisor el año pasado. Si eso es lo que prefieres, la decisión es tuya.
Pero no tomes esa decisión ciegamente. Vosotros, la joven generación, habéis sido traicionados en la forma más atroz por vuestros mayores, por esos izquierdistas de los años treinta que armaron a la Rusia soviética, y que destruyeron los últimos restos del capitalismo americano. Lo único que ellos pueden ofreceros ahora son trincheras, o ese tipo de actitud sobre «el sufrimiento creativo» que acabo de leeros. Esto es lo único que oiréis de cualquiera de los dos lados: «Abandona antes de empezar. Abandona antes de haberlo intentado». Y para asegurarse de que tú abandones, ni siquiera te dejan saber lo que fue el Siglo XIX. Espero que eso no sea totalmente verdad aquí, pero he conocido a demasiados jóvenes en las universidades que no tienen una idea clara, ni siquiera en los términos más elementales, de lo que el capitalismo realmente es. No os dejan que conozcáis lo que la teoría del capitalismo es, ni cómo funcionó en la práctica, ni cuál fue su verdadera historia.
No abandonéis con demasiada facilidad; no vendáis vuestra vida. Si hacéis un esfuerzo indagando por vosotros mismos, descubriréis que no es necesario abandonar, y que el monstruo supuestamente poderoso que ahora nos está amenazando huirá como una rata a la primera señal de un paso humano.
No es un peligro físico lo que os amenaza, y no son consideraciones militares lo que hacen que nuestros así llamados líderes intelectuales te digan que estamos condenados. Eso es meramente su racionalización. El verdadero peligro es que el comunismo es un enemigo con el que ellos no se atreven a pelear con argumentos morales, y él sólo puede ser combatido con argumentos morales.
Esa es, por lo tanto, la decisión. Piensa en ella. Considera el tema, verifica tus premisas, comprueba la historia pasada, y descubre si es verdad que los hombres nunca pueden ser libres. No es verdad, porque ellos han sido libres. Descubre lo que lo hizo posible. Averígualo por ti mismo. Y luego, si estás convencido —racionalmente convencido— salvemos al mundo juntos. Todavía tenemos tiempo.
Para citar a Galt una vez más, tal es la opción que tienes delante. Que tu mente y tu amor por la existencia decidan.
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Fuentes:
Filosofía: quién la necesita — capítulo 7
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