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¡Dejadnos en paz!

Ensayo publicado por primera vez en Los Angeles Times, agosto de 1962.

Puesto que el «crecimiento económico» es el gran problema de hoy, y que nuestros gobernantes actuales prometen «estimularlo» —conseguir la prosperidad general a través de controles cada vez mayores del gobierno, mientras gastan la riqueza que no han producido— me pregunto cuánta gente conoce el origen de la expresión «laissez-faire».

En el siglo XVII, Francia era una monarquía absoluta. Su sistema ha sido descrito como un «absolutismo limitado por el caos». El rey mantenía un poder total sobre la vida, el trabajo y la propiedad de todo el mundo, y sólo la corrupción de los funcionarios del gobierno le daba a la gente un margen extraoficial de libertad.

Louis XIV era el modelo clásico de déspota: una mediocridad presuntuosa con ambiciones grandiosas. Su reinado es considerado uno de los períodos más brillantes de la historia francesa: él fue quien le dio al país un «objetivo nacional», en forma de largas y exitosas guerras; él fue quien estableció a Francia como el más poderoso líder y el centro cultural de Europa. Pero los «objetivos nacionales» cuestan dinero. Las políticas fiscales de su gobierno condujeron a un estado crónico de crisis, resueltas con el conveniente recurso inmemorial de desangrar al país con impuestos cada vez mayores.

Colbert, el asesor principal de Louis XIV, fue uno de los primeros estatistas modernos. Él pensaba que las regulaciones del gobierno pueden crear prosperidad nacional, y que una mayor recaudación de impuestos sólo se puede conseguir a través del «crecimiento económico»; así que se dedicó a buscar «un crecimiento general de la riqueza fomentando la industria». Ese fomento consistió en imponer innumerables controles gubernamentales y detalladas regulaciones que ahogaron la actividad económica; el resultado fue un deplorable fracaso.

Colbert no era enemigo de la industria; no lo era más que lo es nuestra Administración actual. Colbert estaba deseando ayudar a engordar a las víctimas que iban a ser sacrificadas, y en una ocasión histórica le preguntó a un grupo de fabricantes qué podría él hacer por la industria. Un empresario llamado Legendre respondió: «Laissez-nous faire!» («¡Dejadnos en paz!»).

«…toda la historia de la humanidad es la comprobación práctica del mismo principio básico, independientemente de las variaciones de forma: el nivel de prosperidad humana, de logro y de progreso humano es una función directa y un corolario del nivel de libertad política.»

Por lo visto, los empresarios franceses del siglo XVII eran más valientes que sus equivalentes americanos del siglo XX, y tenían un mejor entendimiento de economía. Ellos sabían que la «ayuda» del gobierno a los negocios es tan desastrosa como la persecución del gobierno, y que la única forma en que un gobierno puede contribuir a la prosperidad nacional es quitándose de en medio.

Decir que lo que era verdad en el siglo XVII no puede obviamente ser verdad hoy, porque hoy viajamos en aviones y entonces viajaban en carros de caballos, es como decir que no necesitamos comida, como la gente necesitaba antaño, porque usamos camisas y pantalones en vez de pelucas empolvadas y faldas de aro. Es ese tipo de superficialidad limitada a casos concretos —o sea, la incapacidad de comprender principios, de distinguir lo esencial de lo no-esencial— lo que le impide a la gente reconocer el hecho de que la crisis económica de nuestros días es la más antigua y la más rancia de la historia.

Considera lo esencial del asunto. Si los controles gubernamentales no pudieron lograr nada más que parálisis, hambrunas y colapsos en una época preindustrial, ¿qué ocurre cuando uno impone controles en una economía altamente industrializada? ¿Qué es más fácil de regular para los burócratas: la operación de los telares y las fraguas manuales, o la operación de altos hornos, fábricas de aviones y empresas de electrónica? ¿Quién tiene más probabilidad de trabajar bajo coerción: una horda de hombres tratados brutalmente realizando trabajos manuales no cualificados, o el número incalculable de hombres individuales con genio creativo que son necesarios para generar y mantener una civilización industrial? Y si los controles de gobierno fracasan ya en lo primero, ¿qué nivel de evasión les permite a los estatistas modernos contar con poder tener éxito en lo segundo?

El método epistemológico de los estatistas consiste en tener interminables debates sobre cuestiones específicas, concretas, fuera de contexto, de cortísimo plazo, sin jamás permitirse integrarlos en una totalidad, sin jamás hacer referencia a principios básicos o a sus consecuencias últimas, de esa forma induciendo un estado de desintegración intelectual en sus seguidores. El objetivo de esa niebla verbal es ocultar la evasión de dos ideas fundamentales: (a) que la producción y la prosperidad son el producto de la inteligencia de los hombres; y (b) que el poder del gobierno es el poder de coerción a través de la fuerza física.

Una vez que esos dos hechos son reconocidos, la conclusión que se deriva de ellos es inevitable: la inteligencia no trabaja bajo coerción, la mente del hombre no funcionará a punta de pistola.

Ese es el asunto esencial a considerar; todas las demás consideraciones son detalles triviales en comparación.

Los detalles de la economía de un país son tan variadas como las muchas culturas y sociedades que han existido. Pero toda la historia de la humanidad es la comprobación práctica del mismo principio básico, independientemente de las variaciones de forma: el nivel de prosperidad humana, de logro y de progreso humano es una función directa y un corolario del nivel de libertad política. Como botón de muestra: la antigua Grecia, el Renacimiento, el siglo XIX.

En nuestra propia época, la diferencia entre Alemania Occidental y Alemania Oriental es una demostración tan elocuente de la eficacia de una economía libre (comparativamente libre) versus una economía controlada, que no es necesaria ninguna discusión adicional. Y ningún teórico puede merecer consideración seria si evade la existencia de ese contraste, dejando sus implicaciones sin responder, sus causas sin identificar, y sus lecciones sin aprender.

Ahora piensa en el destino de Inglaterra, el «experimento pacífico con el socialismo», el ejemplo de un país que se suicidó por el voto: no hubo violencia, ni derramamiento de sangre, ni terror, solamente el proceso asfixiante de controles gubernamentales «democráticamente» impuestos; pero observa los actuales lamentos sobre la «fuga de cerebros» de Inglaterra, sobre el hecho de que los hombres mejores y más capaces, sobre todo los científicos y los ingenieros, están abandonando Inglaterra y corriendo hacia cualquier pequeño remanente de libertad que puedan encontrar en alguna parte del mundo actual.

Recuerda que el muro de Berlín fue erigido para detener una «fuga de cerebros» parecida de la Alemania Oriental; recuerda que después de 45 años de una economía totalmente controlada, la Rusia soviética, que posee parte del mejor terreno agrícola del mundo, es incapaz de alimentar a su población, y tiene que importar trigo de la semi-capitalista América; lee East Minus West = Zero por Werner Keller (1) [New York: G. P. Putnam´s Sons, 1962] para tener una imagen gráfica (y no refutada) de la impotencia de la economía soviética; y luego, juzga la cuestión de libertad versus controles.

Independientemente del objetivo para el cual uno pretenda usarla, la riqueza debe ser primero producida. En lo que a economía se refiere, no hay diferencia entre los motivos de Colbert y los del Presidente Johnson. Ambos querían lograr la prosperidad nacional. Si la riqueza extorsionada por los impuestos es drenada para el inmerecido beneficio de Louis XIV o para el inmerecido beneficio de los «desfavorecidos» no supone ninguna diferencia en la productividad económica de una nación. Cuando uno está encadenado por un objetivo «noble» o por uno innoble, para beneficio de los pobres o de los ricos, por el bien de la «necesidad» de alguien o por la «codicia» de alguien…, cuando uno está encadenado, uno no puede producir.

No hay diferencia en el destino final de todas las economías encadenadas, independientemente de cualquier supuesta justificación para las cadenas.

Considera algunas de esas justificaciones:

¿La creación de «demanda de consumidores»? Sería interesante computar cuántas amas de casa con cheques de asistencia igualarían las «demandas de consumidores» satisfechas por Madame de Maintenon y sus numerosas colegas.

¿Una «justa» distribución de la riqueza? Los favoritos privilegiados de Louis XIV no disfrutaron tanto de una injusta ventaja sobre otras personas como lo hacen nuestros «aristócratas de influencias», y como muestras tenemos los casos de Billie Sol Estes y Bobby Baker.

¿Las exigencias del «interés nacional»? Si existe tal cosa como un «interés nacional» que pueda ser logrado sacrificando los derechos y los intereses de individuos, entonces Louis XIV se perdonó a sí mismo de forma superlativa. La mayor parte de su extravagancia no fue «egoísta»: él convirtió a Francia en una gran potencia internacional… y destrozó su economía. (Lo que significa: logró «prestigio» entre otros caciques totalitarios… a costa del bienestar, del futuro, y de las vidas de sus propios ciudadanos).

¿El fomento de nuestro progreso «cultural» o «espiritual»? Es dudoso que un proyecto de teatro subvencionado por el gobierno vaya a producir alguna vez un sinfín de genios comparable al que sostuvo la corte de Louis XIV en su papel de «mecenas de las artes» (Corneille, Racine, Molière, etc.). Pero nadie computará jamás al genio abortado de quienes perecen bajo sistemas de ese tipo, de quienes no están dispuestos a aprender el arte de hacer la pelotilla que es exigido por cualquier mecenas político de las artes. (Lee Cyrano de Bergerac).

El hecho es que los motivos no alteran los hechos. El requisito supremo de productividad y de prosperidad de una nación es la libertad; los hombres no pueden producir —y, moralmente, no lo harán— bajo compulsión y controles.

No hay nada nuevo ni misterioso sobre los problemas económicos actuales. Como Colbert, el Presidente Johnson está apelando a varios grupos económicos, buscando consejos sobre lo que puede hacer por ellos. Y si él no desea pasar a la historia con un récord parecido al de Colbert, mejor sería que le hiciera caso a la voz de un Legendre moderno, si uno de ellos existe, que pudiera darle el mismo consejo en una única palabra: «¡Liberaliza!».

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Referencias:

  1. Nueva York: G. P. Putnam”s Sons, 1962.

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[Nota del Traductor: Este texto es una tercera parte del ensayo «Let Us Alone» de Ayn Rand, una columna publicada en Los Angeles Times en agosto 1962, y más tarde en el libro «Capitalismo: el Ideal Desconocido». El artículo es tan actual hoy como cuando se escribió hace más de medio siglo.]

 


 

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