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El método de Ayn Rand para matar monstruos

[Nota del autor: He omitido nombres de personajes y otras informaciones en los siguientes extractos sobre las novelas de Ayn Rand para minimizar los spoilers. Pero si eres muy delicado en cuanto a los spoilers, te recomiendo leer las obras de Rand antes de leer este artículo.]

¡Feliz Halloween! Es una festividad que sirve para quitarle importancia al mal y celebrar el bien. Pero, dados los fantasmas que vemos en las ventanas de los vecinos, y los niños vestidos de zombis y de monstruos, es también una oportunidad para reflexionar sobre la esencia y la naturaleza del mal. No podemos depender del ajo, de la decapitación o de la luz del sol para repeler a las criaturas nocivas con las que inevitablemente vamos a tropezarnos en la vida. Para fortalecernos contra el mal, primero tenemos que entenderlo.

Para eso, Ayn Rand es una enorme ayuda. “El motivo y el objetivo de mis escritos”, escribió ella hablando de su ficción, “es proyectar al hombre ideal. Es presentar un ideal moral, como mi objetivo literario último, como un fin en sí mismo, para el cual todos los valores didácticos, intelectuales o filosóficos contenidos en una novela son sólo los medios”. (1) Rand puso sus representaciones de ideales morales bien a la vista, revelando lo que hace que algunos hombres sean virtuosos y otros malvados. Por lo tanto, entre el tesoro de valores intelectuales y filosóficos que sus escritos ofrecen, hay ejemplos refinados y análisis incisivos del mal, de sus motivos, de sus variaciones, de sus manifestaciones y de su esencia. Afortunadamente, la mayoría de nosotros nunca entraremos directamente en contacto con los peores tipos de villanos que Rand describe. Sin embargo, sus destilaciones cristalinas pueden ayudarnos a identificar y a lidiar con el vicio y con la maldad independientemente de su forma o su grado, incluyendo cualquier tendencia poco saludable que podamos tener, la manipulación psicológica de un miembro de la familia, el intento de un criminal de estafarnos, o algo peor.

Para lidiar con la total amplitud y profundidad de las ideas de Rand sobre el mal, los lectores deben recurrir a sus escritos, específicamente La rebelión de Atlas (Atlas Shrugged), El manantial (The Fountainhead), Himno (Anthem) y Los que vivimos (We the Living). Aquí, lo único que quiero hacer es resaltar e integrar unas cuantas ideas clave extraídas de sus obras.

Una de las maldades más fundamentales que Rand identificó es el colectivismo: la subyugación del individuo —su mente, juicio, valores— a un grupo. El tema de la novela que Rand publicó en 1943, El manantial, es “individualismo contra colectivismo, no en política, sino en el alma del hombre; las motivaciones psicológicas y las premisas básicas que producen el carácter de un individualista o de un colectivista”. (2) En el libro, Rand ilustra los motivos y las premisas colectivistas, y cómo infectan el pensamiento y la acción de los hombres en diversas situaciones personales y sociales.

Una consecuencia especialmente perniciosa del colectivismo es que quienes lo aceptan plena y consistentemente son incapaces de tener un yo. En la medida en que una persona abandona su mente a los demás, abandona sus medios de decidir qué valorar y qué hacer. En la medida en que abandona su juicio independiente, está preparada para aceptar cualquier opinión y aceptar cualquier idea…, excepto la suya, que no existe. Los colectivistas más consistentes no tienen forma de decidir sobre una carrera, un amante, un pasatiempo o un tipo de peinado, excepto contando con las autoridades, las opiniones o las expectativas de otros, a con cualquier tontería que un amigo o un extraño quiera ofrecer. Eso es lo que Rand llamó “vivir de segunda mano”, y dos ejemplos de ello destacan en El manantial.

En su juventud, uno de los personajes principales quería ser artista. Pero él deja que su madre le convenza de que busque una “profesión más respetable”: la arquitectura. El día que se gradúa de la escuela de arquitectura, se da cuenta de que su madre “lo había empujado a su carrera”, aunque él “nunca había sabido cuándo ni cómo”. No está seguro de por qué su ambición de convertirse en artista (que ya había sido enterrada mucho tiempo atrás) no para de burbujear a la superficie de sus pensamientos el día de su graduación, ni se toma el tiempo para investigar las razones. En vez de eso, piensa: “Es curioso que me duela ahora, el recordarlo. Bueno, esta ha sido la noche para recordarlo, y para olvidarlo para siempre”. (3) Y de esa forma él reprime una vez más su ambición personal, lo que más quiere hacer, y sigue haciendo lo que su madre lo convenció que tiene más prestigio.

Años más tarde, sus monumentales errores le quedan claros. Él odia, con todo su ser, la carrera que ha elegido y la forma como la ha manejado. Ahora que es un hombre de mediana edad, recupera una pizca de su ego y finalmente empieza a pintar, tal vez esperando rescatar su sueño de tener una carrera como artista.

Él no se atreve a enseñarles sus pinturas al tipo de personas que ha pasado su vida tratando de complacer y de impresionar. Pero, tímidamente, lleva un maletín de sus pinturas a la oficina del único hombre al que ha llegado a respetar: un hombre que ha perseguido vigorosamente y consistentemente una carrera que él ama. Él “se quedó mirando inseguro su maletín por un momento, luego lo recogió. Murmuró algunas vagas palabras de despedida, tomó su sombrero, caminó hacia la puerta, luego se detuvo y miró su maletín. . . . `No se lo he mostrado a nadie´. Sus dedos se movieron inseguros, abriendo las correas. . . . ‘Sólo quiero que me digas si hay alguna. . . ’” Él no llega a terminar su frase, pero le entrega varias pinturas.

El hombre los mira durante un rato con una cierta incomodidad. “Cuando pudo confiar en sí mismo para levantar los ojos, sacudió la cabeza en silenciosa respuesta. . . . Estaba enfermo de lástima. . . . esa total consciencia de ver a un hombre sin valor y sin esperanza, ese sentido de finalidad, de lo que no puede ser redimido”. (4) Si el aspirante a pintor alguna vez tuvo talento, se marchitó en la vid. Ahora estaba sin ninguna posibilidad de perseguir la carrera que le había apasionado en su juventud.

Es una perspectiva aterradora: cometer traición contra uno mismo, contra los valores y las ambiciones más profundas de uno. Tristemente, al aceptar el colectivismo y reprimir su propio juicio, al ser de segunda mano, muchos hacen exactamente eso.

El segundo ejemplo ilustra los motivos colectivistas y las premisas colectivistas que hacen que algunas personas cometan el mismo error en cuanto a sus relaciones, sacrificando sus valores románticos más altos en un esfuerzo por satisfacer las expectativas de otras personas. Cuando el personaje de segunda mano de quien hemos hablado antes decide casarse con la chica que ama, él no puede actuar en base a su convicción. Inicia una conversación con su madre, quien cuestiona su elección: “Ella es una chica respetable, y yo diría que sería una buena esposa para cualquiera. Para cualquier chico simpático, trabajador, respetable. Pero pensar en ella para ti,. . . Eres demasiado modesto. Ese siempre ha sido tu problema. No te aprecias a ti mismo. Crees que eres como cualquier otra persona”. (5) Su madre lo engatusa para que considere, no la naturaleza de su amor, o el carácter de su prometida, sino las reacciones que su elección de novia probablemente provocarán en otras personas, y los posibles impactos en el “prestigio” de él. Cuando él llama a su prometida la mañana siguiente, que iba a ser el día de su boda, él le plantea la idea de posponer la boda, y ella acepta.

“Se fue, aliviado y desolado, maldiciéndose por una sensación pesada y persistente que le decía que había perdido una oportunidad que jamás volvería; que algo se estaba acercando a ambos, y los dos se habían rendido. Él soltó una maldición, porque no sabía decir qué era contra lo que ellos deberían haber peleado”. (6)

Más una vez, él no va más allá intentando averiguar lo que cree él que vale la pena perseguir y, si es necesario, por lo que luchar. Y su prometida tampoco. Nunca se casan, nunca persiguen las cosas que alguna vez desearon para ellos mismos y, con el tiempo, pierden incluso la capacidad de desear. Otro personaje se da cuenta y describe a esas personas así: “No tienen un yo. Viven dentro de otros. Viven de segunda mano”. ¿Qué buscan? “Grandeza… a ojos de otras personas. Fama, admiración, envidia… todo lo que proviene de otros”. Esas personas no quieren ser grandes, sino “ser consideradas grandes”. (7) Ese mismo personaje se da cuenta de que: “Cuando suspendes tu facultad de juicio independiente, suspendes tu consciencia. Detener la consciencia es detener la vida. . . . El de segunda mano actúa, pero la fuente de sus acciones está esparcida en todas las otras personas vivas. Está en todas partes y en ninguna”. (8)

Muchas personas pasarán una gran parte de sus vidas haciendo un trabajo que no aman. Muchas pierden el rumbo durante un tiempo, dándole prioridad a las expectativas de otras personas por encima de sus propios objetivos. Pero algunas se dan cuenta de que han errado, y en el tiempo que tengan, sea cual sea, deciden corregir el rumbo y empezar a pensar, a planificar y a avanzar hacia sus objetivos.

Pero un número desafortunado de personas deja totalmente de pensar en términos de sus objetivos y estándares, si no en todas las esferas de la vida, por lo menos en muchas. Ellas pueden buscar un MBA, un Mercedes o una esposa trofeo para evocar la reacción que quieren ver en los demás. Cuanto más hace eso una persona, más renuncia a su mente y más pierde su propio ego.

La consecuencia, escribe Rand, es que “no puedes razonar con él. No está abierto a la razón. No puedes hablar con él, él no puede oír”. Y cuando una persona así pronuncia un juicio sobre los demás, lo hace sin pensar. “Te está juzgando un tribunal vacío. Una multitud ciega corriendo descontroladamente, para aplastarte sin ningún sentido ni propósito”. (9) En otras palabras, los colectivistas consistentes son zombis, no disfrazados y no sólo un día, sino como algo natural durante toda su vida.

Si tal muerte viviente parece prevalecer hoy día, es porque durante más de un siglo, en los Estados Unidos una profesión entera ha sido secuestrada con la intención de fabricarla. En El hombre que ríe, Víctor Hugo describe a los comprachicos, quienes compraban niños y los obligaban a usar máscaras de hierro, a crecer dentro de jarrones, y empleaban otros medios para deformar sus cuerpos, convirtiéndolos en monstruos de feria. En su ensayo titulado Los Comprachicos, Rand escribe: “La producción de monstruos – de monstruos retorcidos, indefensos, cuyo desarrollo normal ha sido atrofiado – ocurre a todo nuestro alrededor”. (10) Pero, dice ella, los métodos han evolucionado desde que Víctor Hugo los describió, y la maldad es más malvada que nunca. La práctica se lleva a cabo, no en secreto y no en sus cuerpos, sino abiertamente y en sus mentes. Los perpetradores aquí son los llamados educadores “progresistas”, a los que Rand llamó “los comprachicos de la mente”.

Ella escribió: “Las guarderías progresistas comienzan la educación de un niño a los tres años de edad. Su visión de las necesidades del niño es militantemente anti-cognitiva y anti-conceptual. . . El objetivo principal de una guardería progresista es la “adaptación social”. . . y la conformidad al grupo”, es decir, inculcarles el colectivismo. (11) John Dewey, uno de los padres de la educación progresista, se lamentó: “No hay ningún motivo social obvio para la adquisición del mero aprendizaje, no hay ningún beneficio social claro en tener éxito en eso”. (12) Dewey trató de hacer que la “cooperación social y la vida comunitaria” fueran el centro de atención de las escuelas, y en gran parte lo consiguió. (13) En esas escuelas, escribió Rand, el estudiante

“aprende a ocultar sus sentimientos, a fingirlos, a disimular, a evadir, a reprimir. Cuanto más fuerte es su miedo, más agresivo su comportamiento; cuanto más inciertas son sus afirmaciones, más alta es su voz. Él pasa fácilmente de fingir a la habilidad de pretender hacerlo. Lo hace con la vaga intención de protegerse a sí mismo, en base a la conclusión no verbal de que la manada no le causará daño si él nunca descubre lo que siente. . . Él tiene tanto éxito ocultando sus emociones y sus valores de los demás, que acaba ocultándolos también de sí mismo. Su subconsciente automatiza ese acto, que es lo único que el niño le da para que automatice. (Años más tarde, en una `crisis de identidad´, descubrirá que no hay nada detrás de ese acto, que su máscara está protegiendo un vacío)”. (14)

Un vampiro chupa la sangre de los humanos y de esa forma crea nuevos vampiros; Los educadores progresistas hacen esencialmente lo mismo. En raras ocasiones, un estudiante escapa del sistema educativo de los Estados Unidos sin haber aprendido casi nada, pero con su mente y sus valores intactos. Pero muchos no lo hacen. Deben intentar revertir años de represión, o seguir existiendo como almas deformadas. Algunos desarrollan un gusto por la sangre y se unen al movimiento que los creó. Otros se conforman con subsistir como zombies, como parte de la “multitud ciega corriendo descontroladamente”.

Seamos o no víctimas nosotros mismos, tenemos toda la razón para luchar contra ese malvado sistema de adoctrinamiento colectivista, y desmantelarlo. Cuando el colectivismo aumenta, cuando los académicos abogan por el marxismo para eliminar la “desigualdad”, cuando los yihadistas matan a estadounidenses y a judíos por negarse a rendirse al Islam, cuando los políticos invocan la “grandeza nacional” para prohibir lo que queda de la libre empresa, cuando los fanáticos atacan a los gays y a las lesbianas por desafiar la religión o la “biología”…, la libertad disminuye. Uno de los malos en El manantial declara: “Los hombres felices son hombres libres”. Y luego aclara las conexiones causales entre: 1) renunciar a la mente y a los valores de uno, 2) el adoctrinamiento colectivista generalizado, y 3) el fin de libertad.

“Mata su alegría de vivir. Quítales todo lo que sea querido o importante para ellos. . . . Hazles sentir que el mero hecho de un deseo personal es malvado. Llévalos a un punto en el que decir “Quiero” ya no es un derecho natural, sino una vergonzosa admisión. . . Mira hacia atrás en la historia. Mira a cualquier gran sistema de ética, desde el Oriente en adelante. ¿No predicaron todos que hay que sacrificar la alegría personal? Bajo todas las complicaciones de palabrería, ¿no han tenido todos ellos un solo leitmotiv: sacrificio, renuncia, abnegación?. . . Hemos atado la felicidad a la culpa. Y tenemos a la humanidad por el cuello. . . Todos los sistemas de ética que predicaban sacrificios se convirtieron en potencias mundiales y gobernaron a millones de hombres. Por supuesto, debes disfrazarlo. Debes decirle a las personas que ellas lograrán un tipo superior de felicidad al renunciar a todo lo que las hace felices. No tienes que ser muy claro al respecto. Usa palabras grandes y vagas. “Armonía universal”; “espíritu eterno”; “propósito divino”; “Nirvana”; “Paraíso”; “supremacía racial”; “la dictadura del proletariado”. . . Mira cualquier periódico y lee los titulares. ¿No está llegando? ¿No está aquí ya?. . . Todo lo que dije está contenido en una sola palabra: colectivismo. ¿Y no es ese el dios de nuestro siglo?”. (15)

Rand vio que tal maldad se estaba extendiendo, pero no por la fuerza de su propio poder o del de sus defensores. “La propagación del mal”, escribió ella, “es el síntoma de un vacío. Cuando el mal gana, es sólo por defecto: por el fracaso moral de quienes evaden el hecho de que no puede haber concesiones en principios básicos”. (16) Cada vez que un hombre abandona su juicio, deja un vacío para que el mal lo llene. Si él guarda silencio frente al vicio o al mal, él lo aplaca y lo ayuda al implicar su aceptación y su aprobación. Si permite que un colega de trabajo le robe el crédito por su trabajo, está invitando a la sanguijuela a que lo haga con más frecuencia aún. Del mismo modo, cuando los empresarios no responden con indignación a las amenazas de los burócratas de imponer regulaciones, ellos están implicando que esas regulaciones son aceptables, y que ellos no merecen ser libres. Cuando políticos, abogados, jueces y medios de comunicación dejan de condenar el que traten a los hombres como siendo culpables de acoso sexual hasta que se demuestre su inocencia, ellos están tácitamente apoyando esa política.

Rand llamó a que las personas buenas estén dispuestas a sacrificar valores al mal “la sanción de la víctima”, y escribió: “Los hombres verdadera y deliberadamente malvados son una minoría muy pequeña; es el apaciguador quien los desata sobre la humanidad; es la abdicación intelectual del apaciguador lo que los invita a asumir el control”. (17)

Así que, ¿cómo desafiamos y luchamos contra el mal? Un personaje de La rebelión de Atlas, la novela de Rand publicada en 1957, muestra el camino:

“Vi que el mal es impotente, que el mal era lo irracional, lo ciego, lo irreal, y que la única arma de su triunfo era la voluntad del bien en servirlo. . . Vi que, en la derrota de cualquier hombre virtuoso, llega un momento en el que su propio consentimiento es necesario para que el mal triunfe, y que ningún tipo de perjuicio que le causen otros puede triunfar si él decide negar su consentimiento”. (18)

A largo plazo, el mal no puede ganar de ninguna forma sustancial sin el consentimiento de sus víctimas. Para luchar contra el mal, no se necesitan ni “agua bendita” ni balas de plata. Lo que  es necesario es que los hombres buenos comprendan la naturaleza del bien y del mal, que condenen el mal con certeza moral, y que animen a otros a hacer lo mismo. Ese, en esencia, es el método de Ayn Rand para matar monstruos.

Referencias:

  1. Ayn Rand, “The Goal of My Writing,” The Romantic Manifesto: A Philosophy of Literature, rev. ed. (New York: Signet, 1975), 162.
  2. Ayn Rand, “The Fountainhead,” For the New Intellectual: The Philosophy of Ayn Rand (New York: Signet, 1961), 73.
  3. Ayn Rand, The Fountainhead, centennial edition (New York: Plume, 1994), 20.
  4. Rand, Fountainhead, 609.
  5. Rand, Fountainhead, 151.
  6. Rand, Fountainhead, 155.
  7. Rand, Fountainhead, 633.
  8. Rand, Fountainhead, 633–35.
  9. Rand, Fountainhead, 633–35.
  10. Ayn Rand, The Return of the Primitive: The Anti-Industrial Revolution (New York: Penguin Group, 1999), 53.
  11. Rand, Return of the Primitive, 53–54.
  12. John Dewey, The School and Society (Chicago: University of Chicago Press, 1990), 15.
  13. Dewey, School and Society, 20.
  14. Rand, Return of the Primitive, 62.
  15. Rand, Fountainhead, 666–69.
  16. Ayn Rand, “The Anatomy of Compromise,” Capitalism: The Unknown Ideal (New York: Signet, 1967), 163.
  17. Ayn Rand, “Altruism as Appeasement,” The Objectivist, January 1966 (Irvine, CA: Second Renaissance), 6.
  18. Ayn Rand, Atlas Shrugged, centennial edition (New York: Penguin, 1957), 1048.

 

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Por Jon Hersey, editor asociado de The Objective Standard
  publicado por primera vez el 31 de octubre de 2018

Traducción: Objetivismo.org, con permiso del autor

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Ayn Rand

Es sólo el misticismo lo que les permite a los moralistas salirse con la suya. Siempre fue el misticismo — lo de fuera de este mundo, lo sobrenatural, lo irracional — el argumento para justificarlo, o, para ser exactos, para escapar de la necesidad de justificarlo. Uno no justifica lo irracional, uno sólo lo acepta por fe. Lo que la mayoría de los moralistas – y unas pocas de sus víctimas – reconocen, es que razón y altruismo son incompatibles.

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