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La virtud como lo práctico – OPAR [9-1]

Capítulo 9: Felicidad

La virtud como lo práctico [9-1]

Objectivism: The Philosophy of Ayn Rand
(«OPAR») por Leonard Peikoff
Traducido por Domingo García
Presidente de Objetivismo Internacional

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El concepto de «práctico» no está restringido al campo de la ética. Significa adaptar medios a metas, en cualquier campo. Si el conocimiento es la meta de uno, entonces observar es práctico, rezar no lo es. Si conquistar el tifus es la meta, entonces la inmunización es práctica, tocar tambores en la jungla no lo es. Si la eficacia humana es la meta, la rueda o el ordenador son inventos útiles, una máquina de movimiento perpetuo no lo es.

Lo «práctico» es lo que alcanza o fomenta un resultado deseado. Dado que el concepto denota un tipo de evaluación positiva, presupone un estándar de valor. El estándar lo determina el resultado que se persigue.

Por extensión, uno puede describir a un hombre como práctico si las acciones que emprende le ayudan a lograr sus objetivos. Un hombre es impráctico, por el contrario, si sus acciones hacen que fracase en su empeño.

Los códigos morales también pueden ser calificados como prácticos o imprácticos. La mayoría de los que le han sido ofrecidos a la raza humana son imprácticos. Son códigos que prescriben fines y/o medios que colisionan con los requisitos de la vida del hombre. En la medida en que los hombres obedecen dichos códigos, son conducidos a la contradicción, la frustración, el fracaso; la esencia de su fracaso es su incapacidad de comerse su vida y mantenerla al mismo tiempo. El ejemplo más flagrante es la teoría del altruismo. Si el principio rector de las acciones de uno es el sacrificio – primero valorar un objeto, y acto seguido renunciar a él – entonces el enfoque de uno al campo de la elección consagra la antítesis de lo práctico; lo que ensalza y garantiza es la pérdida de los valores. Ese tipo de vida lleva a la derrota.

A pesar de las nociones que defienden, los hombres de Occidente continúan estando influenciados por los remanentes sin identificar de un patrimonio (aristotélico) mejor. Las personas en el mundo civilizado siguen queriendo vivir, prosperar, ser felices. De acuerdo con este estándar, la ética, la ética que ellos oficialmente profesan, es imposible. De ahí la aceptación universal de una desastrosa idea, asumida hoy como algo obvio: la idea de que hay una colisión inherente entre lo moral y lo práctico.

Según esta idea, cada hombre enfrenta una alternativa básica: dedicarse a lo bueno, lo justo, lo noble, ser un «idealista» – en cuyo caso debe ser espiritual, utópico, condenado a la derrota – o perseguir el éxito, la precaución, lo que funciona, ser un «realista» – en cuyo caso debe abandonar los ideales, los absolutos, y los principios morales. (En filosofía, el platonismo recomienda la primera de estas opciones, el pragmatismo recomienda la segunda). La alternativa es: sé bueno sin ningún objetivo terrenal, o persigue metas mientras ignoras los medios necesarios. En otras palabras: comprométete a virtudes o a valores – a causas o a efectos – a la ética o a la vida.

Objetivismo rechaza totalmente esa dicotomía. 2

El concepto de lo bueno que tiene un hombre moral, mantenemos, es su estándar fundamental de lo que es práctico. Tal hombre no experimenta ningún conflicto entre lo que piensa que debe perseguir (la auto-preservación) y lo que quiere perseguir. Él define todas sus metas, tanto las fundamentales como las secundarias, haciendo referencia a la realidad. Como resultado, persigue sólo objetivos que pueden ser alcanzados por el hombre, que son compatibles entre sí, y que son posibles para él; él usa su mente para descubrir los medios (incluyendo los principios) necesarios para alcanzar esas metas; y aplica su conocimiento en acción, rehusándose a evadir lo que sabe, a ir a la deriva sin objetivos, o a sacrificar sus intereses. Esta, según la visión de Ayn Rand, es la descripción de la nobleza humana. ¿Qué otras políticas podría requerir lo práctico?

En el enfoque Objetivista, la virtud es (por definición) el medio para valorar. La noción de que existe una dicotomía entre virtud y practicidad es, por lo tanto, absurda. Perseguir metas racionales a través de medios racionales es la única forma de lidiar con éxito con la realidad y conseguir los objetivos de uno. Ser moral, en la definición Objetivista, es ser práctico, y esa es la única forma de ser práctico.

Esto no significa que el éxito esté garantizado para un Objetivista concienzudo. Ninguna filosofía puede alterar el hecho metafísicamente dado de que el hombre no es omnisciente ni omnipotente. Independientemente de la virtud de una persona, ella puede fracasar en cualquier proyecto (o incluso morir) por un simple error. Un piloto que va por el camino errado puede ser concienzudo y honesto, pero esas cualidades no apuntarán automáticamente su avión en la dirección correcta. La racionalidad es una virtud porque la acción exige conocimiento. Si uno no adquiere el conocimiento necesario, entonces no puede evitar sufrir las consecuencias, aunque uno no sea moralmente deficiente en ningún sentido.

Además de los errores de conocimiento, uno también debe hacerle frente al elemento de otros hombres. Si el objetivo de uno en cualquier proyecto requiere la cooperación de otros, entonces su propia virtud (o su conocimiento) no puede asegurar el éxito. Las ideas, la motivación, las habilidades, los rasgos de carácter que necesita en los demás dependerán de las elecciones de ellos, no de las de él. Un individuo en una sociedad libre es libre de ir en busca de la clase de hombres que quiere, o de intentar persuadir a otros para que compartan sus ideas. Pero ningún acto de persuasión, por muy habilidoso que sea, puede anular la volición humana. No puedes cambiar la mente de un hombre sin su consentimiento.

Luego está el elemento de accidentes. Es posible, sin que sea culpa de nadie, que los hombres se encuentren con enfermedades, terremotos, accidentes de avión y cosas por el estilo, los cuales pueden acabar con la vida de un individuo prematuramente o hacer que fracase en cualquier empeño concreto. Una acción humana correcta puede reducir enormemente el poder de los accidentes (como muestra tenemos la capacidad de la medicina moderna y de la tecnología de prevenir o lidiar con enfermedades y desastres). Pero eso no quiere decir que los accidentes puedan ser eliminados.

No hay ningún supervisor cósmico que tome nota de la virtud y la corone con el éxito. Y tampoco es una injusticia por parte de la realidad; es una expresión de causalidad e identidad: de causalidad, en que ciertas causas conducen a ciertos efectos, los desee uno o no; de identidad, en que el hombre, como cualquier otro existente, es limitado. Los conceptos de «justicia» e «injusticia» no se aplican al universo o a formas inferiores de vida. Se aplican solamente a ciertas decisiones y acciones de los seres humanos.

La virtud no queda recompensada automáticamente, pero eso no altera el hecho de que queda recompensada. La virtud minimiza los riesgos inherentes en la vida y aumenta las posibilidades de éxito. La moralidad le enseña a uno cómo conseguir y usar el poder total de la mente de uno, cómo elegir a los asociados de uno, cómo organizar una sociedad para que los mejores entre los hombres suban a la cima. Le enseña a uno cómo salvaguardar la vida y la integridad física en principio, y por lo tanto, cómo protegerla contra todos los peligros que pueden ser previstos. Esto no les da a los hombres omnipotencia; lo que les da es los medios para prevenir, mitigar o contrarrestar innumerables males que de otra manera serían intratables.

En el contexto de una discusión ética, la evaluación de un curso de acción como «práctico» o «impráctico» puede tener en cuenta solamente los asuntos que recaen bajo la elección de un hombre. La cuestión es: en esos asuntos, ¿está actuando él de acuerdo con los principios necesarios para alcanzar valores, o está introduciendo una brecha entre su mente y la realidad? En el primer caso, él y la ética siguen mereciendo el galardón de «prácticos»; en el segundo caso, ni él ni ella lo merecen. En este sentido podemos decir que, a pesar de las limitaciones del hombre, la moralidad garantiza lo práctico.

Aquí es crucial que uno juzgue lo práctico desde una perspectiva a largo plazo. Si uno se preocupa por evaluar el curso de un hombre, debe tener presente la escala de tiempo humana. La virtud no asegura un valor instantáneo. Si lo que quieres es éxito HOY – en cuanto a trabajo, política, cualquier campo; si exiges paz, amor o cualquier otro valor AHORA, sin esfuerzo y sin implementar los medios necesarios a lo largo del tiempo – entonces nada te lo dará (y pronto renunciarás a tu objetivo con un suspiro o una maldición, como hicieron los rebeldes de la década de 1960). «Lo práctico», usado de esta forma, es un concepto inválido. La enfermedad del AHORA predomina en las universidades hoy día sólo porque todo vestigio de un método conceptual de existir ha sido extirpado de los estudiantes.

Así como lo moral y lo práctico van de la mano, también van lo inmoral y lo impráctico. Así como lo virtuoso es lo eficaz, así también lo malvado es lo impotente. 3 

La maldad, para Objetivismo, significa voluntariamente ignorar o desafiar la realidad. Esto tiene que significar: lo que no puede tratar con la realidad, lo infectado por caprichos, lo que ignora el contexto, lo contradictorio. El mal es coherente sólo en un sentido: su esencia siempre está en guerra con todos los valores y virtudes que la vida humana requiere.

Lo anti-vida es estéril. Lo único que consigue es la anti-vida.

Como hemos visto al hablar de honestidad, un hombre irracional en cuanto irracional no consigue nada de valor. Sus acciones son necesariamente auto-destructivas. Hay un sinfín de ejemplos más sobre este principio. Está el empleador injusto en un país libre, que quiere tener éxito en los negocios (un valor legítimo), pero que tiene celos de hombres con talento y sólo contrata a mediocridades; como resultado, sus competidores lo llevan a la quiebra. Está el candidato político que busca una reputación de ser elocuente a través del plagio, que ve cómo su candidatura se hunde cuando sus fuentes son descubiertas. Está el relativista que busca seguridad a través de la incertidumbre, instando a los hombres a que hagan tratos con cualquiera, que luego ve que los peores de entre los hombres, gracias a esa política, ascienden a la cima y convierten a su país en lo contrario de un refugio seguro: en una dictadura. Está el propio dictador, el que va tras el poder, según dice, para ser más feliz que cualquier otro hombre, que procede a encadenar a los productores y a devastar a su país, y luego se pasa el tiempo combatiendo terrores, reales e imaginarios, dentro y fuera del país, externos e internos; al final, si vive lo suficiente, convirtiéndose en un claro psicópata (por ejemplo, Hitler y Stalin).

Como con la virtud, lo mismo ocurre con el vicio: uno no puede juzgar sus consecuencias adecuadamente si uno tiene una perspectiva a corto plazo. El empleador injusto o cualquier otro irracional no necesita recoger tempestades el día o el año en que se inicia su curso. El Manantial provee una ilustración elocuente de esto. Si sólo lees el libro hasta la mitad, y en ese momento preguntas cuál de ellos, Roark o Keating, es el hombre práctico, puedes estar tentado a optar en favor de Keating. En ese momento, Roark no tiene amigos, es ignorado, y está condenado a trabajar en una cantera, mientras que Keating está en la cima de su profesión y rodeado de admiradores. Pero si continúas leyendo y captas la lógica de los acontecimientos subsecuentes, de los principios que determinan el desenlace, te darás cuenta de por qué Roark finalmente sale victorioso, y por qué Keating tiene que fracasar. Los mismos principios se aplican a todos los casos de aparente eficacia del mal.

Un código moral invertido ha corrompido a la gente de tal forma que ellos asocian maldad con valor más que con pérdida: por ejemplo, el científico loco de las películas, que adquiere nuevos conocimientos porque es diabólico; o el «barón ladrón» de los historiadores, que obtiene riquezas porque es un «explotador»; o el «materialista» lujurioso de los predicadores, que obtiene placer sexual porque es «sólo un animal». En realidad, lo contrario es verdad. La virtud, no el vicio, es lo que conduce a ciencia, riquezas, y a cualquier otro bien, incluyendo el placer sexual. El hombre malvado si lo consideramos en su forma pura, es decir, sin ninguna ayuda del principio de virtud, no es el rimbombante triunfador y ganador de valores de nuestra mitología cultural. Es un perdedor, ignorante, empobrecido, frustrado, resentido y desvalido, incapaz de hacer nada sobre su condición. Es un impotente por elección propia.

Si la ética convencional fuese correcta, entonces también lo sería la visión convencional de las recompensas del mal. En ese caso, el simbolismo religioso de un diablo poderoso, glamoroso, haciendo estragos con las humildes fuerzas de la virtud sería lo apropiado. Desde la perspectiva Objetivista, sin embargo, ese simbolismo es una farsa. Los hombres, como piensa Dominique Francon en El Manantial, “habían estado tan equivocados sobre las formas de su Diablo… no era único y grande, era muchos, sucios y pequeños». O, como Stepan Timoshenko dice en Los que Vivimos, las fuerzas del mal son «no un ejército de héroes, ni siquiera de demonios, sino de marchitos contables resquebrajados que han aprendido a ser arrogantes”. El símbolo apropiado para la maldad, dice, no es «un guerrero alto con un casco de acero, un dragón humano echando fuego por la boca», sino «un piojo. Un piojo grande, gordo, pesado y rubicundo”. 4

El mal tiene un poder. No tiene el poder de crear, el poder de establecer metas positivas y lograrlas, sino el poder de destruir: de destruirse a sí mismo y a sus víctimas.

Sea cual sea el valor humano involucrado, su logro requiere el uso de la mente; su destrucción requiere lo opuesto. Convertirse en un ser racional con confianza en sí mismo requiere un esfuerzo sostenido de pensamiento y voluntad; convertirse en un títere estúpido requiere sólo, digamos, esnifar un poco de cocaína. Para construir un matrimonio feliz, uno debe conocer los valores de uno mismo y los de su pareja, debe esforzarse en identificar, cooperar, comunicarse; para destruir su matrimonio, lo único que uno tiene que hacer es darlo por hecho y lo pensar en absoluto en su pareja. Para esculpir el David, uno necesita el genio de Miguel Ángel; para destruirlo, sólo algunos bárbaros que lo arrasen. Crear los Estados Unidos requirió el intelecto y los minuciosos debates de los Padres Fundadores; para destruirlos y tirarlos por tierra, sólo se necesita la pandilla de anti-intelectuales que ahora están atrincherados en Washington.

«Ningún pensamiento, conocimiento o consistencia se requieren para poder destruir», escribe Ayn Rand,

un pensamiento incesante, un conocimiento enorme, y una consistencia implacable se requieren para poder lograr o crear. Cada error, evasión o contradicción contribuye al objetivo de destruir; sólo la razón y la lógica pueden hacer avanzar el objetivo de construir. Lo negativo requiere una ausencia (ignorancia, impotencia, irracionalidad); lo positivo requiere una presencia, un existente (conocimiento, eficacia, pensamiento). 5

Los hombres malvados, aunque impotentes, pueden defraudar, engañar y traicionar a inocentes; si recurren al crimen pueden robar, esclavizar y matar. Esa es una de las razones por las que el hombre necesita practicar la virtud de la justicia (distinguir entre el bien y el mal). Es también una razón por la que el hombre necesita vivir en una sociedad adecuada, una que esté diseñada para proteger los derechos individuales. Alguna maldad – y por tanto, algún daño a inocentes – es inevitable; ninguna filosofía puede garantizar la virtud, puesto que la virtud es cuestión de elección. En una sociedad apropiada, sin embargo, la maldad es un elemento marginal. Cuando los hombres viven por principios racionales, el mal, en la medida en que los hombres pueden identificar su presencia, es condenado al ostracismo y paralizado. En esas condiciones, incluso su poder de destruir queda en gran parte anulado, excepto en lo que respecta al propio malhechor.

Desafortunadamente, los hombres no han vivido predominantemente de acuerdo con principios racionales. De una forma u otra, a lo largo de los siglos, los hombres que encarnan el bien o que lo representan en un asunto específico, han ayudado al mal en vez de detenerlo. Le han allanado el camino, permitiendo (o mirando con impotencia) que se beneficiase de los logros de la virtud.

Existen innumerables maneras de allanarle el camino. Esas maneras incluyen los siervos de regímenes estatistas, cuyo trabajo no recompensado construye los palacios o las dachas de sus indolentes monarcas o comisarios; los empresarios honestos y los trabajadores en una economía mixta, cuyo “exceso” de beneficios y de salarios son desviados a los bolsillos de incompetentes diversos; el hombre hecho a sí mismo que, por su propia culpa o por una generosidad imprudente, acepta cargar sobre sus espaldas con una pandilla de parientes vagos; el genio amoral de la ciencia que descubre una nueva fuerza de la naturaleza, para luego pasarle su conocimiento a cualquiera que pase, incluso a asesinos declarados; los grandes artistas del pasado, cuyas obras están entremezcladas hoy en museos, salas de conciertos y clases de inglés con la basura no objetiva de nuestra época, confiriéndole así a esa basura un prestigio por asociación; el mejor hombre en cualquier ámbito que, por temor a quedarse solo contra sus colegas, está de acuerdo en prestarle a la última aberración de ellos el prestigio de su propio nombre que ha ganado a costa de mucho esfuerzo; los representantes de cualquier causa justa que han tenido el culto a buscar términos medios incrustado en ellos y acaban haciendo pactos con el diablo; el hombre como Gail Wynand en El Manantial, que observa todo el espectáculo, ve la regla aparentemente universal del mal, y llega a la conclusión de que debe conseguir poder sobre lo irracional complaciendo los instintos más rastreros de la plebe, de esa forma convirtiendo su propia mente brillante en un instrumento de esa plebe.

Algunos de estos hombres saben que están allanando el camino del mal, otros no. Unos actúan por voluntad propia; otros, por la fuerza. Unos sufren un error de conocimiento; otros, una transgresión de moralidad. Pero cualquiera que sea el motivo o la forma, el denominador común es el mismo: una concesión a lo irracional de los frutos de la virtud, una transfusión de sangre del bien al mal. 6 Lo que significa: el inyectar vida en las fuerzas de la muerte.

El éxito del mal, en la medida en que tal fenómeno existe, proviene no de alguna eficacia intrínseca que pueda tener el mal, sino de los errores o defectos de hombres que son esencialmente (o en algún asunto concreto) buenos. Sobre todo, ese éxito proviene no de una concesión o debilidad única, sino del hecho de que a lo largo de la historia el bien no ha conseguido reconocerse a sí mismo o hacer valer sus reclamos legítimos.

En la ética que hasta ahora ha regido al mundo, la transfusión de valor de lo merecido a lo inmerecido es considerada la esencia de la virtud; el hombre virtuoso, por definición, debe trabajar para lograr el éxito de los parásitos. Esa teoría es la exigencia formal para armar el mal. En la histórica identificación de Ayn Rand, es la exigencia para la sanción de la víctima. 7

La «sanción de la víctima» significa la aprobación del hombre moral de su propio martirio, su acuerdo en aceptar – a cambio de sus logros – maldiciones, robo y esclavitud. Significa la buena disposición de un hombre por abrazar a sus explotadores, por pagar rescate por sus virtudes, por tolerar y ayudar a perpetuar el código ético que se alimenta de esas virtudes, que las espera y cuenta con ellas al mismo tiempo que las está condenando como pecado y condenando a sus proponentes al fuego de infierno (sobrenatural o secular).

Esa es la esencia moral de la huelga de John Galt: decirle «no» a ese código por primera vez. Galt se rehúsa a sancionar la inmolación de los creadores. Él retira el poder del bien de las manos del mal. Él se va del mundo y deja que el mal enfrente la verdadera realidad de su propia impotencia.

Ayn Rand exige de los hombres integridad, justicia y egoísmo inquebrantables. Esta exigencia no es «demasiado extrema». Nada menos que eso acabará con la obscena transfusión de sangre que ha devastado la mayor parte de la historia humana.

En la sociedad racional proyectada por Objetivismo, el mal no tiene ninguna influencia sobre el poder viviente del bien, ni ninguna forma de ofrecer tortura como recompensa. Al contrario, el mal es maldecido y reprimido, mientras que el bien es libre de alcanzar valores y disfrutar de ellos. En este tipo de sociedad, las recompensas a la moralidad, su sentido práctico por excelencia, serán evidentes para todos.

¿Por qué se han contentado los hombres durante siglos con vivir con una contradicción tan insufrible como la dicotomía de lo moral y lo práctico? ¿Por qué no han rechazado con indignación la ética convencional, precisamente por ser impráctica? La respuesta nos remite a las raíces de la ética en metafísica y epistemología.

El más obvio de los temas más profundos operando aquí es la dicotomía alma-cuerpo. Un defensor de este punto de vista se encoge de hombros con resignación al ver que la moralidad que él predica conduce a desastres en la práctica. Todo el mundo sabe, dice él, que la moralidad es una cuestión espiritual y que lo espiritual es lo puesto a lo físico. La elección a la que se enfrenta una persona, dice, es aferrarse al alma, retirarse idealmente del mundo a la iglesia o al desierto, y ser canonizado como un hombre que «aborrece su vida»; o aferrarse al mundo retirándose de la moralidad.

Sean cuales sean sus diferencias, ambos lados de esta elección están de acuerdo en el papel de la moralidad. Están de acuerdo que la moralidad, por su naturaleza, es perjudicial. Es perjudicial en relación a «esta» vida, dice uno; es perjudicial en la vida «real», dice el otro. La vida, según esto, no requiere virtud (en ninguna de las dos definiciones), sino conveniencia. En otras palabras, los principios que guían las decisiones de uno no son una necesidad para tener acción con éxito aquí en la tierra; más bien, son un impedimento del otro mundo, una espina espiritual clavada en la carne de uno, a ser aguantada de forma masoquista o arrancada de forma amoral.

En la filosofía estándar de nuestra época, el poder vital del principio lo han colocado en dirección contraria. El poder ha quedado desconectado del esfuerzo de auto-preservación y ha sido desplazado hacia el lado de la anti-vida. ¿Qué hace posible tal perversión?

Los principios son una forma de conceptualización. Enfrentar los principios a la vida equivale a enfrentar la teoría a la práctica. En ambas formulaciones, uno está enfrentando conceptos contra vida y práctica, lo que significa: uno está aceptando una brecha entre conceptos y realidad. Esto a su vez presupone una cierta visión de los conceptos.

Sólo una falsa teoría de conceptos puede explicar el desprecio mundial actual por la guía conceptual que ofrecen los principios. Tal desprecio le sería imposible a un hombre que considerase la conceptualización como el medio para conocer la existencia; pero es necesario para los discípulos del intrinsicismo y del subjetivismo, que vuelven las abstracciones inútiles al desconectarlas de la percepción. Los intrinsicistas tienen la desfachatez de construir sobre esta inutilidad: sé leal a principios fuera de la realidad. dicen, y sufre la consecuencia, que es la miseria aquí en la tierra. A lo cual los subjetivistas contestan: ese es el precio de tener principios, y es demasiado alto; por lo tanto, concluyen, todo vale. Una mentalidad nos dice: las abstracciones, incluyendo las de tipo evaluativo, no compensan en este mundo – lo cual es verdad, no lo hacen, no según este tipo de interpretación -. La otra se encoge de hombros: olvídate de las abstracciones, seamos “prácticos”. De ahí el impresionante espectáculo creado por ambos lados: el espectáculo del hombre, el ser racional, afirmando como una perogrullada la increíble noción de que su facultad cognitiva es un obstáculo para su supervivencia.

Mientras los hombres rechacen la razón en epistemología, necesariamente la rechazarán en ética. Si introducen una brecha entre consciencia y existencia en la base de su pensamiento, entonces también llevarán esa brecha a su manera de pensar sobre cuestiones de valor. Tal enfoque los conducirá inevitablemente a algún tipo de dicotomía de lo moral contra lo práctico.

Esta dicotomía, a pesar de su repercusión histórica, no revela nada acerca de los valores o de la vida. No es una verdad, sino la culminación de un error, el síntoma revelador de mentiras letales en el núcleo de la visión predominante del mundo.

El principio de Ayn Rand de la armonía entre lo moral y lo práctico es también una culminación. Ella mantiene el principio porque, mucho antes de haber llegado a la ética, ella sostuvo el punto de vista objetivo sobre los conceptos y la primacía de la existencia.

La moralidad, dice ella, es práctica, porque la consciencia es práctica. Y la consciencia es práctica porque es “la facultad de percibir lo que existe».

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Referencias

Obras de Ayn Rand en versión original: Ayn Rand Institute
Obras de Ayn Rand traducidas al castellano: https://objetivismo.org/ebooks/

Al referirnos a los libros más frecuentemente citados estamos usando las mismas abreviaturas que en la edición original en inglés: 

AS     (Atlas Shrugged) – La Rebelión de Atlas
CUI    (Capitalism: The Unknown Ideal) – Capitalismo: El Ideal Desconocido
ITOE (Introduction to Objectivist Epistemology) – Introducción a la Epistemología Objetivista
RM    (The Romantic Manifesto) – El Manifiesto Romántico
VOS   (The Virtue of Selfishness) – La Virtud del Egoísmo

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Notas de pie de página

Las notas de pie de página no han sido traducidas al castellano a propósito, pues apuntan a las versiones de los libros originales en inglés (tanto de Ayn Rand como de otros autores), algunos de los cuales ni siquiera han sido traducidos, y creemos que algunos lectores pueden querer consultar la fuente original. Los números de las páginas son de la edición del libro de bolsillo correspondiente en la versión original.

Capítulo 9 [9-1]

  1.   See ibid., pp. 977-78.
  2.   See ibid., pp. 972-73.
  3. The Fountainhead, p. 493; We the Living, pp. 358, 357.
  4. Capitalism: The Unknown Ideal, «The Anatomy of Compromise,» pp. 148-49.
  5.   See Atlas Shrugged, p. 973.
  6.   See ibid., pp. 399 ff., 437 ff., 687-89, 915-16, 972-73.

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