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A es A en el Capitolio

Qué aprender de La rebelión de Atlas en un Capitolio bajo asedio.

Olvídate de una transición pacífica de poder este año. El motín del 6 de enero puso fin a eso y, como resultado, el Capitolio de los EE. UU. ha sido siniestramente fortificado contra una insurrección, con guardias nacionales acampados en la rotonda y alrededor del complejo del Capitolio para evitar una repetición o una escalada entre ahora y la inauguración de Joe Biden.

Ver fotos de soldados uniformados pululando por el Capitolio fue una patada en el estómago, pero hubo una imagen que realmente me llamó la atención: un soldado fuera de servicio descansando en la rotonda del Capitolio, leyendo lo que es claramente una copia en rústica de La rebelión de Atlas (Atlas Shrugged) de Ayn Rand.

Como la novela trata del colapso del sistema estadounidense hacia la tiranía y el caos, parece una elección apropiada.

…es probable que encuentres algunos fans de Ayn Rand que respaldan a Donald Trump, porque ven su novela sólo como un manifiesto contra el izquierdismo. Pero esos fans están perdiendo el mensaje más profundo y más importante…

No sé quién es el soldado ni por qué eligió el libro. Quizás fue simplemente la anticipación de un despliegue que implicaría pasar mucho tiempo sentado por ahí sin mucho que hacer entre horas de servicio, lo cual parece una buena oportunidad para profundizar en el libro más grueso que puedas encontrar. Pero la novela de hecho ofrece muchas lecciones que son aplicables a la confusión actual.

Hay una lección que parece ser la más relevante, una frase que ha sido asociada con Ayn Rand y específicamente con La rebelión de Atlas.

A es A.

Ayn Rand no acuñó esa frase. Viene del antiguo filósofo griego Aristóteles, quien la usó como su formulación de la Ley de Identidad. A es A. Una cosa es lo que es. Los hechos son hechos. La realidad es absoluta.

Ese es el lado afirmativo de otro de los axiomas básicos de la Lógica de Aristóteles, la Ley de No Contradicción. Ayn Rand consideró que esas leyes tienen una importancia tan crucial, y son tan centrales para el tema de La rebelión de Atlas, que eligió “No contradicción”, “O lo uno o lo otro” (la tercera regla de Aristóteles, la Ley del Medio Excluido), y “A es A” como los títulos de las tres partes en que se divide la novela.

La rebelión de Atlas trata de muchos problemas políticos y morales, y Ayn Rand es una crítica mordaz del Estado de Bienestar y de un Estado regulador. Por eso es probable que encuentres algunos fans de Ayn Rand que respaldan a Donald Trump, porque ven su novela sólo como un manifiesto contra el izquierdismo. Pero esos fans están perdiendo el mensaje más profundo y más importante. La distópica nación estadounidense de La rebelión de Atlas no está siendo destruida por algo tan trivial como una mala política pública. Está siendo destruida por negarse a afirmar que A es A. Cada uno de los malos del libro quiere tener su pastel y comérselo a la vez. Cada alocada directriz del gobierno, cada acuerdo comercial corrupto entre compinches políticos, todos ellos están diseñados para imponer un cierto resultado mientras que al mismo tiempo lo hacen imposible.

El malo principal de la novela, Jim Taggart, es el heredero incompetente de un imperio empresarial que usa un constante zumbido de lloriqueos sobre lo que él cree que son agravios y victimizaciones como una herramienta para explotar a todo el mundo que lo rodea, sobre todo a la protagonista de la novela, su hermana, que es la que realmente mantiene a flote la empresa familiar. Jim piensa que su trabajo es tomar decisiones impulsivas y hacer demandas petulantes, mientras que el trabajo de su hermana es ir detrás de él recogiendo los platos rotos y haciendo que todos encajen de alguna manera. Él es del tipo que piensa que si puede intimidar a otras personas para que crean sus mentiras, ellas de alguna manera las harán realidad.

¿Algo de eso te suena familiar?

Siendo lo suficientemente experto en La rebelión de Atlas como para escribir un libro completo sobre esa novela, yo dediqué parte de un capítulo a explicar cómo Jim Taggart es psicológicamente idéntico a Donald Trump, sólo que con un sabor más de justicia social en sus quejas que del estilo populista-nacionalista de Trump.

Pero el verdadero problema con Donald Trump no es que él siempre quiera salirse con la suya fingiendo la realidad. Es que él ha convencido al resto del Partido Republicano y a gran parte del movimiento conservador para que intenten hacer lo mismo.

Hace algunos años, un joven conservador popularizó un eslogan que nos recuerda a Ayn Rand: “A los hechos no les importan tus sentimientos”. Toda la era de Trump ha sido un ejercicio sobre hasta qué punto los conservadores pueden traicionar ese eslogan, porque ellos han puesto continuamente sus sentimientos sobre lo que les gustaría creer por encima de los hechos.

Mi ejemplo favorito es el del promotor de Trump, Lou Dobbs, quien recientemente se quejó así: “Ocho semanas han pasado desde las elecciones y todavía no tenemos un datos verificables y tangibles de los crímenes que todo el mundo sabe que se cometieron… Nos ha costado Dios y ayuda encontrar pruebas reales”. Pero, ¿cómo puede “todo el mundo saber” que las elecciones se robaron, si no hay pruebas reales? Ese es el patrón detrás de todas las afirmaciones de “fraude electoral”. Esas reivindicaciones son afirmadas como hechos conocidos, demostrados y obvios, pero la evidencia siempre se disuelve al tratar de examinarla, para ser reemplazada por una nueva reivindicación fabricada, y así sucesivamente en un ciclo infinito.

Cada una de esas afirmaciones es y no es al mismo tiempo. Afirman estar seguros en la misma frase que se lamentan de no tener ninguna evidencia al respecto. A es no-A. La realidad es no-absoluta. Los hechos ceden ante los sentimientos de los republicanos de Trump.

Bed Domenech, de The Federalist, nos ofrece una aclaración a esa mentalidad en una extraña especie de semi-disculpa por los disturbios del Capitolio. Es una obra maestra de escribir sobre A-es-no-A. Él consigue insinuar que el asalto al Capitolio no fue gran cosa: “He conocido demasiadas historias sobre los rincones y recovecos donde Ted Kennedy hizo cosas y se metió en demasiados desastres”. Pero también dice que fue realmente culpa de la izquierda: “¿Son los de Black Lives Matter? No, no lo son, pero al mismo tiempo, lo son”. O puede que sea culpa de las redes sociales: “Las redes mienten agresivamente sobre la derecha populista…, y luego… la forma misma como las redes enmarcan ese desarrollo se materializa de una forma nueva y más virulenta”. Pero definitivamente no es culpa de Trump: “Culpar de todo eso a Donald Trump es… demasiado simplista”. Y no hay forma de que los NeverTrumpers sean vindicados: “Un partido de derechas que rechaza a la multitud de personas que gastaron el dinero que ganaron a malas penas como clase trabajadora para ir conduciendo a Washington, D.C., y ondear una bandera, tratarlos como siendo deplorables nunca ganará”. Y cuando lo piensas, las verdaderas víctimas aquí son los partidarios de Trump, porque ellos serán el blanco de un “esfuerzo aplastante y total contra la libertad de expresión, un esfuerzo que trata a los grupos que apoyan a Trump como si fueran Branch Davidians”.

El autor se las arregla para decir todo eso y a la vez no decirlo realmente, insinuando esas conclusiones pero nunca comprometiéndose del todo con ellas. ¿Él aprueba o no el motín del Capitolio? ¿Lo está condenando o lo está defendiendo? No hace ninguna de las dos cosas, o está haciendo ambas al mismo tiempo. No seas tan “simplista”. No exijas que tenga que ser una cosa o la otra, o que A tenga que ser A.

Lo único sustancial que termina diciendo es esto: “Los amotinados fracasaron en su esfuerzo y aseguraron su marginalización. Pero marginalización no significa evaporación. Ellos todavía están aquí. Todavía son norteamericanos. Y no van a irse”. Así que supongo que tenemos que hacer más para apaciguarlos (y lograr que lean nuestros “ciberanzuelos”) porque ellos son un montón. Pensándolo bien, eso suena más a algo sacado de la otra gran novela de Ayn Rand, El manantial. Es el tipo de cosas que diría el blandengue conformista social Peter Keating. Ahí va la gente. Yo debo seguirla, porque yo soy su líder intelectual.

QAnon es la encarnación completa de ese escape de los hechos firmes y de la realidad, de esa predisposición a creer algo sólo porque tú quieres que sea verdad. En su centro, QAnon es una fantasía de cumplir deseos, en la que todos tus oponentes tribales quedarán repentinamente descubiertos como siendo la maldad suprema (¡abusadores de niños!), acorralados y ejecutados. Es una fantasía oscura y bárbara, y quizás por esa razón es tan tremendamente y tan emocionalmente convincente que crea una poderosa tentación de tirar por la borda todas las reglas de la evidencia y de la lógica. ¿De qué otra forma pueden sus seguidores aferrarse a la creencia, faltando sólo unas pocas horas, de que toda la evidencia secreta saldrá a la luz, y que el plan secreto de Donald Trump para tomar el poder y castigar a sus enemigos finalmente va a hacerse realidad en cualquier momento?

En La rebelión de Atlas, las fantasías eventualmente todas se derrumban. Eso sucede en parte porque las personas que permitieron que los fantasiosos –las personas que insistieron en seguir a los Jim Taggarts y trataron de hacer que sus contradicciones funcionaran– se negaron a seguir intentándolo.

Esa es la mayor lección que hay que aprender cuando uno lee La rebelión de Atlas en una época de mentiras extravagantes y de intentos de gobernar por la fuerza. La realidad se impondrá, y A insistirá obstinadamente en ser A. No podemos cambiar ese resultado. Solamente podemos decidir si vamos a escuchar a las voces que intentan convencernos de que nos unamos a su maldita lucha contra la realidad.

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por Robert Tracinski, publicado el 18 de enero del 2021 por email.
Ver The Tracinski Letter.
Traducido, editado y publicado por Objetivismo.org con permiso del autor.

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