De muerte en vida — por Ayn Rand
Charla sobre la encíclica papal “Humanae Vitae” que Ayn Rand presentó en el Ford Hall Forum, Boston, USA, el 8 de diciembre de 1968.
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Quienes deseen observar el papel de la filosofía en la existencia humana pueden verlo dramatizado a una gran (y espantosa) escala en el conflicto que está dividiendo a la Iglesia Católica hoy.
Observa, en ese conflicto, el miedo que tienen los hombres a identificar o desafiar fundamentos filosóficos: ambas partes están dispuestas a pelear en confusión silenciosa, a apostar sus creencias, sus carreras y sus reputaciones en el resultado de una batalla sobre los efectos de una causa no mencionada. Una parte la componen principalmente hombres que no se atreven a nombrar la causa; la otra, hombres que no se atreven a descubrirla.
Ambas partes afirman estar desconcertadas y decepcionadas con lo que consideran una contradicción en las dos recientes encíclicas del Papa Pablo VI. Los así llamados conservadores (hablando en términos religiosos, no políticos) se consternaron por la encíclica “Populorum Progressio” (“Sobre el Desarrollo de los Pueblos”) – que abogaba por un estatismo global – mientras que los llamados liberales la elogiaron como un documento progresista. Ahora los conservadores están elogiando la encíclica “Humanae Vitae” (“De la Vida Humana”) – que prohíbe el uso de anticonceptivos – mientras que los liberales están consternados por ella. A ambas partes les parecen inconsistentes los dos documentos. Pero la inconsistencia es de ellos, no del pontífice. Las dos encíclicas son total y absolutamente consistentes en cuanto a su filosofía básica y a su meta final: ambas proceden de la misma visión de la naturaleza del hombre y están dirigidas a establecer las mismas condiciones para su vida en la Tierra. La primera de esas dos encíclicas prohibió la ambición, la segunda prohíbe el disfrute; la primera esclavizó al hombre a las necesidades físicas de otros, la segunda lo esclaviza a las capacidades físicas de su propio cuerpo; la primera condenó el éxito, la segunda condena el amor.
La doctrina de que la capacidad sexual del hombre pertenece a la parte animal o más baja de su naturaleza ha tenido una larga historia en la Iglesia Católica. Es la consecuencia necesaria de la doctrina que el hombre no es una entidad integrada, sino un ser desgarrado por dos elementos opuestos, antagónicos e irreconciliables: su cuerpo, que es de este mundo, y su alma, que es de otro mundo, el sobrenatural. Según esa doctrina, la capacidad sexual del hombre – independientemente de cómo la use o qué la motive; no sólo su abuso, ni su pura complacencia o promiscuidad, sino la capacidad en sí – es pecaminosa o depravada.
Durante siglos, la enseñanza dominante de la Iglesia sostuvo que la sexualidad es malvada, que sólo la necesidad de evitar la extinción de la especie humana le da al sexo el estatus de un mal necesario, y que, por lo tanto, sólo la procreación puede redimirlo o excusarlo. En tiempos modernos, muchos escritores católicos han negado que esa fuese la visión de la Iglesia. Pero ¿cuál es esa visión? No respondieron.
Veamos si podemos encontrar la respuesta en la encíclica “Humanae Vitae”. Al tratar el tema del control de natalidad, la encíclica prohíbe todos los tipos de contracepción (excepto el llamado “método del ritmo”). La prohibición es total, rígida, inequívoca. Es enunciada como un absoluto moral.
Piensa en lo que ese asunto implica. Trata de mantener una imagen de horror extendida en el espacio y el tiempo – a través del mundo entero y a lo largo de los siglos – la imagen de padres encadenados, como bestias de carga, a las necesidades físicas de una prole cada vez mayor de niños – de padres jóvenes envejeciendo prematuramente mientras libran una batalla perdida contra la inanición – de hordas esqueléticas de hijos indeseados naciendo sin ninguna posibilidad de vivir – de madres solteras muriendo en una carnicería masiva en antros antihigiénicos de abortistas incompetentes – el terror silencioso presidiendo, para cualquier pareja, sobre cada uno de sus momentos de amor. Si uno mantiene esa imagen mientras escucha que esa pesadilla no ha de ser frenada, la primera pregunta que uno se hará es: ¿Por qué? En nombre de la humanidad, uno asumirá que alguna razón inconcebible, aunque crucialmente importante, debe estar motivando a cualquier ser humano que permita dejar que esa carnicería continúe sin oposición.
Así que lo primero que uno buscará en la encíclica es esa razón, una respuesta a ese ¿por qué?
“El problema de la natalidad”, declara la encíclica, “como cualquier otro problema relativo a la vida humana, debe ser considerado… a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrenal, sino también de su vocación sobrenatural y eterna”. [Párrafo 7]
Y: “Un acto recíproco de amor, que pone en peligro la responsabilidad de transmitir la vida que Dios el Creador, de acuerdo a leyes específicas insertó ahí, es una contradicción con el designio constitutivo del matrimonio, y con la voluntad del autor de la vida. Usar ese regalo divino para destruir, aunque sólo sea parcialmente, su sentido y su objetivo, es contradecir la naturaleza tanto del hombre como de la mujer y de su relación más íntima, y por tanto, es contradecir también el plan de Dios y su voluntad”. [13] Y eso es todo. En toda la encíclica, esa es la única razón dada (aunque es repetida una y otra vez) para explicar por qué los hombres deben transformar su más elevada experiencia de felicidad – su amor – en una fuente de agonía de por vida. Hacedlo así – la encíclica ordena – porque es la voluntad de Dios.
Yo, que no creo en Dios, me pregunto por qué quienes sí creen en Él le atribuyen un designio tan sádico, puesto que Dios es supuestamente el arquetipo de misericordia, bondad y benevolencia. ¿Para qué fin terrenal sirve esa doctrina? La respuesta va como un hilo oculto a lo largo de la encíclica, en circunloquios laberínticos, repeticiones, y exhortaciones.
En las esquinas más oscuras de ese laberinto uno encuentra algunos vestigios de argumento, en supuesto apoyo del axioma místico, pero esos argumentos son unos equívocos vergonzosamente claros. Por ejemplo: “… hacer uso del regalo del amor conyugal mientras se respetan las leyes del proceso generativo significa reconocer que uno no es el árbitro de las fuentes de la vida humana, sino más bien el administrador del designio establecido por el Creador. De hecho, así como el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, tampoco tiene, con mayor razón, dominio sobre sus facultades creativas como tales, por ser su ordenación intrínseca hacia la creación de la vida, de la cual Dios es el principio”. [13]
¿Qué quieren decir aquí los términos “el hombre no tiene un dominio ilimitado sobre su cuerpo en general”? El significado obvio es que el hombre no puede alterar la naturaleza metafísica de su cuerpo, lo cual es verdad. Pero el hombre sí tiene poder de elección en cuanto a las acciones de su cuerpo, concretamente en cuanto a “sus facultades creativas”; y la responsabilidad por el uso de esas facultades específicas es decididamente suya. “Reconocer que uno no es el árbitro de las fuentes de la vida humana” es evadir y faltarle a esa responsabilidad. Aquí de nuevo, está implicado el mismo equívoco o paquete-oferta. ¿Tiene el hombre poder para determinar la naturaleza de su facultad procreadora? No. Pero, dada esa naturaleza, ¿es él el árbitro de traer una nueva vida humana a la existencia? Muy ciertamente lo es, y él (junto con su pareja) es el único árbitro de esa decisión; y las consecuencias de esa decisión afectan y determinan la totalidad del curso de su vida.
Esa es una pista para entender la intención de ese párrafo: si el hombre creyese que una decisión tan crucial como la procreación no está bajo su control, ¿cómo afectaría eso a su control sobre su propia vida, sus metas y su futuro?
La obediencia pasiva y la rendición impotente a las funciones físicas del propio cuerpo, a la necesidad de dejar que la procreación sea el resultado inevitable del acto sexual, es el estado natural de los animales, no de los hombres. A pesar de su preocupación por las aspiraciones más elevadas del hombre, de su alma, de la santidad del amor conyugal, es al nivel de los animales al que la encíclica busca reducir la vida sexual del hombre, de hecho, en realidad, en la Tierra. ¿Qué indica eso acerca de la visión del sexo que tiene la encíclica?
Anticipando ciertas objeciones obvias, la encíclica declara: “Ahora bien, algunos pueden preguntar: En el caso actual, ¿no es razonable en muchas circunstancias poder recurrir al control artificial de la natalidad, si de ese modo aseguramos la armonía y la paz de la familia y mejoramos las condiciones de educación de los niños ya nacidos? A esa pregunta es necesario responder con claridad: La Iglesia es la primera en ensalzar y recomendar la intervención de la inteligencia en una función que tan estrechamente asocia a la criatura racional con su Creador; pero ella afirma que eso debe hacerse con respeto hacia el orden establecido por Dios”. [16] ¿A qué subordina eso la inteligencia del hombre? Si a la inteligencia se le prohibe considerar los problemas fundamentales de la existencia humana, se le prohibe aliviar su sufrimiento, ¿qué indica eso en cuanto a la visión de la encíclica sobre el hombre, y sobre la razón?
La historia puede responder a esa pregunta concreta. La historia ha tenido un período de aproximadamente diez siglos, conocido como la Edad Media o la Edad Oscura, durante el cual la filosofía fue considerada como “la sirvienta de la teología”, y la razón como la humilde subordinada de la fe. Los resultados hablan por sí mismos.
No hay que olvidar que la Iglesia Católica ha luchado contra todos los avances de la ciencia desde el Renacimiento: desde la astronomía de Galileo a la disección de cadáveres (que fue el comienzo de la medicina moderna), al descubrimiento de la anestesia en el siglo XIX (el mayor y más singular descubrimiento, considerando el incalculable y terrible sufrimiento que le ha ahorrado a la humanidad). La Iglesia Católica se ha opuesto al progreso médico con el mismo argumento: que la aplicación del conocimiento para aliviar el sufrimiento humano es un intento de contradecir el designio de Dios. Concretamente en cuanto a la anestesia durante el parto, el argumento alegaba que, puesto que Dios quería que la mujer sufriera al dar a luz, el hombre no tiene derecho a intervenir. (!)
La encíclica no recomienda una procreación sin límites. No se opone a todos los medios de control de la natalidad, sólo a aquellos que llama “artificiales” (o sea, científicos). No se opone a que el hombre “contradiga la voluntad de Dios”, ni a que sea “el árbitro de las fuentes de la vida humana”, con tal que use el medio que la encíclica aprueba: la abstinencia.
Al hablar del tema de “la paternidad responsable”, la encíclica declara: “En cuanto a condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, una paternidad responsable se ejerce, o bien por una decisión deliberada y generosa de criar una familia numerosa, o bien por la decisión, tomada por serios motivos y con el debido respeto a la ley moral, de evitar durante un tiempo, o incluso por tiempo indeterminado, un nuevo nacimiento”. [10] Evitar ¿de qué forma? Absteniéndose del acto sexual.
Las líneas que preceden a ese pasaje son: “En cuanto a las tendencias al instinto o a la pasión, una paternidad responsable significa el control necesario que la razón y la voluntad deben ejercer sobre ellos”. [10] Cómo un hombre ha de obligar a su razón a obedecer un mandato irracional, y cómo le afectará eso psicológicamente, no se menciona.
Más adelante, bajo el epígrafe “Dominio del Ego”, la encíclica declara: “Dominar el instinto por medio de la razón y el libre albedrío de uno indudablemente requiere prácticas ascéticas… Sin embargo, esa disciplina, que es apropiada para la pureza de las parejas casadas, en vez de perjudicar al amor conyugal, le aporta un mayor valor humano. Exige un esfuerzo continuo; y aún así, gracias a su influencia benéfica, el marido y la mujer desarrollan completamente sus personalidades, enriqueciéndose así con valores espirituales… Esa disciplina le ayuda a ambas partes a desterrar el egoísmo, el enemigo del verdadero amor; y además intensifica su sentido de responsabilidad”. [21]
Si puedes soportar que ese estilo de expresión sea usado al tratar de tales materias – que para mí es poco menos que insoportable – y si te centras en el significado, observarás que “disciplina”, “esfuerzo continuo”, “influencia benéfica” y “mayor valor humano” se refieren a la tortura de la frustración sexual.
No, la encíclica no dice que el sexo en sí sea malvado; se limita a decir que la abstinencia sexual en el matrimonio es un “mayor valor humano”. ¿Qué nos dice eso sobre la visión del sexo – y del matrimonio – que tiene la encíclica?
Su visión del matrimonio es bastante explícita. “El amor [conyugal] es, ante todo, plenamente humano, es decir, de los sentidos y del espíritu al mismo tiempo. No es, entonces, un simple vehículo para el instinto y el sentimiento, sino también, y principalmente, un acto de libre albedrío, destinado a perdurar y a crecer a través de las alegrías y las penas de la vida diaria, de tal manera que marido y mujer llegan a ser un solo corazón y una sola alma, y a alcanzar juntos la perfección humana.
“Por lo tanto, ese amor es total; es decir, es un tipo muy especial de amistad personal en la que marido y mujer lo comparten todo generosamente, sin reservas indebidas ni cálculos egoístas”. [9]
Calificar la emoción tan especial de amor romántico como una forma de amistad es destruirla: las dos categorías emocionales son recíprocamente excluyentes. El sentimiento de amistad es asexual; puede experimentarse hacia un miembro del mismo sexo.
Hay muchas otras indicaciones de ese tipo diseminadas por toda la encíclica. Por ejemplo: “Esos actos, por los que el marido y la mujer se unen en casta intimidad, y por medio de los cuales la vida humana es transmitida, son, como recordó el concilio, ´nobles y dignos´”. [11] No es castidad lo que uno busca en el sexo, y describirlo de esa manera es castrar el significado del matrimonio.
Hay referencias constantes a los deberes de una pareja casada que han de ser considerados en el contexto del acto sexual: “deberes hacia Dios, hacia ellos mismos, hacia la familia, y hacia la sociedad”. [10] Si hay un único concepto que, al asociarlo con el sexo, haría que un hombre se volviese impotente, es el concepto de “deber”.
Para entender el significado exacto de la visión de la encíclica sobre el sexo, te voy a pedir que identifiques el denominador común – la intención común – de las siguientes citas:
“La enseñanza de la Iglesia, a menudo presentada por el Magisterio, está basada en la inseparable conexión, deseada por Dios e incapaz de ser quebrantada por el hombre por su propia iniciativa, entre los dos sentidos del acto conyugal: el sentido unitivo y el sentido procreativo. De hecho, por su estructura íntima, el acto conyugal, aún siendo el que más estrechamente une al marido y a la mujer, les capacita para generar nuevas vidas”. [12]
Y: “Los actos conyugales no cesan de ser lícitos si, por causas independientes a la voluntad del marido y la mujer, se prevee que sean infecundos”. [11, énfasis añadido]
Y: “La Iglesia prohíbe cualquier acción que, antes del acto conyugal, o durante su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales,busque, como fin o como medio, que la procreación se vuelva imposible”. [14]
Y: “La Iglesia no pone objeción a ´un impedimento a la procreación´ que pudiera resultar del tratamiento médico de una enfermedad, ´siempre que tal impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente deseado´. [15, énfasis añadido] Y finalmente, la Iglesia “enseña que todos y cada uno de los actos del matrimonio (´quilibet matrimonii usus´) deben permanecer abiertos a la transmisión de la vida”. [11]
¿Cuál es el denominador común de todas esas declaraciones? No es meramente el principio de que el sexo como tal es malvado, sino algo más profundo: es el mandamiento por medio del cual el sexo se volverá malvado, el mandamiento que, si es aceptado, divorciará el sexo del amor, castrará la espiritualidad del hombre, y convertirá al sexo en una indulgencia física carente de significado. Ese mandamiento es: el hombre no debe considerar el sexo como un fin en sí mismo, sino sólo como un medio para un fin”.
La procreación y “el designio de Dios” no son la mayor preocupación de esa doctrina; son simplemente racionalizaciones primitivas a las cuales la autoestima del hombre ha de ser sacrificada. Si fuese de otra forma, ¿por qué esa insistencia y ese énfasis en prohibirle al hombre que impida la procreación por su propia voluntad y su elección consciente? ¿Por qué tolerar los actos conyugales de parejas que son infecundas por naturaleza en vez de por elección? ¿Qué es tan malvado en esa elección? Hay sólo una respuesta: esa elección se basa en la convicción de la pareja de que la justificación del sexo es su propio goce. Y esa es la visión que la doctrina de la Iglesia está empeñada en prohibir, cueste lo que cueste.
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Fuentes:
Charla sobre la encíclica papal “Humanae Vitae” que Ayn Rand presentó en el Ford Hall Forum, Boston, USA, el 8 de diciembre de 1968.
Traducido por Objetivismo.org
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