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Los «conflictos» de intereses entre los hombres — por Ayn Rand

Ensayo publicado en
La virtud del egoísmo
— por Ayn Rand

*  *  *

A algunos estudiantes de Objetivismo les cuesta entender el principio Objetivista de que «no hay conflictos de intereses entre hombres racionales».

La típica pregunta es algo así: «Supongamos que dos hombres tratan de conseguir el mismo empleo. Sólo uno de ellos puede ser contratado. ¿No es eso un ejemplo de un conflicto de intereses? y, ¿no se logra el beneficio de un hombre a expensas del sacrificio del otro?».

Hay cuatro consideraciones relacionadas entre sí en la visión que tiene un hombre racional de sus propios intereses, pero que son ignoradas o evadidas en la pregunta anterior y en todos los enfoques parecidos a ese tema. Las llamaré: a) «realidad»; b) «contexto»; c) «responsabilidad»; y d) «esfuerzo».

(a) «Realidad». El término «intereses» es una abstracción muy amplia que abarca todo el campo de la ética. Incluye temas como: los valores del hombre, sus deseos, sus objetivos y cómo lograrlos de hecho en la realidad. Los «intereses» de un hombre dependen del tipo de objetivos que él decida perseguir, su elección de objetivos depende de sus deseos, sus deseos dependen de sus valores; y, para un hombre racional, sus valores dependen del juicio de su mente.

Deseos (o sentimientos, o emociones, o anhelos, o caprichos) no son herramientas de conocimiento; no son un criterio válido de valor, ni tampoco un criterio válido para determinar los intereses del hombre. El mero hecho de que un hombre desee algo no constituye prueba de que el objeto de su deseo sea bueno, ni de que lograrlo sea realmente en su interés.

Afirmar que los intereses de un hombre son sacrificados cada vez que uno de sus deseos se ve frustrado es tener una visión subjetivista de los valores y de los intereses del hombre. Lo que significa: es creer que es correcto, moral y posible el que hombre alcance sus objetivos, independientemente de si ellos contradicen o no los hechos de la realidad. Lo que significa: mantener una visión irracional o mística de la existencia. Lo que significa: es algo que no merece más consideración.

Al elegir sus objetivos (los valores específicos que él trata de obtener y/o de mantener), un hombre racional se guía por sus razonamientos (por un proceso de razón), no por sus emociones o sus deseos. Él no considera los deseos como factores primarios irreducibles, como lo dado, como lo que él está destinado irremediablemente a perseguir. Él no considera que «porque lo quiero» o «porque me apetece» sean una causa y una validación suficiente de sus acciones. Él decide y/o identifica sus deseos por medio de un proceso de razón, y no actúa para conseguir un deseo hasta que, y a menos que, él sea capaz racionalmente de validarlo en el pleno contexto de su conocimiento y de sus otros valores y sus otros objetivos. Él no actúa hasta que es capaz de decir: «Lo quiero porque es lo correcto».

La Ley de Identidad (A es A) es la suprema consideración de un hombre racional en el proceso de determinar sus intereses. Él sabe que lo contradictorio es lo imposible, que una contradicción no puede lograrse en la realidad, y que intentar lograrla sólo puede llevar al desastre y a la destrucción. Por lo tanto, él no se permite mantener valores contradictorios, perseguir deseos contradictorios y objetivos contradictorios, ni imaginar que perseguir una contradicción puede alguna vez ser en su propio interés.

Sólo un «irracional» (o un místico, o un subjetivista…, y en esa categoría están todos los que consideran la fe, los sentimientos o los deseos como el estándar de valor del hombre) existe en un perpetuo conflicto de «intereses». Nada excepto conflictos de intereses son posibles para él. No sólo chocan sus supuestos intereses con los de otros hombres, sino que chocan también entre sí.

A nadie le cuesta descartar de cualquier consideración filosófica el problema de un hombre que se queja de que la vida lo tiene atrapado en un conflicto irreconciliable, porque no puede comerse el pastel y tenerlo al mismo tiempo. Ese problema no adquiere validez intelectual al ser expandido para incluir más que un pastel…, y da igual que uno lo expanda a la totalidad del universo, como en las doctrinas del existencialismo, o sólo a unos pocos caprichos y a unas cuantas evasiones al azar, como en la visión que tiene la mayoría de las personas sobre sus propios intereses.

Cuando alguien llega a la etapa de afirmar que los intereses de los hombres están en conflicto con la realidad, el concepto de «intereses» deja de tener significado, y su problema deja de ser filosófico para tornarse psicológico.

(b) «Contexto». Igual que un hombre racional no mantiene ninguna convicción fuera de contexto —es decir, sin relacionarla con el resto de su conocimiento, y resolviendo toda posible contradicción—, él tampoco mantiene ni persigue ningún deseo fuera de contexto. Y no juzga lo que es o no en su interés fuera de contexto, en el ámbito de un momento dado.

Ignorar el contexto es una de las principales herramientas psicológicas de evasión. En lo que respecta a los deseos de uno, hay dos formas principales de ignorar el contexto: la cuestión de alcance y la cuestión de medios.

Un hombre racional ve sus intereses en términos de una vida entera, y elige sus objetivos de acuerdo con ello. Eso no significa que él tenga que ser omnisciente, infalible o clarividente. Significa que él no vive su vida a corto plazo, ni que va dando tumbos de un lado para otro como un vagabundo, espoleado por la necesidad del momento. Significa que él no considera ningún momento como desgajado del contexto del resto de su vida, y que él no permite ni conflictos ni contradicciones entre sus intereses a corto y a largo plazo. Él nunca pierde de vista el hecho de que su vida tiene que ser un todo integrado; y él no se convierte en su propio destructor al perseguir un deseo de hoy que destruirá todos sus valores de mañana.

Un hombre racional no se regodea en vanos anhelos para conseguir objetivos divorciados de medios. Él no mantiene un deseo sin conocer (o sin aprender) y sin considerar los medios por los cuales podrá alcanzarlo. Como él sabe que la naturaleza no le otorga al hombre la satisfacción automática de sus deseos, que los objetivos y los valores de un hombre deben ser logrados con su propio esfuerzo, que las vidas y los esfuerzos de otros hombres no son su propiedad ni están ahí para servir sus deseos…, un hombre racional nunca mantiene ni desea ni persigue un objetivo que no pueda ser conseguido, directa o indirectamente, por su propio esfuerzo.

Es con el entendimiento correcto de ese «indirectamente» como la crucial cuestión social comienza.

El vivir en una sociedad, en vez de en una isla desierta, no libera al hombre de la responsabilidad de mantener su propia vida. La única diferencia es que él sustenta su vida intercambiando sus productos o servicios por los productos y servicios de otros. Y, en ese proceso de intercambio comercial, un hombre racional no busca ni desea más, ni tampoco menos, que lo que puede ganar con su propio esfuerzo. ¿Quién determina sus ganancias? El mercado libre, es decir: la elección y el juicio voluntarios de los hombres que están dispuestos a intercambiar con él sus propios esfuerzos.

Cuando un hombre comercia con otros, él está contando —explícita o implícitamente—, con su racionalidad, es decir, con la capacidad que ellos tienen para identificar el valor objetivo de su trabajo. (Un intercambio comercial basado en cualquier otra premisa es o una estafa o un fraude). Así, cuando un hombre racional persigue una meta en una sociedad libre, él no se pone a merced de los caprichos, los favores o los prejuicios de los demás; él depende exclusivamente de su propio esfuerzo: directamente, al hacer un trabajo objetivamente valioso; indirectamente, a través de la evaluación objetiva de su trabajo por parte de los demás.

Es en ese sentido en el que un hombre racional nunca mantiene un deseo o persigue un objetivo que no pueda ser alcanzado con su propio esfuerzo. Él intercambia valor por valor. Él nunca busca ni desea lo que no ha ganado. Si él se propone lograr un objetivo que requiere la cooperación de mucha gente, él sólo cuenta con su propia capacidad para persuadir a esas personas y lograr su acuerdo voluntario.

Por supuesto, un hombre racional nunca distorsiona ni corrompe sus propios estándares y su propio juicio para poder apelar a la irracionalidad, a la estupidez o a la deshonestidad de otros. Él sabe que ese curso de acción es suicida. Sabe que la única posibilidad práctica que uno tiene de conseguir cualquier nivel de éxito o cualquier cosa humanamente deseable reside en tratar con quienes son racionales, da igual que sean muchos o pocos. Si, en cualquier circunstancia concreta, es posible llegar a conseguir una victoria, es sólo la razón la que podrá conseguirla. Y en una sociedad libre, independientemente de lo dura que pueda ser la lucha, es la razón la que gana en última instancia.

Puesto que él nunca ignora el contexto de las cuestiones que trata, el hombre racional acepta que la lucha es en su propio interés, porque él sabe que la libertad es en su propio interés. Él sabe que la lucha por conseguir sus valores incluye la posibilidad de una derrota. Él sabe también que no hay alternativa ni garantía automática de éxito para el esfuerzo humano, ni lidiando con la naturaleza ni lidiando con otros hombres. Así que él no juzga sus intereses por ninguna derrota concreta ni por lo que pueda pasar en un momento dado. Él vive y juzga a largo plazo. Y él asume plena responsabilidad por saber cuáles son las condiciones necesarias para conseguir sus objetivos.

(c) «Responsabilidad». Esa última es la forma concreta de responsabilidad intelectual que la mayor parte de las personas evade. Esa evasión es la causa principal de sus frustraciones y de sus fracasos.

La mayoría de la gente tiene deseos totalmente fuera de contexto, como metas suspendidas en un nebuloso vacío, con la niebla ocultando cualquier concepto de medios. Ellos sólo se despiertan mentalmente el tiempo suficiente para decir: «Ojalá», y se paran ahí, y esperan y esperan, como si todo lo demás dependiera de algún poder desconocido.

Lo que están evadiendo es la responsabilidad de juzgar al mundo social. Ellos aceptan al mundo como lo dado. «Un mundo que yo nunca hice», es la esencia más profunda de su actitud; y lo único que ellos quieren es adaptarse acríticamente a esos requerimientos incomprensibles de esos otros incognoscibles que hicieron el mundo, sean quienes sean.

Pero la humildad y la vanidad son dos caras de la misma medalla psicológica. En que uno esté dispuesto a ponerse ciegamente a merced de otros está el privilegio implícito de hacer todo tipo de demandas a los amos de uno.

Hay innumerables formas en las que ese tipo de «humildad metafísica» se hace visible. Por ejemplo, está el hombre que desea ser rico, pero que nunca se para a pensar en descubrir los medios, las acciones y las condiciones que se requieren para alcanzar la riqueza. ¿Quién es él para juzgar? Él no hizo el mundo, y «nadie le dio nunca una oportunidad».

Luego está la chica que desea ser amada, pero a la que nunca se le ocurre descubrir qué es el amor, qué valores ese amor requiere, y si ella posee alguna virtud por la cual merece ser amada. ¿Quién es ella para juzgar? El amor, ella siente, es un favor inexplicable…, así que ella meramente lo anhela, sintiendo que alguien la ha privado de su justa parte al distribuir favores.

Están los padres que sufren profunda y sinceramente, porque su hijo (o su hija) no los ama, y quienes, simultáneamente, ignoran, se oponen a, o intentan destruir, todo lo que ellos conocen sobre las convicciones, los valores y las ilusiones de su hijo, sin llegar a pensar jamás en la conexión entre esos dos hechos, sin hacer ningún esfuerzo jamás por comprenderlo. El mundo que ellos nunca hicieron, y al que no se atreven a desafiar, les ha dicho que los hijos aman a sus padres automáticamente.

Luego está el hombre que quiere un trabajo, pero que nunca se ha parado a pensar en las cualificaciones que el trabajo requiere, o en qué consiste hacer el trabajo de uno bien. ¿Quién es él para juzgar? Él no fue quien hizo el mundo. Alguien le debe a él una forma de ganarse la vida. ¿Cómo? De alguna forma.

Un arquitecto europeo conocido mío estaba hablando un día de su viaje a Puerto Rico. Describió —con una gran indignación hacia el universo en general— las miserables condiciones de vida de los portorriqueños. Luego describió lo que las maravillas de la construcción moderna podrían hacer por ellos, que él había fantaseado en detalle, incluyendo frigoríficos y cuartos de baño alicatados. Yo le pregunté: «¿Quién va a pagar por todo eso?». Él respondió, con una voz más bien ronca y ofendida: «Oh, eso no es problema mío. La tarea de un arquitecto es sólo proyectar lo que debería hacerse. Que otro se preocupe por el problema del dinero».

Esa es la psicología de la que proceden todas las «reformas sociales», todos los «Estados del bienestar», todos los «nobles experimentos», y toda la destrucción del mundo.

Al abandonar la responsabilidad por los propios intereses de uno y por su propia vida, uno abandona la responsabilidad de tener que considerar jamás los intereses y las vidas de otros: de aquellos otros que, de alguna forma, han de proveer la satisfacción de los deseos de uno.

Todo aquel que permita un «de alguna forma» en su visión de los medios por los cuales sus deseos han de ser logrados es culpable de esa «humildad metafísica» que, psicológicamente, es la premisa de un parásito. Como señala Nathaniel Branden en una de sus conferencias, «de alguna forma» siempre significa: «alguien».

(d) «Esfuerzo». Puesto que un hombre racional sabe que el hombre debe conseguir sus objetivos por su propio esfuerzo, él sabe que ni la riqueza, ni los empleos, ni ningún valor humano existe en una cantidad dada, limitada y estática, esperando ser dividida. Él sabe que todos los beneficios tienen que ser producidos, que la ganancia de un hombre no representa la pérdida de otro, que el logro de un hombre no se gana a costa de quienes no lo han logrado.

Por lo tanto, él nunca se imagina que posee algún tipo de derecho unilateral e inmerecido sobre cualquier otro ser humano, y nunca deja sus intereses a merced de ninguna persona concreta o de ningún factor concreto. Él puede necesitar clientes, pero no necesita ningún cliente en particular; puede necesitar compradores, pero no un comprador en particular; puede necesitar trabajo, pero no un trabajo en particular.

Si él se choca con la competencia, puede enfrentarla o puede elegir otra línea de trabajo. No hay ningún trabajo tan rastrero que impida que realizarlo de forma más eficiente pase desapercibido o desagradecido; no en una sociedad libre. Pregúntale a cualquier gerente de empresa.

Son sólo los representantes pasivos y parasitarios de la escuela de la «metafísica de la humildad» los que consideran a cualquier competidor como una amenaza, porque la idea de que uno se gane su posición por su propio mérito personal no les entra en la cabeza ni forma parte de cómo ellos ven la vida. Ellos se consideran a sí mismos mediocridades intercambiables que no tienen nada que ofrecer, y que luchan, en un universo «estático», por conseguir, sin causa ninguna, un favor de alguien.

Un hombre racional sabe que uno no vive por medio de «suerte», «oportunidades» o favores, que no existe eso de «una única oportunidad», y que eso está garantizado precisamente porque existe la competencia. Él no considera ningún objetivo concreto ni ningún valor concreto como siendo irreemplazables. Él sabe que sólo las personas son irreemplazables…, sólo aquellas a las que uno ama.

Él sabe también que no existen conflictos de intereses entre hombres racionales, incluso en lo que respecta al amor. Como cualquier otro valor, el amor no es una cantidad estática que ha de ser dividida, sino una respuesta ilimitada que ha de ser ganada.

El amor por un amigo no es una amenaza al amor por otro, y tampoco lo es el amor por los varios miembros de la familia de uno, asumiendo que se lo hayan ganado. La forma más exclusiva de amor —el amor romántico— no es una cuestión de competencia. Si dos hombres están enamorados de la misma mujer, lo que ella siente por uno de ellos no está determinado por lo que siente por el otro, y no es algo que le haya sido quitado a ese otro. Si ella elige a uno de ellos, el «perdedor» no podría haber tenido lo que el «ganador» se ha merecido.

Es sólo entre personas irracionales, motivadas por la emoción, cuyo amor está divorciado de cualquier estándar de valor, donde las rivalidades, los conflictos accidentales y las elecciones ciegas pueden surgir. Pero entonces, gane quien gane, no gana mucho. Entre los motivados por la emoción, ni el amor ni ninguna otra emoción tiene ningún significado.

Esas son, en su breve esencia, las cuatro principales consideraciones en la visión que tiene un hombre racional en cuanto a sus intereses.

Ahora volvamos a la pregunta formulada originalmente —sobre los dos hombres intentando conseguir el mismo empleo— y observemos de qué forma esa pregunta ignora o se opone a esas cuatro consideraciones.

(a) «Realidad». El mero hecho de que dos hombres deseen el mismo empleo no constituye prueba de que cualquiera de ellos tenga derecho a ese empleo o se lo merezca, ni de que sus intereses se vean perjudicados si no lo consigue.

(b) «Contexto». Ambos hombres deben saber que si desean un empleo, su objetivo lo hace posible sólo la existencia de una empresa capaz de proporcionar empleos, que esa empresa requiere que haya disponibilidad de más de un aspirante para cualquier puesto, y que si hubiera sólo un aspirante, él no conseguiría el trabajo, porque la empresa tendría que cerrar sus puertas, y que el que haya dos personas compitiendo por ese empleo es del interés de ambos, aunque uno de ellos pierda en esa situación concreta.

(c) «Responsabilidad». Ningún hombre tiene el derecho moral a declarar que él no quiere considerar todas esas cosas, que lo único que quiere es un trabajo. Él no tiene derecho a ningún deseo ni a ningún «interés» sin saber qué se requiere para hacer posible satisfacer ese deseo.

(d) «Esfuerzo». Quienquiera de ellos que consiga el trabajo, se lo ha ganado (asumiendo que la elección del empleador es racional). Ese beneficio se debe a su propio mérito, y no al «sacrificio» del otro hombre, quien nunca tuvo ningún privilegio ni ningún derecho a ese puesto. El dejar de darle a un hombre lo que nunca le perteneció difícilmente puede describirse como «sacrificar sus intereses».

Toda la discusión anterior se aplica sólo a las relaciones entre hombres racionales, y sólo a una sociedad libre. En una sociedad libre, uno no tiene que tratar con los que son irracionales. Uno es libre de evitarlos.

En una sociedad que no es libre, el perseguir cualquier interés que uno tenga no es posible para nadie; nada es posible en ella, excepto una destrucción gradual y general.

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