Uno nunca debe dejar de emitir juicio moral.
Nada puede corromper y desintegrar una cultura o el carácter de un hombre tan a fondo como el precepto del agnosticismo moral, la idea de que uno nunca debe juzgar moralmente a los demás, que hay que ser moralmente tolerante con cualquier cosa, que el bien consiste en no distinguir el bien del mal.
Es obvio quién se beneficia y quién pierde con tal precepto. No es justicia o un trato igual lo que otorgas cuando te abstienes tanto de alabar las virtudes de los hombres y de condenar los vicios de los hombres. Cuando tu actitud imparcial declara, en efecto, que ni el bien ni el mal pueden esperar nada de ti, ¿a quién estás traicionando y a quién estás alentando?
Pero juzgar moralmente es una enorme responsabilidad. Para ser juez, uno debe poseer un carácter intachable; uno no necesita ser omnisciente o infalible, y la cuestión no son los errores de conocimiento; uno necesita una integridad intachable, es decir, el no hacerle concesiones al mal de forma consciente y malintencionada. Así como un juez en una corte de justicia puede errar cuando la evidencia no es concluyente, pero no puede evadir la evidencia disponible, aceptar sobornos, o permitir que cualquier sentimiento personal, emoción, deseo o temor que obstruya el juicio de su mente frente a los hechos la realidad. . . de la misma forma toda persona racional debe mantener una integridad igualmente estricta y solemne en la corte que hay dentro de su propia mente, donde la responsabilidad es más impresionante que en un tribunal público, porque él, el juez, es el único que sabe cuando él mismo ha sido incriminado.
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Si la gente no se dejara llevar por evasiones tan perversas como la afirmación de que un mentiroso despreciable tiene «buenas intenciones», que un vago quejumbroso «no puede evitarlo», que un delincuente juvenil «necesita cariño», que un criminal «no sabe cómo comportarse”, que un político con ansias de poder está motivado por la preocupación patriótica del «bien común», que los comunistas no son más que «reformadores agrarios». . ., la historia de las últimas décadas – o de los últimos siglos – habría sido muy diferente.
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El precepto: «No juzguéis, y no seréis juzgados». . . es una abdicación de responsabilidad moral: es un cheque moral en blanco que uno le da a los demás a cambio del cheque moral en blanco que uno espera que le den a él.
No hay forma de escapar del hecho de que los hombres tienen que tomar decisiones; mientras los hombres tengan que tomar decisiones, no hay forma de escapar de los valores morales; mientras haya valores morales en juego, ninguna neutralidad moral es posible. Abstenerse de condenar a un torturador es convertirse en cómplice de la tortura y del asesinato de sus víctimas.
El principio moral a adoptar en este asunto es: «Juzga, y prepárate a ser juzgado».
Lo contrario de la neutralidad moral no es una condena ciega, arbitraria y dogmática de cualquier idea, acción o persona que no encaje en el estado de ánimo de uno, o en sus lemas memorizados o en sus juicios caprichosos del momento. La tolerancia indiscriminada y la condena indiscriminada no son dos cosas opuestas: son dos variantes de la misma evasión. Declarar que «todo el mundo es blanco», o que «todo el mundo es negro», o que «todo el mundo no es ni blanco ni negro, sino gris”, no es un juicio moral, sino un escape de la responsabilidad de emitir un juicio moral.
Juzgar significa: evaluar cada caso concreto haciendo referencia a un principio abstracto o a un estándar. No es tarea fácil; no es una tarea que pueda ser realizada automáticamente por los sentimientos, los «instintos» o las corazonadas de uno. Es una tarea que requiere el proceso de pensamiento más preciso, más exigente, más despiadadamente objetivo y racional. Es relativamente fácil entender principios morales abstractos, pero puede resultar muy difícil aplicarlos a una situación determinada, sobre todo cuando se trata del carácter moral de otra persona. Cuando uno juzga moralmente, sea para alabar o para culpar, uno debe estar dispuesto a responder «¿Por qué?», y a demostrarle su posición con argumentos, tanto a uno mismo como a cualquier persona racional que lo pida.
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El hombre que se niega a juzgar, que no está ni en acuerdo ni en desacuerdo, que declara que no hay absolutos y cree que está evadiendo la responsabilidad, es el hombre responsable por toda la sangre que está siendo derramada en el mundo. La realidad es un absoluto, la existencia es un absoluto, una partícula de polvo es un absoluto y también lo es una vida humana. Si vives o mueres es un absoluto. Si tienes un pedazo de pan o no, es un absoluto. Si te comes el pan o lo ves esfumarse en el estómago de un ladrón, es un absoluto.
Hay dos lados en todo asunto: un lado es correcto y el otro incorrecto, pero el término medio es siempre malvado. El hombre que está equivocado aún retiene cierto respeto por la verdad, aunque sólo sea por aceptar la responsabilidad de elegir. Pero el hombre del término medio es un bribón que evade la verdad para pretender que ni opciones ni valores existen, que está dispuesto a asistir al desenlace de cualquier batalla, listo para aprovecharse de la sangre del inocente o arrastrarse por el suelo ante el culpable; que administra justicia condenando a los dos, al criminal y a su víctima, a la prisión; que soluciona conflictos ordenando que el pensador y el imbécil se pongan de acuerdo a mitad de camino. En cualquier concesión entre comida y veneno, es sólo la muerte la que puede ganar. En cualquier concesión entre el bien y el mal, es sólo el mal el que puede beneficiarse. En esa transfusión de sangre que drena lo bueno para alimentar lo malo, el que concede es el tubo de goma transmisor.
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La moralidad es la provincia de un juicio filosófico, no de un diagnóstico psicológico. El juicio moral debe ser objetivo, es decir, debe estar basado en hechos demostrables y percibibles. El carácter moral de un hombre debe ser juzgado en base a sus acciones, sus declaraciones y sus convicciones conscientes, no en base a inferencias (normalmente ficticias) sobre su subconsciente.
Un hombre no debe ser condenado o excusado por motivos del estado de su subconsciente. Sus problemas psicológicos son un asunto privado suyo que no está para ser expuesto en público y no debe convertirse en una carga para víctimas inocentes o en un coto de caza para psicologizadores furtivos. La moralidad exige que uno trate y juzgue a los hombres como adultos responsables.
Eso significa que uno le otorga a un hombre el respeto de asumir que es consciente de lo que dice y hace, y uno juzga sus declaraciones y acciones filosóficamente, es decir, por lo que son: no psicológicamente, o sea, como insinuaciones o pistas que conducen a algún significado secreto, oculto o inconsciente. Uno no habla con la gente, ni la escucha, a través de códigos.
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No es el subconsciente del hombre, sino su mente consciente lo que está sujeto a su control directo, y por lo tanto lo que es objeto de juicio moral. Es la mente consciente de un individuo concreto lo que uno juzga (en base a la evidencia objetiva) para así poder juzgar su carácter moral.
. . . La alternativa no es: la emisión de un juicio moral precipitado e indiscriminado o una moralidad neutral cobarde y evasiva, o sea, una condena sin conocimiento o sin querer conocer, para de esa forma poder no condenar. Esas son dos variantes intercambiables del mismo motivo: evadir la responsabilidad de la cognición y del juicio moral.
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Fuentes:
“How Does One Lead a Rational Life in an Irrational Society?”, La Virtud del Egoísmo
Discurso de Galt (de La rebelión de Atlas), Para el Nuevo Intelectual
“The Psychology of ‘Psychologizing”, The Objectivist, marzo 1971
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– Traducción: Objetivismo.org
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