«Las compañías farmacéuticas nunca deberían tener que acudir a Washington a arrodillarse y pedir permisos burocráticos para salvar vidas, sea un millón de vidas o una sola.»
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Justo cuando se esperaba que la gripe porcina alcanzara su mayor nivel, ésta desaparece misteriosamente. Y ahora que los americanos han dejado de hacer cola para conseguir la vacuna, unas 71 millones de dosis (parte del programa de 1.600 millones de dólares financiado con impuestos) tienen toda la pinta de acabar en la basura al llegar a su fecha de caducidad. Pero mientras los desconcertados expertos de la salud investigan las causas de todo esto, vale la pena mirar hacia atrás y analizar algunas decisiones importantes – aunque poco conocidas – que la Food and Drug Administration [FDA, Agencia de Alimentos y Drogas] tomó durante el ambiente de crisis del pasado otoño.
Con miedo de que se les hiciera responsables de la enfermedad generalizada y la muerte causadas por la gripe porcina (el virus H1N1), la FDA decidió saltarse su laberíntico y virtualmente interminable proceso de aprobación para que los médicos pudieran inmediatamente utilizar remedios prometedores (además de vacunas) para combatir la enfermedad. Al ignorar todos los obstáculos regulatorios, la FDA usó la autoridad que le había sido concedida por el Congreso en el 2004, a ser usada solamente en caso de una “emergencia de salud pública”.
Por supuesto, el Congreso estaba implícitamente reconociendo lo que los críticos de la FDA han sabido durante décadas: que mucha gente muere innecesariamente (por millones, según algunos cálculos) cuando les es negado el acceso a medicinas que la agencia todavía no se ha dignado a aprobar. Una vez que el H1N1 fue considerado una «emergencia de salud pública», la FDA emitió una serie de las así llamadas Emergency Use Authorizations [EUAs, Autorizaciones de Uso de Emergencia], estableciendo exenciones para tres medicamentos antivirales (Peramivir, Tamiflu y Relenza), dos «paneles de gripe» (tests de diagnóstico), y un respirador.
El argumento que usó el Congreso para permitir tales EUAs fue eliminar el obstáculo que suponía la FDA cuando medicinas no aprobadas (o medicinas aprobadas que son usadas en formas no aprobadas) podrían mejorar la seguridad nacional para enfrentar una amenaza biológica o química a la «salud pública». Pero, un momento: ¿Por qué preservar la “salud pública” justifica saltarse el proceso de aprobación de la FDA, mientras que preservar la “salud privada” no? ¿Por qué pueden las compañías farmacéuticas ofrecer medicinas que salvan vidas a grandes números de personas enfermas, pero no a unas pocas, o incluso a individuos aislados?
No hay ninguna respuesta racional a tales preguntas, porque no hay ninguna distinción racional entre salud pública y salud privada en este contexto. Cualquier enfermedad que amenaza la vida representa una emergencia de salud para el paciente individual. Moralmente, tú tienes derecho a buscar el mejor tratamiento que puedas encontrar. Y sin embargo, nuestro sistema jurídico te niega ese derecho cuando se trata de emergencias de salud privada.
En 2008, el Tribunal Supremo se negó a escuchar la apelación en el caso Abigail Alianza por un Mayor Acceso a Drogas Experimentales contra von Eschenbach, dejando inalterada una decisión del tribunal inferior: que un particular no tiene el derecho constitucional de evitar el proceso de aprobación del gobierno, aunque su vida esté en juego. El demandante en ese caso era una organización sin fines de lucro, nombrada Abigail Burroughs en honor de la mujer de 21 años que murió de cáncer en el 2001 después de una desesperada e inútil tentativa de conseguir un permiso federal para tomar una droga experimental contra el cáncer, como su médico le había recomendado.
La respuesta a tales injusticias no es que el Congreso juguetee con las normas por las que los EUAs se emiten. La respuesta es desafiar la idea de que los particulares que tratan de preservar la vida humana contra enfermedades terminales tengan que pedirle permiso al gobierno para poder actuar.
Productos farmacéuticos como los antivirales son la propiedad privada de quienes los fabrican. Las compañías farmacéuticas deben ser libres de ofrecer esos productos y venderlos en el mercado abierto, en las condiciones que a ellos les parezcan oportunas. Si un médico ve una droga específica como la mejor opción para su paciente, entonces él debe ser libre de poder prescribirla. Y si un paciente llega a la conclusión que tomarla le ofrece la mayor probabilidad de recuperar su salud, tiene derecho a autorizar ser tratado con ella. De hecho, su derecho inalienable a la vida no tiene ningún sentido en esa situación, sin la libertad que mencionamos.
Por supuesto, el gobierno siempre debe estar preparado a usar su poder para corregir abusos legales objetivos, tales como fraude, negligencia o incumplimiento de contrato. Pero fuera de esos, el gobierno debe permanecer completamente al margen cuando compañías farmacéuticas, médicos y pacientes están tomando decisiones vitales sobre cómo tratar una enfermedad potencialmente mortal con una droga prometedora.
Si los EUAs recientes liberaron medicinas que de hecho salvaron a personas de sucumbir a la gripe porcina es una cuestión que aún está por resolver. Pero no hay duda que individuos afectados por otras enfermedades siguen muriendo debido a que sus derechos están siendo pisoteados por el control que la FDA tiene sobre los productos farmacéuticos.
Las compañías farmacéuticas nunca deberían tener que acudir a Washington a arrodillarse y pedir permisos burocráticos para salvar vidas – sea un millón de ellas, o una sola.
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Thomas A. Bowden es analista en el Ayn Rand Center for Individual Rights
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