«La trágica ironía de la historia humana es que, en todos los altares que los hombres erigieron, siempre fue al hombre a quien inmolaron y al animal al que glorificaron. Siempre fueron los atributos del animal, no del hombre, los que la humanidad adoró: el ídolo del instinto y el ídolo de la fuerza – los místicos y los reyes – los místicos, que anhelaban una consciencia irresponsable y gobernaban por medio de la afirmación de que sus tenebrosas emociones eran superiores a la razón, que el conocimiento les venía en espasmos ciegos e inevitables que tenían que ser obedecidos a ciegas, sin cuestionarlos – y los reyes, que gobernaban por medio de garras y músculos, con la conquista como método y el saqueo como objetivo, con un garrote o una pistola como única justificación de su poder. Los defensores del alma del hombre estaban preocupados con sus emociones, y los defensores del cuerpo del hombre estaban preocupados con su estómago, pero ambos estaban unidos contra su mente». (Atlas Shrugged)
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Estas dos figuras – el hombre de Fe y el hombre de Fuerza – son arquetipos filosóficos, símbolos psicológicos, y realidad histórica. Como arquetipos filosóficos encarnan dos variantes de una cierta visión del hombre y de la existencia. Como símbolos psicológicos representan la motivación básica de muchos hombres que existen en cualquier época, cultura o sociedad. Como realidad histórica son los verdaderos gobernantes de la mayoría de las sociedades humanas, los que suben al poder cada vez que los hombres abandonan la razón.
Las características esenciales de estos dos permanecen las mismas en todas las épocas: Atila, el hombre que gobierna por la fuerza bruta, actúa en el impulso del momento, sólo se preocupa con la realidad física que está directamente frente a él, sólo respeta los músculos del hombre, y piensa que un puño, un garrote o una pistola son las únicas respuestas a cualquier problema – y el Hechicero, el hombre que le teme a la realidad física, teme la necesidad de la acción práctica, y se refugia en sus emociones, en visiones de algún reino místico en el que sus deseos disfrutan de un poder sobrenatural que no está limitado por el absoluto de la naturaleza.
A primera vista, estos dos pueden parecer opuestos, pero observad lo que tienen en común: una consciencia restringida al método perceptual de funcionar, una consciencia que decide no ir más allá de lo automático, lo inmediato, lo dado, lo involuntario, que significa: la «epistemología» de un animal, o lo más cercano a ella que una consciencia humana puede llegar.
La consciencia del hombre comparte con los animales las dos primeras etapas de su desarrollo: las sensaciones y las percepciones; pero es el tercer estado, las concepciones, lo que le hacen hombre. Las sensaciones son integradas en percepciones de forma automática por el cerebro de un hombre o de un animal. Pero la integración de percepciones en concepciones es un proceso de abstracción, una hazaña que sólo el hombre tiene el poder de realizar – que tiene que realizar por decisión propia. El proceso de abstracción y de formación de conceptos es un proceso de la razón, del pensamiento; no es automático ni instintivo ni involuntario ni infalible. El hombre tiene que iniciarlo, mantenerlo, y asumir responsabilidad por sus resultados. El nivel pre-conceptual de la consciencia es no-volicional; la voluntad empieza con el primer silogismo. El hombre tiene la opción de pensar o de evadir – de mantener un estado de plena consciencia o dejarse ir a la deriva de un momento al siguiente, en un aturdimiento semi-consciente, a merced de las caprichosas asociaciones que produzca el desenfocado mecanismo de su consciencia.
Pero los organismos vivos que poseen la facultad de la consciencia necesitan usarla para poder sobrevivir. La consciencia de un animal funciona de forma automática; un animal percibe lo que es capaz de percibir y sobrevive de acuerdo con ello, hasta donde su límite perceptual le permite, y no más. El hombre no puede sobrevivir al nivel perceptual de su consciencia; sus sentidos no le proporcionan una guía automática, no le dan el conocimiento que necesita, sino sólo la materia prima para el conocimiento, que su mente luego tiene que integrar. El hombre es la única especie viviente que tiene que percibir la realidad – lo que significa: ser consciente – por decisión voluntaria. Pero él comparte con otras especies el castigo de la inconsciencia: la destrucción. Para un animal, la cuestión de la supervivencia es esencialmente física; para el hombre, es esencialmente epistemológica.
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«Como productos de la separación entre el alma y el cuerpo del hombre, surgieron dos tipos de maestros de la Moralidad de la Muerte: los místicos del espíritu y los místicos del músculo, a quienes llamáis los espiritualistas y los materialistas, los que creen en consciencia sin existencia y los que creen en existencia sin consciencia. Ambos demandan la sumisión de tu mente, el uno a sus revelaciones, el otro a sus reflejos. Sin importar cuánto se afanen en los papeles de antagonistas irreconciliables, sus códigos morales son idénticos, y así lo son sus objetivos; en materia: la esclavitud del cuerpo del hombre; en espíritu: la destrucción de su mente.
El bien, dicen los místicos del espíritu, es Dios, un ser cuya única definición es que está más allá del poder del hombre de concebir – una definición que invalida la consciencia del hombre y anula sus conceptos de existencia. El bien, dicen los místicos del músculo, es la Sociedad – una cosa que ellos definen como un organismo que no posee forma física, un super-ente encarnado en nadie en particular y en todos en general excepto en ti. La mente del hombre, dicen los místicos del espíritu, debe estar subordinada a la voluntad de Dios. La mente del hombre, dicen los místicos del músculo, debe estar subordinada a la voluntad de la Sociedad. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del espíritu, es el placer de Dios, cuyos criterios están más allá del poder de comprensión del hombre y deben ser aceptados por fe. El criterio de valor del hombre, dicen los místicos del músculo, es el placer de la Sociedad, cuyos criterios están más allá del derecho a juzgar del hombre y deben ser obedecidos como un absoluto primario. El objetivo de la vida del hombre, dicen ambos, es convertirse en un esperpento delirante, sirviendo un propósito que desconoce, por razones que no debe cuestionar. Su recompensa, dicen los místicos del espíritu, le será dada más allá de la tumba. Su recompensa, dicen los místicos del músculo, le será dada en la tierra – a sus tataranietos». (Atlas Shrugged)
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Fuentes:
Para el Nuevo Intelectual — Ayn Rand
* * * Traducción: Objetivismo.org * * *
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