«De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad»: Esta es la historia de lo que pasó con la Empresa de Motores del Siglo XX – que puso en práctica ese eslógan -, contada por uno de los supervivientes. (Sección de La Rebelión de Atlas)
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Votamos por ese plan en una gran reunión, estando todos presentes, los seis mil que éramos, todos los que trabajábamos en la fábrica. Los herederos Starnes pronunciaron largos discursos, y nada estaba demasiado claro, pero nadie hizo preguntas. Ninguno de nosotros sabía exactamente cómo funcionaría el plan, pero cada uno pensaba que su vecino sí lo sabía. Y si alguien tenía dudas, pues se sentía culpable y mantenía la boca cerrada, porque ellos parecían decir que quien se opusiese al plan era un asesino de niños en su corazón, y menos que un ser humano. Nos dijeron que ese plan conseguiría un noble ideal. Y bueno, ¿cómo íbamos a pensar lo contrario? ¿No habíamos oído decir eso durante todas nuestras vidas, a nuestros padres y a nuestros maestros y a nuestros curas, y en cada periódico que leímos y en cada película y en cada discurso público? ¿No nos habían dicho siempre que eso era lo correcto y lo justo? Bueno, puede que hubiera alguna excusa por lo que hicimos en esa reunión. Aún así, votamos por el plan, y lo que nos trajo lo teníamos merecido. Sabe usted, señora, somos hombres marcados, en cierta forma, todos los que vivimos durante los cuatro años de ese plan en la Empresa de Motores del Siglo XX. ¿Qué se supone que es el infierno? Maldad. . . pura, desnuda y descarada maldad, ¿no? Pues bien, eso es lo que vimos y lo que ayudamos a construir; y creo que estamos condenados, cada uno de nosotros, y quizás nunca seamos perdonados.
¿Sabe cómo funcionó aquel plan, y lo que le hizo a la gente? Intenta verter agua en un recipiente que tiene un tubo de desagüe abajo que lo vacía más deprisa que la viertes, y cada cubo que echas rompe el tubo y lo hace un centímetro más ancho, y cuanto más duro trabajas, más te exigen, y acabas lanzando cubos cuarenta horas semanales, luego cuarenta y ocho, luego cincuenta y seis… para la cena de tu vecino, para la operación de su mujer, para el sarampión de su hijo, para la silla de ruedas de su madre, para la camisa de su tío, para la escuela de su sobrino, para el bebé del vecino, para el bebé que va a nacer, para cualquiera en cualquier sitio a tu alrededor. . . y es suyo a recibir, desde pañales a dentaduras postizas, y tuyo a trabajar, desde el amanecer al anochecer, mes tras mes, año tras año, sin ningún resultado que puedas ver excepto tu propio sudor, sin nada que esperes ver excepto el placer de ellos, durante toda tu vida, sin descanso, sin esperanza, sin fin… De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad…
Somos todos una gran familia, nos dijeron, estamos todos juntos en esto. Pero no estáis todos de pie trabajando con una antorcha de acetileno diez horas diarias, “juntos”, y no tenéis todos un dolor de barriga, “juntos”. ¿Cuál es la capacidad de quién, y qué necesidad de quién va primero? Cuando está todo en una sola olla, no puedes dejar que cada hombre decida cuáles son sus propias necesidades, ¿a que no? Si lo hicieses, él podría clamar que necesita un yate, y si sus emociones son lo único que tienes para guiarte, él podría incluso demostrártelo. ¿Por qué no? Si no es justo que yo tenga un coche hasta haber acabado en el hospital, ganando un coche para cada gandul y cada salvaje en el mundo. . . ¿por qué no puede él exigir un yate de mí también, si aún tengo la capacidad de no haberme desplomado? ¿No? ¿No puede? Entonces, ¿por qué puede él exigir que prescinda de leche en mi café hasta que él haya pintado su sala de estar…? En fin… Pues, en cualquier caso, se decidió que nadie tenía derecho a juzgar su propia necesidad o capacidad. Votamos sobre ello. Sí, señora, votamos sobre ello en una reunión pública dos veces al año. ¿De qué otro modo podría hacerse? ¿Se imagina lo que pasaría en esa reunión? Bastó la primera para descubrir que nos habíamos convertido todos en mendigos, en podridos, gimientes y temblorosos mendigos, todos nosotros, porque ningún hombre podía exigir su paga como una ganancia válida, él no tenía derechos ni ganancias, su trabajo no le pertenecía, le pertenecía a ´la familia´, y ellos no le debían nada a cambio, y la única reivindicación que tenía sobre ellos era su propia ´necesidad´, así que tenía que suplicar en público para que aliviasen sus necesidades, como cualquier vago piojoso, haciendo una lista de sus problemas y miserias, desde sus calzoncillos remendados a los resfriados de su mujer, esperando que ´la familia´ le arrojara las limosnas. Tenía que citar miserias, porque eran miserias, no trabajo, lo que ahora era la moneda del reino; así que todo se volvió una pugna entre seis mil pordioseros, cada uno clamando que su necesidad era peor que la de su hermano. ¿Qué otra cosa se podría hacer? ¿Quiere adivinar lo que ocurrió, qué tipo de hombres se quedaron callados, sintiendo vergüenza, y qué tipo ganaron la lotería?
Pero eso no fue todo. Hubo algo más que descubrimos en esa misma reunión. La producción de la fábrica había caído en un cuarenta por ciento en ese primer semestre, así que se llegó a la conclusión que alguien no había producido ´según su capacidad´. ¿Quién? ¿Cómo podrías saberlo? ´La familia´ votó sobre eso también. Votaron cuáles de los hombres eran los mejores, y esos hombre fueron sentenciados a trabajar horas extra cada noche durante los seis meses siguientes. Horas extra sin paga, porque no te pagaban por tu tiempo y no te pagaban por tu trabajo, sólo por tu necesidad.
¿Tengo que contarle lo que sucedió después, y en qué tipo de criaturas empezamos a convertirnos todos, nosotros quienes una vez habíamos sido humanos? Empezamos a ocultar cualquier capacidad que tuviésemos, a trabajar más despacio, y a cuidarnos como halcones de nunca trabajar más deprisa o mejor que nuestro vecino. ¿Qué otra cosa podríamos hacer, sabiendo que si hiciésemos lo mejor para ´la familia´, no serían gracias o recompensas lo que recibiríamos, sino castigo? Sabíamos que por cada estúpido que echase a perder un grupo de motores y le costase dinero a la empresa – fuese por descuido o por pura incompetencia – seríamos nosotros quienes tendríamos que pagar con nuestras noches y nuestros domingos. Así que hacíamos lo posible para no ser buenos.
Había un joven que empezó, lleno de ilusión ante el noble ideal, un muchacho brillante, sin estudios, pero con una estupenda cabeza sobre sus hombros. El primer año ideó un proceso de trabajo que nos ahorró miles de horas-hombre. Se lo dio a ´la familia´, sin pedir nada a cambio, aunque tampoco podría haberlo hecho, pero él estaba encantado con eso. Era por el ideal, dijo. Pero cuando se encontró votado como uno de los más capaces y sentenciado a trabajar de noche, porque no habíamos extraído lo suficiente de él, cerró su boca y su cerebro. Puede apostar que no se le ocurrió ninguna nueva idea, el segundo año.
¿Qué es lo que siempre nos habían dicho sobre la malvada competencia del sistema del beneficio, en el que los hombres tenían que competir por quién haría un trabajo mejor que sus colegas? Malvada, ¿no era eso? Bueno, tendría que haber visto lo que pasó cuando todos tuvimos que competir entre nosotros para ver quién haría el peor trabajo posible. No hay forma más segura de destruir a un hombre que acorralarle en un sitio donde debe intentar no dar lo mejor de sí, donde tiene que esforzarse en hacer a mal trabajo, día tras día. Eso acabará con él mucho antes que la bebida o el ocio, o ganarse la vida asaltando a otros. Pero no podíamos hacer otra cosa más que fingir incapacidad. La única acusación que temíamos era que sospechasen que éramos capaces. La capacidad era como una hipoteca sobre ti, que nunca podías pagar. Y ¿para qué trabajar? Sabías que tu miseria básica te la darían en cualquier caso, trabajases o no – tu ´asignación para casa y comida´, la llamaban – y por encima de esa miseria podías olvidarte de conseguir algo, no importa cuánto lo intentases. No podías contar con comprarte un traje nuevo al año siguiente; tal vez te dieran una ´asignación para ropa´ o tal vez no, dependiendo de si alguien se rompía una pierna, necesitaba una operación, o daba a luz a más bebés. Y si no había suficiente dinero para trajes nuevos para todos, entonces tú tampoco podrías conseguir el tuyo.
Había un hombre que había trabajado duro toda su vida, porque siempre había querido mandar a su hijo a la universidad. Bien, el chico se graduó en el instituto durante el segundo año del plan, pero ´la familia´ no le dio al padre ninguna ´asignación´ para la universidad. Dijeron que su hijo no podía ir a la universidad hasta que tuviésemos suficiente para mandar a los hijos de todos a la universidad, y que primero teníamos que mandar a los hijos de todos a la escuela secundaria, y ni siquiera teníamos suficiente para eso. El padre murió al año siguiente, en una pelea a navajazos con alguien en un bar, una pelea sobre nada en particular. . . ese tipo de peleas estaban empezando a ocurrir entre nosotros todo el tiempo.
Luego había un señor mayor, un viudo sin familia, que tenía una única afición: discos de música. Imagino que era todo lo que consiguió sacarle a la vida. En otros tiempos solía escatimar comidas sólo para poder comprarse alguna nueva grabación de música clásica. Pues bien, no le dieron ninguna ´asignación´ para discos; ´lujo personal´, lo llamaron. Pero en esa misma reunión, a Millie Bush, la hija de alguien, un niña de ocho años mala y feucha, le votaron un par de brackets de oro para sus dientes torcidos: eso era ´necesidad médica´, porque el psicólogo de turno había dicho que la pobre niña tendría un complejo de inferioridad si sus dientes no se enderezaran. El viejo que amaba la música se dio a la bebida, en vez de eso. Llegó a tal punto que ya no lo veías nunca totalmente consciente. Pero parece que había una cosa que no podía olvidar. Una noche bajó tambaleándose por la calle, vio a Millie Bush, y de un puñetazo le saltó todos los dientes. No le quedó ni uno.
Beber, claro, es a lo que todos nos dedicamos, unos más y otros menos. No pregunte de dónde sacábamos el dinero para eso. Cuando todos los placeres decentes están prohibidos, siempre hay forma de llegar a los podridos. No asaltas un supermercado cuando anochece ni haces de ratero en los bolsillos de tu prójimo para comprar sinfonías clásicas o aparejos de pesca, pero si es para emborracharte del todo y olvidar, entonces sí. ¿Aparejos de pesca? ¿Escopetas de caza? ¿Cámaras fotográficas? ¿Hobbies? No había ninguna ´asignación para diversión´ para nadie.
´Diversión´ fue lo primero que eliminaron. ¿No debes siempre supuestamente avergonzarte de negarte cuando alguien te pide que le des algo, si es algo que te dio placer? Incluso nuestra ´asignación para tabaco´ quedó reducida a dos paquetes de cigarrillos por mes; y eso, nos dijeron, fue porque el dinero tenía que dedicarse al fondo de leche para bebés. Los bebés fueron el único artículo de producción que no se redujo, sino que aumentó y continuó aumentando, porque la gente no tenía otra cosa que hacer, supongo, y porque no les importaba, el bebé no era su carga, era la carga de ´la familia´. De hecho, la mayor posibilidad que tenías de conseguir un aumento y respirar más a fondo por un tiempo era una ´asignación infantil´. O eso, o una enfermedad grave.
No tardamos mucho en darnos cuenta de cómo funcionó todo eso. Cualquier hombre que se cansase de jugar limpio tenía que privarse de todo. Perdía el gusto hacia cualquier placer, odiaba fumarse cinco céntimos de tabaco o mascar una bola de chicle, preocupándose por si alguien tenía más necesidad por esos cinco céntimos. Se sentía avergonzado con cada bocado de comida que tragaba, preguntándose de quién serían las tristes noches o las horas extra que lo habían pagado, sabiendo que su comida no era suya por derecho, miserablemente deseando ser engañado antes que engañar, ser una víctima desangrada pero no una sanguijuela. Él no se casaría, no les ayudaría a sus seres queridos lejanos, no pondría una carga adicional sobre ´la familia´. Además, si le quedase algún sentido de responsabilidad, no podría casarse o traer hijos al mundo, pues no podía planear nada, prometer nada, contar con nada. Pero los desvergonzados y los irresponsables estaban haciendo su agosto. Tenían bebés, causaban problemas a las chicas, llevaban arrastrando a todos los familiares inútiles que tenían por todo el país, a cada hermana soltera embarazada, para conseguir una ´asignación para discapacidad´ adicional, tenían más enfermedades que cualquier médico pudiese negar, destrozaron sus ropas, sus muebles, sus casas. . . ¡qué narices, ´la familia´ estaba pagando poe ello! Encontraron más formas de contraer ´necesidad´ de lo que el resto de nosotros jamás pudiese imaginar; desarrollaron una habilidad especial para eso, y fue la única capacidad que mostraron.
¡Dios nos ayude, señora! ¿Ve usted lo que vimos nosotros? Vimos que nos habían dado una ley por la cual vivir, una ley moral, la llamaban, que castigaba a quienes la observaban, por observarla. Cuanto más tratabas de vivir de acuerdo con ella, más sufrías; cuanto más te la saltabas, mayores recompensas ganabas. La honestidad era como una herramienta puesta a merced de la deshonestidad del vecino. Los honrados pagaban, los deshonestos recogían. El honesto perdía, el deshonesto ganaba. ¿Cuánto tiempo pueden los hombres seguir siendo buenos bajo ese tipo de ley de bondad? Éramos un grupo de gente bastante decente cuando empezamos. No había muchos aprovechados entre nosotros. Conocíamos nuestros trabajos y estábamos orgullosos de ello, y trabajábamos para la mejor fábrica del país, donde el viejo Starnes sólo contrataba a los mejores trabajadores del país. Al cabo de un año de estar bajo el nuevo plan no quedaba ni un solo hombre honesto entre nosotros. Aquello era maldad, el tipo de horror infernal con el que los predicadores solían asustarte, pero que nunca pensaste que verías en vida. No es que el plan favoreciese a unos pocos cabrones, sino que convirtió a gente decente en cabrones, y no había otra cosa que pudiese hacer… ¡y le llamaban un ideal moral!
¿Para qué, supuestamente, querríamos trabajar? ¿Para el amor de nuestros hermanos? ¿Qué hermanos? ¿Para los aprovechados, los sinvergüenzas y los holgazanes que veíamos a todo nuestro alrededor? Y si estaban engañándonos o eran simplemente incompetentes, si no querían o no podían. . . ¿qué más nos daba eso a nosotros? Si estábamos presos de por vida al nivel de su incapacidad, fingida o real, ¿cuánto más tiempo querríamos continuar? No teníamos cómo conocer su capacidad, no teníamos forma de controlar sus necesidades; lo único que sabíamos es que éramos bestias de carga luchando ciegamente en un sitio que era medio hospital, medio almacén. . . un sitio centrado sólo en la discapacidad, el desastre, la enfermedad . . . bestias puestas allí para aliviar lo que fuera que cualquiera decidiese decir que era la necesidad de alguien.
¿Amor por nuestros hermanos? Ahí es cuando aprendimos a odiar a nuestros hermanos por primera vez en nuestras vidas. Empezamos a odiarlos por cada comida que tragaban, por cada pequeño placer que disfrutaban, por la camisa de un hombre, por el sombrero de la mujer de otro, por una excursión con su familia, por una mano de pintura en su casa. . . eso nos era quitado a nosotros, estaba pagado con nuestras privaciones, nuestras renuncias, nuestra hambre. Empezamos a espiarnos unos a otros, cada uno esperando pillar a los otros mintiendo sobre sus necesidades, y así poder reducir su ´asignación´en la próxima reunión. Empezamos a tener chivatos que informaban sobre la gente, que reportaban si alguien había contrabandeado un pavo para su familia algún domingo, pagado con el juego, muy probablemente. Empezamos a metemos en las vidas ajenas. Provocamos peleas familiares para conseguir que expulsaran a los parientes de alguien. Si alguna vez veíamos a alguien empezando a salir en serio con una chica, le hacíamos la vida imposible. Destruimos muchos noviazgos. No queríamos que nadie se casara, no queríamos más dependientes a los que alimentar.
En los viejos tiempos, solíamos celebrar si alguien tenía un bebé, solíamos contribuir y ayudarle con los gastos de hospital, si estaba temporalmente apretado de dinero. Ahora, cuando nacía un bebé, pasábamos semanas enteras sin hablarles a los padres. Los bebés, para nosotros, se habían convertido en lo que las langostas son para los agricultores. En los viejos tiempos solíamos ayudarle a un hombre si tenía una enfermedad seria en su familia. Ahora. . . bueno, le contaré sólo un caso. Era la madre de un hombre que había estado con nosotros quince años. Era una anciana afable, alegre e inteligente, nos conocía a todos por nuestros nombres de pila y a todos nos caía bien. . . nos solía caer bien. Un día se resbaló en la escalera del sótano, se cayó y se rompió la cadera. Sabíamos lo que eso significaba, a su edad. El médico dijo que habría que internarla en una clínica en la ciudad, para someterla a tratamientos caros que llevarían bastante tiempo. La anciana murió la noche antes de ir a la ciudad. Nunca determinaron la causa del fallecimiento. No, no sé si fue asesinada. Nadie dijo eso. Nadie hablaría de eso en absoluto. Lo único que sé es que yo – ¡y esto es lo que no puedo olvidar! – yo también me pillé deseando que muriera. Esa – ¡que Dios nos perdone! – era la hermandad, la seguridad, la abundancia que el plan supuestamente iba a traernos.
¿Había alguna razón para que ese tipo de horror fuese predicado por alguien? ¿Hubo alguien que sacó algún provecho de él? Lo hubo. Los herederos Starnes. Espero que no vaya a recordarme que ellos habían sacrificado una fortuna y nos habían entregado la fábrica a nosotros como regalo. Nos engañaron con eso, también. Sí, ellos entregaron la fábrica. Pero el beneficio, señora, depende de aquello que uno esté queriendo conseguir. Y lo que los Starnes querían, no hay dinero en la Tierra que pudiese comprarlo. El dinero es demasiado limpio e inocente para eso.
Eric Starnes, el más joven, él era una medusa que no tenía agallas para buscar algo específico. Consiguió que le votasen Director del Departamento de Relaciones Públicas, lo cual no resultó en nada, excepto que tenía un equipo para ese no hacer nada, y así no tener que molestarse holgazaneando por la oficina. La paga que recibió – bueno, no debería llamarlo ´paga´, ninguno de nosotros era ´pagado´ – las limosnas que le votaron fueron relativamente modestas, unas diez veces más que a mí, pero eso no era riqueza. A Eric no le importaba el dinero: no habría sabido qué hacer con él. Se pasaba el tiempo pajareando entre nosotros, mostrándonos lo simpático que era, y lo democrático. Quería ser amado, por lo visto. Su forma de conseguirlo era recordarnos todo el tiempo que él nos había dado la fábrica a nosotros. No podíamos soportarlo.
Gerald Starnes era nuestro Director de Producción. Nunca supimos exactamente cuál había sido el tamaño de sus mordidas: de sus limosnas. Habría sido necesario un equipo de contables para averiguar eso, y un equipo de ingenieros para seguirle la pista al modo en que todo ese dinero fue encauzado, directa o indirectamente, a su oficina. Nada de eso era supuestamente para él, eran todo gastos de empresa. Gerald tenía tres automóviles, cuatro secretarias, cinco teléfonos, y solía montar fiestas a base de champaña y caviar que ningún pez gordo de los negocios que pagara impuestos podría haberse permitido. Gastó más dinero en un año que los beneficios que su padre había generado en sus dos últimos años de vida. Vimos un montón de cincuenta kilos – cincuenta kilos, los pesamos – de revistas en la oficina de Gerald, llenas de historias sobre nuestra empresa y nuestro noble plan, con grandes fotos de Gerald Starnes, llamándole un gran cruzado social. A Gerald le gustaba llegar a los talleres por la noche, vestido con sus ropas más elegantes, luciendo gemelos de brillantes del tamaño de una moneda, y desparramando cenizas de su cigarro por todos lados. Cualquier vulgar presumido que no tiene otra cosa que exhibir más que su dinero ya es bastante desagradable; pero al menos él no se chulea de que el dinero sea suyo, y eres libre de mirarle o no, como quieras, y en general no lo haces. Pero cuando un cabrón como Gerald Starnes se exhibe de ese modo y no para de decir que a él no le importan las riquezas materiales, que sólo está sirviendo a ´la familia´, que todo ese lujo no es para él, sino para nosotros y para el bien común, porque es necesario mantener el prestigio de la compañía y del noble plan a los ojos del público. . . ahí es cuando aprendes a odiar a una criatura como jamás habías odiado a ningún humano.
Pero su hermana Ivy era peor. A ella realmente no le importaba la riqueza material. Las limosnas que recibía no eran mucho mayores que las nuestras, y ella iba por ahí con zapatos planos y simples faldas y camisas, sólo para demostrar lo desapegada que era. Ella era nuestro Director de Distribución. Era la dama encargada de nuestras necesidades. Era la que nos tenía agarrados por la garganta. Por supuesto, la distribución supuestamente iba a ser decida por el voto, por la voz del pueblo. Pero cuando el pueblo son seis mil voces berreantes, tratando de decidir sin rasero ni medida, cuando no existen reglas de juego y cada uno puede exigir lo que se le ocurra, pero no tiene derecho a nada, cuando todo el mundo tiene poder sobre la vida de todo el mundo, excepto la suya propia. . . entonces resulta, como ocurrió, que la voz del pueblo es Ivy Starnes. Al finalizar el segundo año, abandonamos la farsa de ´reuniones de familia´ – en nombre de una ´eficiencia de producción y economía de tiempo´, una reunión solía durar diez días – y todas las solicitudes de necesidad eran simplemente enviadas a la oficina de la Sra. Starnes. No, enviadas no. Tenían que ser recitadas delante de ella personalmente por cada solicitante. Entonces ella hacía una lista de distribución, que nos leía para que votáramos nuestra aprobación en una reunión que duraba tres cuartos de hora. Siempre votábamos aprobación. Había un período de diez minutos en la agenda para discusiones y objeciones. No teníamos objeciones. Para entonces ya sabíamos que no valía la pena. Nadie puede dividir los ingresos de una fábrica entre miles de obreros, sin algún tipo de criterio o de norma para medir el valor de la gente. Su criterio era el de hacerle la pelotilla. ¿Desprendida? En los tiempos de su padre, todo el dinero de él no le habría excusado a dirigirse al peor de sus empleados como ella se dirigía a nuestros más hábiles trabajadores y a sus esposas. Ella tenía ojos pálidos que parecían sospechosos, fríos y muertos como los de un pez. Y si usted quiere ver la pura maldad, debería haber visto cómo brillaban sus ojos cuando veía a algún hombre respondiéndole, al oír su nombre en la lista de quienes no iban a recibir nada por encima de las migajas básicas. Y al verlos, veías el verdadero objetivo de cualquier persona que jamás haya predicado el slogan: ´De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad´.
Ese era todo su secreto. Al principio, yo no cesaba de preguntarme cómo era posible que los hombres del mundo educados, justos y famosos pudiesen cometer un error de ese tamaño, y predicar, como buena, tamaña abominación. . . cuando cinco minutos de eso les habría dicho qué pasaría si alguien intentase practicar lo que predicaban. Ahora sé que no obraron así por algún tipo de error. Errores de ese tamaño nunca se cometen inocentemente. Si los hombres caen en alguna forma de locura malvada, cuando no tienen cómo hacerla funcionar ni razón posible para su decisión, entonces es porque tienen una razón y no quieren decirla. Y nosotros no fuimos tan inocentes tampoco cuando votamos a favor del plan en aquella primera reunión. No lo hicimos sólo porque creyésemos que la asquerosa basura que vomitaban fuese buena. Teníamos otra razón, pero la basura nos ayudó a ocultarla de nuestros vecinos y de nosotros mismos. La basura nos dio la posibilidad de hacer pasar por virtud algo que estaríamos avergonzados de admitir. No había ningún hombre votando por ella que no pensase que bajo un montaje de ese tipo él se apoderaría de los beneficios de los hombre más capaces que él. No había ningún hombre lo suficientemente rico y listo que no pensase que había alguien más rico y más listo, y que ese plan le daría a él una parte de la riqueza y del cerebro de su mejor. Pero mientras pensaba en que él conseguiría beneficios inmerecidos de los hombres arriba, se olvidó de los hombres abajo que conseguirían beneficios inmerecidos también. Se olvidó de todos sus inferiores, que se apresurarían a explotarle igual que él pensaba explotar a sus superiores. El obrero a quien le gustaba la idea de que su necesidad le daba derecho a un limousine como el de su jefe, se olvidó de que todos los pordioseros y vagabundos de la Tierra aparecerían bramando que su necesidad les daba derecho a ellos a una nevera como la suya. Ese fue nuestro verdadero motivo cuando votamos – esa es la pura verdad – pero no nos gustaba pensarlo, así que cuanto menos nos gustaba, más fuerte gritábamos sobre nuestro amor por el bien común.
Pues conseguimos lo que queríamos. Y cuando vimos qué era lo que queríamos, era demasiado tarde. Estábamos atrapados, sin ningún sitio donde ir. Los mejores hombres de entre nosotros se fueron de la fábrica la primera semana del plan. Perdimos nuestros mejores ingenieros, superintendentes, capataces y obreros especializados. Un hombre que se auto-respeta no se vuelve una vaca lechera para nadie. Algunos tipos capaces intentaron aguantar, pero no consiguieron hacerlo durante mucho tiempo. Seguimos perdiendo a nuestros hombres, seguían escapando de la fábrica como si fuese un núcleo de infección, hasta que los únicos que quedaron fueron los hombres de necesidad, pero ninguno de los hombres de capacidad.
Y los pocos que aún teníamos algo de bueno, pero que nos quedamos, éramos sólo quienes habíamos estado allí demasiado tiempo. En los viejos tiempos, nadie se iba jamás de la Empresa de Motores del Siglo XX, y de alguna forma, no conseguimos hacernos a la idea de que había desaparecido. Después de un tiempo ya no pudimos irnos, porque ningún otro empresario nos admitiría, y no puedo criticarles por eso. Nadie quería tratar con nosotros de ninguna manera, ninguna persona o empresa que se apreciase. Todas las pequeñas empresas con las que hacíamos negocios empezaron a abandonar Starnesville a toda prisa, hasta que nos quedaron sólo bares, salas de juego, y sinvergüenzas que nos vendían bazofia a precios abusivos. Las limosnas que recibíamos fueron cayendo, pero nuestro coste de vida aumentó. La lista de los necesitados de la fábrica se fue alargando, pero la lista de sus clientes se encogió. Había cada vez menos ingresos a dividir entre más y más gente. En los viejos tiempos se solía decir que la marca registrada de la Motores del Siglo XX era tan buena como la marca de carates en oro. No sé qué pensarían los herederos Starnes, si es que pensaban algo; pero supongo que, como todos los planificadores sociales y como los salvajes, pensaban que esa marca registrada era un sello mágico que lo resolvería todo por medio de algún tipo de poder vudú, y que los mantendría ricos, igual que había mantenido a su padre. Pues bueno, cuando nuestros clientes empezaron a ver que nunca servíamos un pedido a tiempo y que nunca fabricábamos un motor que no tuviese algún fallo, ese sello mágico como emblema empezó a funcionar a la inversa: la gente no aceptaría un motor ni regalado, si llevaba la marca Motores del Siglo XX. Y llegó al punto de que nuestros únicos clientes eran los que nunca pagaban ni jamás tuvieron intención de pagar sus facturas. Pero Gerald Starnes, drogado por su propia publicidad, se enfadó y empezó a ir por ahí, con aire de superioridad moral, exigiendo que los empresarios nos pasaran pedidos, no porque nuestros motores fueran buenos, sino porque necesitábamos esos pedidos urgentemente.
Para ese entonces, cualquier tonto del pueblo podía ver lo que generaciones de profesores fingieron no percibir. ¿Qué beneficio podría reportarle nuestra necesidad a una central eléctrica cuando sus generadores se detuvieran por causa de nuestros motores defectuosos? ¿Cómo se beneficiaría un hombre tendido en un quirófano cuando de pronto se fuera la luz? ¿Cómo se beneficiaría el pasajero de un avión cuando el motor fallara en pleno vuelo? Y si compraran nuestro producto, no por su mérito, sino por causa de nuestra necesidad, ¿sería eso lo bueno, lo correcto, la acción moral a tomar por el dueño de la central eléctrica, por el cirujano en ese hospital, por el fabricante de ese avión?
Y, sin embargo, esa era la ley que profesores, líderes y pensadores habían querido imponer en todo el mundo. Si eso es lo que le hacía a una pequeña ciudad donde todos nos conocíamos, ¿te imaginas lo que haría a escala mundial? ¿Puedes imaginar lo que pasaría si tuvieras que vivir y trabajar estando conectado a todos los desastres y a todas las calamidades del globo? Trabajar, y cuando fallasen los hombres en cualquier lugar, ser tú quien tuviera que compensar por ello. Trabajar, sin posibilidad de progresar, con tus comidas y tus ropas y tu casa y tu placer dependiendo de cualquier estafa, de cualquier hambruna, de cualquier pestilencia en cualquier lugar del mundo. Trabajar, sin posibilidad de una ración extra, hasta que los camboyanos hayan sido alimentados y los patagónicos hayan sido mandados a la universidad. Trabajar, con un cheque en blanco en la mano de cada criatura nacida, de hombres que nunca verás, cuyas necesidades nunca conocerás, cuya capacidad, pereza, falta de rigor o mala fe no tienes forma de saber ni derecho a cuestionar, sólo trabajar, trabajar y trabajar, y dejar que sean las Ivys y los Geralds del mundo quienes decidan de quién serán los estómagos que consuman el esfuerzo, los sueños, y los días de tu vida. ¿Y esa es la ley moral que hay que aceptar? Eso, ¿un ideal moral?
Bueno, lo probamos, y aprendimos. Nuestra agonía duró cuatro años, desde la primera reunión hasta la última, y todo terminó de la única forma que podía terminar: en bancarrota. En la última reunión, Ivy Starnes fue la que intentó oponerse. Pronunció un discursito corto, desagradable y agresivo en el que dijo que el plan había fracasado porque el resto del país no lo había aceptado, que una sola comunidad no podía tener éxito en medio de un mundo egoísta y codicioso; que el plan era un noble ideal, pero que la naturaleza humana no estaba a la altura. Un joven – el mismo que había sido castigado por darnos una idea útil durante el primer año – se levantó, mientras todos seguíamos sentados en silencio, y se fue andando directamente hacia Ivy Starnes en el estrado. No dijo nada. Le escupió en la cara. Y así acabó el noble plan de la Empresa de Motores del Siglo XX.
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<<< Traducción: Objetivismo.org >>>
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Fuentes:
Sección de La Rebelión de Atlas, Parte II, capítulo 10
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Esto es increible como un libro puede describir a venezuela…