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Fronteras a la Prosperidad

En la incesante búsqueda de la prosperidad, desde tiempos remotos los hombres han cooperado entre ellos para lograr sus objetivos. La historia del progreso humano no puede ser entendida sin la división del trabajo, que permite alcanzar metas que de forma individual resultarían imposibles.

La acumulación y la transmisión del conocimiento, la eficacia y la eficiencia en el proceso de producción, la especialización y el ahorro de recursos son, entre otras, ventajas innegables de la colaboración voluntaria entre los hombres, y el beneficio mutuo es el único resultado de dicha relación.

A pesar de estos innegables hechos, la naturaleza humana parece estar ligada a un continuo apego por separar y dividir. Una recelosa actitud defensiva hacia el vecino es un factor importante que ha marcado, marca y marcará a la humanidad.

Si el comercio es básicamente el resultado de una cooperación voluntaria, las fronteras son la herida abierta de la división entre los hombres. Entendiendo las fronteras como meras delimitaciones, es necesario identificar exactamente qué es lo que tratan de delimitar, de dividir en cada caso concreto, y cuál es el propósito de esa división.

Si bien las fronteras pueden alzarse en legítima defensa frente a amenazas externas, no siempre lo que parece ser una amenaza lo es. Existe una generalizada confusión que impide discernir entre la naturaleza nociva o beneficiosa de las diferentes relaciones humanas, entre qué es una amenaza y qué no lo es. Por esta razón, en numerosas ocasiones se percibe el comercio entre diferentes pueblos como siendo algo negativo, donde una de las partes implicadas pierde y la otra gana. El resultado de esta noción es el Mercantilismo.

El Mercantilismo se fundamenta en la concepción de la economía como un juego de suma cero, donde la división global del trabajo y del comercio es vista como una peligrosa amenaza a evitar; ya sea perjudicando al exterior, – por ejemplo, estableciendo aranceles – o beneficiando al interior – anteponiendo y favoreciendo la producción interior por el mero hecho de ser interior – . Y todo ello, se suele decir, con el objetivo de preservar los intereses nacionales, que, curiosamente, suelen estar contrapuestos a los intereses de los propios individuos que conforman esas naciones. Eli Heckscher definió acertadamente esta doctrina como “la teoría económica del nacionalismo”.

Esa visión obstaculiza la correcta comprensión del comercio; según ella, el comercio es algo similar a otras relaciones humanas – como las guerras – en las que efectivamente unos ganan y otros pierden, en un constante ambiente de beligerancia entre las partes implicadas.

Sin embargo, esa noción obvia por completo el propósito esencial del comercio entre los hombres. El comercio no es más que un sistema espontáneo, dinámico y voluntario de intereses cruzados, en el cual todos los partícipes salen ganando. No hace falta subrayar que, si una de las partes saliese perjudicada, este tipo de relaciones voluntarias no tendría lugar.

Implementar la teoría del conflicto tiene sus propios problemas. Para empezar, tendríamos que definir exactamente qué es un producto o servicio interno, y qué no lo es. El comercio ha alcanzado unos niveles globales de división del trabajo sumamente complejos, que se cristalizan en un mercado de bienes y servicios profundamente mestizos, donde una simple fruta puede haber sido producida por trabajadores marroquíes con abonos españoles y herramientas italianas en suelo francés, para ser finalmente transportada con vehículos japoneses por una empresa americana a un centro comercial alemán. El origen de la producción, por lo tanto, es una cualidad mucho más difusa que lo que muchos pretenden ingenuamente etiquetar como “nacional” o “extranjero”.

Incluso en un hipotético mundo donde la riqueza fuese íntegramente producida en un determinado territorio estanco, nos encontraríamos ante una injusta visión equiparable al racismo más agrio, dado que el proteccionismo establece el origen del producto en cuestión como la única particularidad a tener en cuenta a la hora de adquirirlo, pasando por alto cualidades como la calidad, el precio, o la utilidad. Dar preferencia a las frutas de origen nacional por encima del resto es tan injusto y perjudicial como dar preferencia a unos productos sobre otros según el color de la piel de las personas implicadas en su elaboración.

Esta visión, además de profundamente injusta, es racista y anti-humana, tremendamente perjudicial para la sociedad en su conjunto, pues premia y favorece, no a los productores más provechosos para la sociedad, sino a los menos eficientes. Frédéric Bastiat plasmó brillantemente esta idea en su sátira “La petición de los fabricantes de velas” donde los fabricantes de velas le piden al estado francés tapar el Sol, para así frenar la competencia desleal del astro rey, en beneficio de la industria productora de velas.

Básicamente, el progreso y la prosperidad se ven tremendamente obstaculizados por cuestiones tribales, desincentivando, reprochando, o incluso forzando a quienes actúan de la forma que cabría esperar en un mundo donde la excelencia es la meta a conseguir, y la ineficiencia el reto a superar.

De ser realmente útil el entorpecer los productos y servicios extranjeros en favor de los internos, ¿no sería aún más útil aplicar esta doctrina con más precisión? ¿No sería bueno establecer obstáculos económicos entre ciudades, o incluso entre pueblos? Es más, ¿por qué no aplicar esta lesiva idea incluso entre los mismos individuos, siendo ellos los elementos irreductibles de cualquier sociedad civil?

Imagina un mundo en el que el comercio y la cooperación entre los hombres estuviesen estrictamente prohibidos. Un mundo prehistórico donde el trabajo se retrotraería a la subsistencia a muy corto plazo, donde todo individuo se vería forzado a trabajar de forma continua para recolectar comida para los próximos días, sacrificando recursos como el tiempo o el trabajo en formarse o el realizar labores más complejas y a más largo plazo.

Ese es el mundo que el ser humano superó, precisamente, gracias al contractualismo y a la división del trabajo entre individuos, entre tribus, y finalmente entre ciudades estado. Y los inconmensurables beneficios que esta armonía de intereses aporta no se limitan exclusivamente al trato entre pueblos o ciudades, sino que son aplicables al mundo entero.

Los proteccionistas-nacionalistas que perciben el contractualismo como una amenaza para el interior profesan una profunda visión marxista del mundo, donde el libre comercio supuestamente empobrece a sus partícipes, en un continuo combate entre ellos.

Pero, contrariamente a esta idea, el interés de todo hombre es que los demás hombres, independientemente de sus orígenes, sean productivos, ambiciosos e inteligentes. Uno no se beneficia de la incompetencia, estupidez o ineficiencia de los demás, ni a nivel individual, ni a nivel global. Lo que es bueno para un africano es bueno para un europeo, y viceversa.

La buena voluntad hacia los demás y el contractualismo no deberían ser entorpecidos, pues son el medio para la búsqueda de la prosperidad, y – en un contexto más amplio– la fructuosa y vital tendencia natural del ser humano hacia lo que Thomas Jefferson denominó la búsqueda de la felicidad.

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Artículo escrito por colaboradores de Objetivismo.org.

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Juan Manuel Muñoz
Juan Manuel Muñoz

Brillante texto, G, tanto figuradamente como literalmente (el estilo es luminoso, franco, directo). Comento algo sobre la cita de Eli Heckscher, y la teoría que señalas. Con los años, he ido encontrando más y más ejemplos que me han llevado… Leer más »

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