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Credibilidad y polarización – por Ayn Rand

La confusión intelectual es el sello distintivo del siglo XX, inducida por aquellos cuya tarea es precisamente proporcionar la iluminación: los intelectuales modernos.

Uno de sus métodos es la destrucción del lenguaje – y, por tanto, del pensamiento y, por tanto, de la comunicación – por medio de anticonceptos. Un anticoncepto es un término innecesario y racionalmente inútil, diseñado para reemplazar y destruir a algún concepto válido. El uso de anticonceptos les da a quienes los oyen una sensación de comprenderlos más o menos, de forma aproximada. Pero en el ámbito de la cognición, no hay nada peor que lo aproximado. Si, cargado con demasiadas aproximaciones, te encuentras renunciando al intento de comprender el mundo actual, verifica tus premisas y las palabras que estás oyendo. El entender lo que uno oye y lee hoy día requiere una traducción especial.

Ahora voy a presentarme, en este contexto. Filosóficamente, soy una defensora de la razón. Prácticamente, mi tarea es demostrar que el hombre necesita filosofía para poder descubrir la forma correcta de vivir en la Tierra. Periodísticamente, parte de mi tarea es hacer de traductora, identificando, cuando es necesario, el significado de los peores anticonceptos en nuestra nebulosidad cultural. Coloquialmente, en este sentido, podéis llamarme una demoledora de banalidades.

Uno de los anticonceptos de moda hoy día es “polarización”. Su significado no es muy claro, excepto que es algo malo – algo indeseable, socialmente destructivo, malvado – algo que dividiría al país en bandos y conflictos irreconciliables. Es usado sobre todo en entornos políticos, y sirve como una especie de “argumento por intimidación”: sustituye una discusión sobre los méritos (la verdad o falsedad) de una idea, por la acusación amenazante de que tal idea sería “polarizar” al país, lo cual supuestamente debe hacer que uno de los oponentes se retire, con la excusa de que no es eso lo que quería decir. Quería decir. . . ¡¿qué?! . . .

«Polarización» es un término tomado de la física; el diccionario define «polaridad» como: “la presencia o manifestación de dos principios o tendencias opuestas o contrastantes”. (Random House Dictionary, 1966.)

Trasplantado desde el ámbito de la física al ámbito de los temas sociales, este término significa una situación en la que los hombres tienen ideas (principios) o puntos de vista, y objetivos o valores (tendencias), «opuestos o contrastantes». Cuando se usa como término peyorativo, eso significa que los hombres no deberían diferir en sus puntos de vista, ideas, objetivos y valores, que tales diferencias son malas, que los hombres no deben estar en desacuerdo.

Esta noción es propagada por los propios intelectuales que se quejan de la conformidad, que critican el status quo, que exigen el cambio, y que proclaman que el derecho a disentir incluye el derecho a implementarlo usando la fuerza física.

Pero – los anti-polarizadores podrían protestar – ellos no se oponen a todos los desacuerdos: el término clave en la definición anterior es «principios«; lo cual es verdad. Son los principios – los principios fundamentales – los que ellos están tratando a toda costa de eliminar de la discusión pública. Es un choque de principios fundamentales lo que el término «polarización» pretende ocultar y evitar. Los principios fundamentales, ellos sienten, deben ser aceptados sin criticar – por fe, por «instinto», por implicación, por un compromiso emocional – y nunca deben ser nombrados o cuestionados. No, a ellos no les importan el desacuerdo y las diferencias, diferencias tales como entre San Pedro y San Pablo, o entre Auguste Comte y Karl Marx, o entre el senador Muskie y el senador Kennedy. Pero no se atreven a enfrentar las diferencias entre Aristóteles y Marcuse, o entre Adam Smith y J.M. Keynes, o entre George Washington y Richard Nixon. Eso sería polarizar el país, dicen. Y, desde luego, lo sería.

Los más tímidos, asustados, y conservadores defensores del status-quo – del status-quo intelectual – son los liberales actuales de izquierdas (los líderes conservadores nunca se aventuraron en el terreno del intelecto). Lo que temen descubrir es el hecho de que el status-quo intelectual que ellos heredaron está en bancarrota, que no tienen ninguna base ideológica sobre la que sustentarse y ninguna capacidad para construir una. Educados en la filosofía del pragmatismo, les han enseñado que los principios son indemostrables, imprácticos o inexistentes, y eso ha destruido su capacidad para integrar ideas, para lidiar con abstracciones, y para ver más allá del horizonte del momento inmediato. Las abstracciones, según ellos, son «simplistas» (otro anticoncepto); en cambio, la miopía es sofisticada. «¡No polaricéis!» y «¡No hagáis olas, no arméis jaleo!» son expresiones del mismo tipo de pánico.

Es dudoso – incluso en la plena decadencia intelectual que tenemos hoy – que uno pudiera salirse con la suya si declarara explícitamente: “¡Eliminemos cualquier debate sobre principios fundamentales!” (aunque algunos lo han intentado). Si uno declara, en cambio: “No nos polaricemos”, y sugiere una vaga imagen de bandos listos para pelear (sin mencionar el objeto de la pelea), uno tiene la oportunidad de silenciar a los mentalmente tímidos. Usar “polarización” como término peyorativo quiere decir: suprimir los principios fundamentales. Así es, en esencia, cómo funcionan los anticonceptos.

Los líderes de los intelectuales actuales son probablemente conscientes del hecho de que la medida cautelar para evitar la polarización significa que a la unidad – a la unidad de la nación – hay que darle prioridad sobre la razón, la lógica y la verdad, lo cual es un principio fundamental del colectivismo. Pero los intelectuales comunes y corrientes no son conscientes de eso: es una conclusión demasiado abstracta para ellos. Como los niños y los salvajes, ellos creen que los deseos humanos son omnipotentes, que todo funcionaría perfectamente si consiguiéramos todos estar de acuerdo en todo, y que cualquier cosa puede ser resuelta cooperando, negociando y cediendo.

Esta ha sido la doctrina dominante en nuestra vida política, académica e intelectual durante los últimos cincuenta años, o más, sin que haya habido disidentes notables, excepto uno: la realidad.

El ideal de un «consenso» no ha funcionado. No nos ha llevado a una armonía social entre los hombres, ni a una seguridad o una confianza o una unidad o un entendimiento mutuo y una buena voluntad. Nos ha llevado a una sensación general de hostilidad, de miedo, incertidumbre, letargo, amargura, cinismo, y a una desconfianza cada vez mayor de todos en todos.

Los mismos intelectuales que defienden la no-polarización están ahora lamentándose de la «brecha de credibilidad». No se dan cuenta de que esta última es consecuencia inevitable de la primera.

Si los principios claros, las definiciones inequívocas y las metas inflexibles son excluidas de la discusión pública, entonces un orador o un escritor tiene que esforzarse en ocultar el significado de lo que quiere decir (si lo tiene) bajo capas de generalidades sin sentido y ambigüedades populares pero seguras. Independientemente de si su mensaje es bueno o malo, verdadero o falso, él no puede comunicarlo abiertamente, sino que debe transmitírselo de contrabando al subconsciente de su público por medio de la misma palabrería desenfocada, engañosa y evasiva. Debe esforzarse por ser malentendido en el mayor número de formas diferentes por el mayor número de personas: esa es la única forma de mantener la ilusión de unidad.

Si, en tales condiciones, se le insta a la gente a cooperar, a negociar y a hacer concesiones, ¿cómo van a hacerlo? ¿Cómo van a cooperar, si su objetivo común no ha sido nombrado explícitamente? ¿Cómo van a negociar, si las intenciones de los diferentes individuos o grupos involucrados no han sido reveladas? ¿Cómo pueden saber, cuando ceden en algo, si han llegado a un acuerdo razonable o si han vendido su futuro? Puesto que no hay manera de hacerlo – puesto que problemas concretos ni siquiera pueden ser captados, y mucho menos juzgados o resueltos, sin hacer referencia a principios abstractos – los hombres empiezan a considerar las relaciones sociales, no como una cuestión de tratar unos con otros, sino de ser siempre más listo que el otro y aprovecharse de él. Y lo peor de todo no es que esta política convierta a los hombres que actúan de buena fe en presa fácil de defraudadores y manipuladores. Lo peor de todo son los auténticos malentendidos entre hombres honestos, entre quienes sinceramente creen que esa palabrería imprecisa significa dos cosas opuestas. Si hay alguna forma más segura de generar desconfianza y desengaño entre la gente, yo no sé cuál es.

En política, los intelectuales profesan su deseo de «hacer que la democracia funcione», y su dedicación a la voluntad del pueblo, tal como ha sido expresada por el voto. ¿Cómo va el pueblo a elegir o a confiar en sus representantes, en una era de lenguaje no-polarizado? Un sistema parlamentario se mantiene o se derrumba según la calidad – la precisión – de la comunicación pública (y de su condición previa: la libertad de información pública). Un programa, una plataforma, una promesa, o una predicción del futuro no pueden ser ofrecidas excepto en términos y en principios explícitamente definidos: y tales principios son el único medio que tiene la gente para determinar si un candidato ha cumplido su palabra o no. En las últimas décadas, la gente se ha ido acostumbrando cínicamente a ignorar las frases vacías de la oratoria de las campañas electorales, y para votar en base a implicaciones. Pero eso no funciona, como lo ha demostrado sin lugar a dudas el Sr. Nixon, quien hizo un giro de 180 grados en una moneda de diez centavos (o en un dólar de papel), tirando por la borda de un día para otro todos los principios aproximados que se pensaba que él aproximadamente podría apoyar. (Comentaré el desempeño del Sr. Nixon en una Carta futura.) Hablen de lo que hablen nuestros políticos ahora, mejor que no hablen de revivir la «fe en el proceso democrático» de nadie, ni que hablen de credibilidad.

En la ausencia de polarización intelectual, estamos presenciando el crecimiento del tipo más grotesco de división o polarización existencial, por llamarla así, que es: la guerra de grupos de presión. El país se está dividiendo en docenas de bandos ciegos y sordos, pero gritones, cada uno de ellos unido, no por lealtad a una idea, sino por un accidente de raza, edad, sexo, credo religioso, o por el capricho frenético de un momento dado; no por los valores que puedan tener en común, sino por un odio común contra algún otro grupo; no por elección, sino por terror.

Cuando los hombres abandonan los principios (es decir, cuando abandonan su facultad conceptual), los dos resultados principales son: individualmente, la imposibilidad de proyectar el futuro; socialmente, la imposibilidad de comunicarse. Atrapados en un laberinto de problemas inmediatos, sin forma ni medios para captar contexto, causas, consecuencias o soluciones, los hombres buscan una salida confabulándose unos contra otros, lo que significa: aceptando la fuerza física, la fuerza bruta, como el último árbitro de cualquier disputa. Una mentalidad mermada y de horizontes reducidos ve a otros hombres como la causa inmediata de sus problemas; no puede ver más allá; obligar a otros a aceptar sus demandas es la única respuesta que puede concebir. Pero esos otros, actuando bajo el mismo no-principio, se confabulan entre sí para desquitarse y forzar sus demandas en terceros, lo cual hace que sus víctimas a su vez se confabulen, y así sucesivamente. ¿Quién es la víctima final? La menor minoría en la Tierra: el individuo. O sea, cada hombre, como hombre.

¿Hay solución? Sí, la hay. En su estado actual, lo que este país necesita más que nada es una guía que aclare, tranquilice, e inspire confianza y credibilidad; una guía de principios fundamentales, o sea, en lenguaje moderno, necesita polarización intelectual.

Eso le devolvería a nuestra atmósfera cultural algo casi totalmente olvidado: la honestidad, y su corolario, la claridad. Establecería el requisito mínimo para poder tener un discurso civilizado: que quienes proponen ideas se esfuercen en hacerse entender y pongan todas sus cartas sobre la mesa (incluyendo sus axiomas). Ello no dejaría espacio para gente influyente que se especializara en lo ininteligible, o que propusiera contradicciones flagrantes, o que buscara fines sin preocuparse lo más mínimo por los medios, o que mantuviera principios fundamentales sin atreverse a nombrarlos abiertamente, o que difundiera anticonceptos. Ello les permitiría a los hombres conocer exactamente su propia posición y la de sus adversarios. Les permitiría tomar decisiones conscientes y aceptar las consecuencias. . . o cambiar de dirección, si se dan cuenta de que están equivocados. Lo que recuperarían es el poder de entender, de considerar, de juzgar, y de comunicarse entre sí. Lo que perderían es el sentido de estar ahogándose en una nebulosidad de perplejidad e impotencia.

¿Y si los hombres no se ponen de acuerdo?, puedes preguntar. Ningún desacuerdo abierto puede ser tan destructivo como la hostilidad secreta, innombrable y virulenta que ahora está fragmentando este país.

Pero, ¿no es la unión deseable?, puedes preguntar. La unión es una consecuencia, no algo primario. La unión de una pandilla de linchamiento, de las tropas de asalto nazis o de la prensa soviética no es deseable. Sólo unos principios fundamentales, racionalmente validados, claramente entendidos y voluntariamente aceptados pueden crear el tipo de unión que es deseable entre los hombres.

Pero, «tales principios no pueden ser definidos», puedes pensar. Verifica tus premisas y las de quienes te dijeron eso. Hay una ciencia cuya tarea es descubrir y definir principios fundamentales. Es la ciencia olvidada, descuidada, subvertida y actualmente despreciada, la base de todas las otras ciencias: la filosofía.

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Fuente: Credibility and polarization, The Ayn Rand Letter, Vol. 1, No. 1 October 11, 1971

Traducción: Objetivismo.org

Ensayo por primera vez disponible en castellano. Derechos reservados.

[Como en la mayoría de sus escritos, Ayn Rand trata aquí de un tema universal y atemporal. Lo que dice sobre la situación en los Estados Unidos de hace medio siglo – aunque cambien detalles como los nombres de los políticos de turno, o la moda de la palabra «polarización» – es tan aplicable en todos sus aspectos a la situación actual de España, México, Argentina, Venezuela, Chile, o cualquier otro país del mundo. El lector atento verá cómo su mente se abre a la nítida claridad transmitida por Ayn Rand, permitiéndole entender más a fondo la realidad política y cultural de su propio país. – N. del T.]

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[…] Publicado originalmente em Ayn Rand Letters. […]

Ricardo
Ricardo

Madre mía, la razón es tan esclarecedora y limpia. Saben, deberían traducir el libro de «The Ayn Rand Letter» y lo digo enserio, y por qué no, también en el libro en el qué se le hacen preguntas y entrevistas… Leer más »

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