(Ensayo publicado en el libro The New Left: The Anti-Industrial Revolution)
Parte IV
La mayoría de los jóvenes retienen algún asidero sobre su facultad racional – o al menos algún deseo no identificado de retenerla – hasta los veintitantos años, más o menos hasta acabar la Universidad. El síntoma de ese deseo es su búsqueda por una visión integral de la vida.
Es la facultad racional del hombre la que integra su material cognitivo y le capacita para entenderlo; su único medio de comprensión es conceptual. Una consciencia, como cualquier otra facultad vital, no puede aceptar su propia impotencia sin protestar. Independientemente de lo desorganizada que esté, la mente de un joven aún sigue buscando respuestas a las preguntas fundamentales, sintiendo que todo su contenido cuelga precariamente en el vacío.
Esto no es cuestión de “idealismo”, sino que es una necesidad psico-epistemológica. A nivel consciente, las innumerables alternativas confrontándole hacen que un joven sea consciente del hecho que tiene que tomar decisiones pero que no sabe qué elegir o cómo actuar. A nivel subconsciente, su psico-epistemología aún no ha automatizado ninguna resignación letárgica a un estado de sufrimiento crónico (que es la “solución” para la mayoría de los adultos); y los penosos conflictos de sus contradicciones internas, de su duda en sí mismo y de su impotente confusión le hacen buscar frenéticamente algún tipo de unidad interior y orden mental. Su búsqueda representa las últimas convulsiones de su facultad cognitiva ante la proximidad de la atrofia, como un último grito de protesta.
Durante sus breves años de adolescencia, el futuro de un joven es urgentemente, aunque lejanamente, real para él; siente que él tiene que determinar ese futuro de alguna forma desconocida.
Un joven pensante tiene una vaga idea de la naturaleza de su necesidad. Queda patente en su interés por grandes cuestiones filosóficas, sobre todo por asuntos morales (o sea, por un código de valores que guíe sus acciones). Un joven medio simplemente se siente impotente, y su inquietud errática es una forma de escapar del sentimiento desesperado de que “las cosas deberían tener sentido”.
Cuando están listos para ir a la universidad, ambos tipos de jóvenes han sido dañados, dentro y fuera del colegio, por innumerables choques con la irracionalidad de sus mayores y de la cultura del día. El joven pensante ha sido frustrado en su anhelo por encontrar personas que tomen las ideas en serio; pero cree que las encontrará en la universidad, en la supuesta ciudadela de la razón y la sabiduría. El joven medio siente que las cosas no tienen sentido para él, pero que deben tenerlo para alguien en algún lugar del mundo, y que ese alguien hará el mundo inteligible para él algún día.
Para ambos, la universidad es su última esperanza. La pierden en su primer año de facultad.
Se sabe generalmente en círculos académicos que, según las encuestas, el interés de los estudiantes en sus estudios es mayor en su primer año y luego va disminuyendo progresivamente en años sucesivos. Los educadores lo lamentan, pero no cuestionan la naturaleza de los cursos que están dando.
Con raras excepciones, que se pierden en la corriente académica “dominante”, los cursos universitarios en las humanidades no imparten conocimiento a los estudiantes, sino la convicción de que buscar conocimiento es errado, ingenuo o inútil. Lo que imparten no es información, sino racionalización: la racionalización de un método mental de funcionar que es perceptual, atado a lo concreto, y centrado en las emociones. Los cursos están diseñados para proteger el status quo; no el status quo existencial, político o social, sino el miserable status quo de la psico-epistemología de los estudiantes, como establecido por las guarderías progresistas.
Las guarderías progresistas abogaban por retrasar el proceso educativo, afirmando que la formación cognitiva es prematura para el niño pequeño, y acondicionaron su mente a un método de funcionamiento anti-cognitivo. Las escuelas primaria y secundaria reforzaron ese acondicionamiento: luchando impotentemente con trozos aleatorios de conocimiento, el estudiante aprendió a asociar una sensación de miedo, resentimiento y desconfianza en sí mismo con el proceso de aprendizaje. La universidad completa el trabajo, declarando explícitamente – a una audiencia receptiva – que no hay nada que aprender, que la realidad es incognoscible, que la certeza es inalcanzable, que la mente es un instrumento de auto-engaño, y que la única función de la razón es hallar una prueba definitiva de su propia impotencia.
Aunque la filosofía es considerada (hoy día) algo merecidamente despreciable por las otras facultades universitarias, es la filosofía la que determina la naturaleza y la dirección de todos los otros cursos, porque es la filosofía la que formula los principios de la epistemología, es decir, las reglas por las cuales los hombres adquieren conocimiento. La influencia de las teorías filosóficas dominantes permea todos los demás departamentos, incluyendo las ciencias físicas, y se torna aún más peligrosa al ser aceptada subconscientemente. Las teorías filosóficas de los últimos doscientos años, desde Immanuel Kant, parecen justificar la actitud de quienes desprecian la filosofía como siendo verborrea vacía y sin importancia. Pero ese precisamente es el peligro: rendir la filosofía (es decir, la base del conocimiento) a los proveedores de verborrea vacía no es en absoluto intrascendente. Es especialmente a la filosofía a la que uno debe aplicar el consejo de Ellsworth Toohey en El Manantial: “No te molestes en examinar un disparate, pregúntate sólo qué logra”.
Considera las sucesivas etapas de la filosofía moderna, no desde el punto de vista de su contenido filosófico, sino desde sus objetivos psico-epistemológicos.
Cuando el pragmatismo dice que la realidad es un flujo indeterminado que puede ser cualquier cosa que la gente quiera que sea, nadie lo acepta literalmente. Pero eso toca una nota de reconocimiento emocional en la mente de un alumno de la guardería progresista, porque parece justificar una sensación que él había sido incapaz de explicar: la omnipotencia de la manada. Así que él lo acepta como verdadero de alguna forma indefinida, a ser usada cuando y como sea necesario. Cuando el pragmatismo declara que la verdad debe ser juzgada por sus consecuencias, está justificando su incapacidad para proyectar el futuro, para planear el curso de una acción a largo plazo, y está sancionando su deseo de actuar según el estímulo del momento, de intentarlo todo una vez y luego descubrir si puede salirse con la suya o no.
Cuando el positivismo lógico declara que “realidad”, “ identidad”, “existencia” y “mente” son términos carentes de significado, que el hombre no puede estar seguro de nada excepto de percepciones sensoriales en un momento dado – cuando declara que el significado de la proposición: “Napoleón perdió la batalla de Waterloo” es tu paseo a la biblioteca donde lo leíste en un libro – el alumno de la guardería progresista lo reconoce como una descripción exacta de su estado mental interno, y como una justificación de su mentalidad perceptual y atada a lo concreto.
Cuando el análisis lingüístico declara que la realidad última no consiste ni siquiera en perceptos, sino en palabras, y que las palabras no tienen referentes específicos sino que significan lo que la gente quiera que signifiquen, el graduado progresista se encuentra a sí mismo felizmente de regreso a casa, en el mundo familiar de su guardería. Él no tiene que luchar para comprender una realidad incomprensible, lo único que tiene que hacer es centrarse en las personas y detectar las vibraciones de cómo ellas usan las palabras, y competir con sus colegas filósofos sobre cuántas vibraciones diferentes él es capaz de descubrir. Y más: armado con el prestigio de la filosofía, puede ahora explicarle a las personas lo que ellas quieren decir cuando hablan, lo cual ellas son incapaces de saber sin su ayuda; es decir, él puede autonombrarse intérprete de la voluntad de la manada. Lo que una vez había sido un pequeño manipulador, ahora se desarrolla hasta llegar a tener la estatura psico-epistemológica completa de un picapleitos sin escrúpulos.
Y más: El análisis lingüístico se opone vehementemente a todas las hazañas intelectuales que él es incapaz de realizar. Se opone a todo tipo de principios o de generalizaciones amplias, es decir, a la consistencia. Se opone a los axiomas básicos (como siendo “analíticos” y “redundantes”), o sea, a la necesidad de tener fundamentos para las afirmaciones de uno. Se opone a la estructura jerárquica de los conceptos (o sea, al proceso de abstracción), y considera cualquier palabra como un primario aislado (es decir, como un concreto perceptualmente dado). Se opone a “construir sistemas”, es decir, a la integración del conocimiento.
El graduado de la guardería progresista de esa forma encuentra todos sus vicios psico-epistemológicos transformados en virtudes, y, en vez de esconderlos como un secreto culpable, puede alardear de ellos como prueba de su superioridad intelectual. En cuanto a los estudiantes que no fueron a una guardería progresista, ahora van a ser trabajados hasta ser equiparados al estado mental de ese graduado.
El análisis lingüístico proclama que su objetivo no es comunicar ningún contenido filosófico concreto, sino entrenar la mente del estudiante. Eso es cierto, en el terrible sentido carnicero de la operación de los comprachicos. Las discusiones detalladas de minucias sin importancia – los discursos sobre trivialidades escogidas al azar y a mitad de camino, sin base, contexto o conclusión – los “shocks” de auto-duda cuando un profesor revela de repente algún hecho como la incapacidad de los estudiantes para definir la palabra “pero”, lo cual, él afirma, demuestra que ellos no entienden sus propias declaraciones – el refutar la pregunta: “¿Cuál es el significado de la filosofía?” con “¿A qué significado de “significado” te refieres?” seguido por un discurso sobre los doce usos posibles de la palabra “significado”, llegando al punto en el que la pregunta es olvidada – y, por encima de todo, la necesidad de reducir el enfoque de uno al rango del de una pulga, y mantenerlo ahí – dañará a la mejor de las mentes, si intenta ajustarse a ello.
El “entrenamiento mental” incumbe a la psico-epistemología; consiste en hacer a una mente automatizar ciertos procesos, transformándolos en hábitos permanentes. ¿Qué hábitos inculca el análisis lingüístico? Ignorar el contexto, “robo de conceptos”, desintegración, carencia de propósito, incapacidad para comprender, retener o lidiar con abstracciones. El análisis lingüístico no es una filosofía, es un método de eliminar la capacidad para el pensamiento filosófico; es un curso en destrucción del cerebro, un intento sistemático de transformar a un animal racional en un animal incapaz de razonar.
¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de los comprachicos?
Parafraseando a Víctor Hugo: “¿Y qué hacían de esos niños?”
“Monstruos”.
“¿Por qué monstruos?”
“Para gobernar”.
La mente del hombre es su medio básico de supervivencia, y de auto-protección. La razón es la facultad humana más egoísta de todas: tiene que ser usada en y por la propia mente del hombre, y su producto – la verdad – la hace inflexible, intransigente, inmune al poder de cualquier grupo o de cualquier gobernante. Privado de la capacidad de razonar, el hombre se vuelve un dócil, flexible, impotente pedazo de arcilla, a ser moldeado en cualquier forma subhumana y usado para cualquier propósito por cualquiera que quiera tomarse la molestia de hacerlo.
Nunca ha habido una filosofía, una teoría o una doctrina que atacase (o “limitase”) la razón, que no predicase también la sumisión al poder de alguna autoridad. Filosóficamente, la mayoría de los hombres no entienden el asunto hasta hoy; pero psico-epistemológicamente, lo han sentido desde tiempos prehistóricos. Observa la naturaleza de las primeras leyendas de la humanidad, como la caída de Lucifer, “el portador de luz”, por el pecado de desafiar la autoridad; o la historia de Prometeo, que les enseñó a los hombres las artes prácticas de la supervivencia. Los buscadores de poder siempre han sabido que si los hombres han de ser sumisos, el obstáculo no son sus emociones, sus deseos o sus “instintos”, sino sus mentes; si los hombres han de ser gobernados, entonces el enemigo es la razón.
El ansia de poder es un tema psico-epistemológico. No está limitado a dictadores potenciales o a aspirantes a políticos. Puede ser experimentado, crónica o esporádicamente, por hombres de cualquier profesión y con cualquier nivel de desarrollo intelectual. Es experimentado por académicos marchitos, por ruidosos playboys, por gerentes zarrapastrosos, por millonarios pretenciosos, por profesores zánganos, por madres cazadoras de cócteles. . . por cualquiera que, habiendo pronunciado una afirmación, confronta la mirada directa de un hombre o de un niño y oye las palabras: “Pero eso no es verdad”. Todos los que en tales momentos sienten el deseo, no de convencer, sino de forzar la mente que hay detrás de esos ojos que les miran fijamente, ellos son las legiones que hacen posibles a los comprachicos.
No todos los profesores modernos están conscientemente motivados por el ansia de poder, aunque una buena cantidad de ellos lo estén. No todos ellos son conscientes del objetivo de obliterar la razón lisiando la mente de sus estudiantes. Algunos no aspiran a nada más que al mezquino y miserable placer de engañar y frustrar a un estudiante que es demasiado inteligente y persistentemente curioso. Algunos no buscan nada, salvo esconder y evadir las brechas y contradicciones en su propio equipamiento intelectual. Algunos nunca han buscado nada salvo una posición segura, respetable y poco exigente, y no soñarían con contradecir a la mayoría de sus colegas o de sus libros de texto. Algunos están carcomidos por envidia hacia el rico, el famoso, el exitoso, el independiente. Algunos se creen (o intentan creerse) el fino barniz de racionalizaciones humanitarias que recubren las teorías de Kant o de John Dewey. Y todos ellos son producto del idéntico sistema educativo en sus etapas previas.
El sistema se auto-perpetúa, llevando a muchos círculos viciosos. Hay profesores inteligentes y prometedores que son llevados a la desesperación por las mentalidades obtusas, letárgicas e invenciblemente irreflexivas de sus estudiantes. Los profesores de enseñanza primaria y secundaria culpan a las influencias de los padres; los profesores universitarios culpan a los de enseñanza primaria y secundaria. Pocos, si hay alguno, cuestionan el contenido de los cursos. Tras luchar unos cuantos años, esos profesores abandonan y se retiran, o se convencen de que la razón está más allá de la comprensión de la mayoría de los hombres, y permanecen como seguidores amargamente indiferentes del avance de los comprachicos.
Pero los líderes de los comprachicos – pasados y presentes – son conscientes de sus propios motivos. Es imposible estar consumido por una única pasión sin conocer su naturaleza, no importan las racionalizaciones que uno articule para ocultarla de sí mismo. Si quieres ver odio, no mires a las guerras o a los campos de concentración; eso son meras consecuencias. Mira los escritos de Kant, Dewey, Marcuse y sus seguidores para ver odio puro, un odio a la razón y a todo lo que ella implica: a la inteligencia, la habilidad, el logro, el éxito, la autoconfianza, la autoestima, a cualquier aspecto brillante, feliz y benevolente del hombre. Esa es la atmósfera, el leitmotiv, el sentido de vida que permea el establishment educativo de hoy.
(¿Qué es lo que lleva a un ser humano al estado de un comprachico? El odio a sí mismo. El grado del odio de un hombre a la razón es la medida del odio a sí mismo.)
Un líder comprachico no aspira al papel de dictador político. Le deja eso a su heredero: al bruto sin mente. Los comprachicos no están interesados en construir nada. La destrucción de la razón es su única pasión y su único objetivo. Lo que viene después no tiene realidad para ellos; vagamente, ellos se imaginan a sí mismos como los amos que mueven las palancas detrás del trono del gobernante: el bruto, ellos sienten, los necesita. (El que acaben siendo los lameculos aterrorizados en la corte del bruto y sometidos a él, como en la Alemania Nazi y la Rusia soviética, es sólo un ejemplo de la justicia de la realidad.)
El ansia de poder requiere conejillos de indias para desarrollar las técnicas de inculcar obediencia. . . y la carne de cañón que obedecerá las órdenes. Los estudiantes universitarios cumplen ambos papeles. El halago psico-epistemológico es la técnica más potente para usar en una persona con el cerebro dañado. El último vínculo con la racionalidad que tiene un alumno de la guardería progresista – la sensación de que hay algo errado con él – es cortado de raíz en la Universidad. No hay nada errado con él, le dicen; su estado es natural, sano; él meramente es incapaz de funcionar en un “sistema” que ignora la naturaleza humana; él es normal, el “sistema” es el anormal.
El término “sistema” queda sin definir, al principio; puede ser el sistema educativo, el sistema cultural, el sistema de familia privada. . . cualquier cosa a la que un estudiante pueda culpar por su miseria interior. Eso induce un estado de ánimo paranoico, la sensación de que él es una víctima inocente perseguida por algunos poderes oscuros y misteriosos que crean en él una rabia ciega e impotente. Las teorías del determinismo – con las cuales él es apaleado en la mayoría de los cursos – intensifican y justifican su estado de ánimo: si él es miserable, él no puede evitarlo, le dicen, él no puede evitar nada de lo que siente o hace, él es un producto de la sociedad y la sociedad ha hecho un mal trabajo con él. Cuando acaba escuchando que todos sus problemas – de malas notas a problemas sexuales a ansiedad crónica – son causados por el sistema político, y que el enemigo es el capitalismo, él lo acepta todo como siendo auto-evidente.
Los métodos de enseñanza son esencialmente los mismos que los usados en la escuela secundaria, sólo que aún más. El currículum es una encarnación de la desintegración: una mezcolanza de temas al azar, sin continuidad ni contexto ni objetivo. Es como una serie de reinos balcanizados que ofrece un curso superficial de abstracciones flotantes, o un estudio super-detallado de una minucia favorita del profesor, con las fronteras cerradas al reino en la clase de al lado, sin conexiones, ni puentes, ni mapas. Los mapas – o sea, la sistematización – están prohibidos por principio. Estudiar machaconamente y memorizar son los únicos medios psico-epistemológicos para abrirse paso. (Hay graduados en filosofía que son capaces de recitar las diferencias entre el primer período y el último de Wittgenstein, pero que nunca han tomado un curso sobre Aristóteles. Hay graduados en psicología que han tonteado con ratas en laberintos, con reflejos pavlovianos y con estadísticas, pero que nunca han participado en un estudio real de psicología humana.)
Los seminarios de “debate” son parte de la técnica de halagar: cuando se le pide a un adolescente ignorante que exprese sus puntos de vista sobre un tema que no ha estudiado, él capta el mensaje de que su status de estudiante universitario le ha transformado de un ignorante a una autoridad, y que el significado de cualquier opinión estriba en el hecho de que alguien la sostiene, sin necesidad alguna de razones, conocimientos o fundamentos. (Eso ayuda a justificar la importancia de estar atento a las vibraciones de la manada.)
Tales “debates” promueven otro objetivo de la técnica de los comprachicos: el engendramiento de hostilidad: el alentar la crítica en vez de la creatividad. A falta de cualquier visión razonada, los estudiantes desarrollan la maña de ridiculizar las tonterías que se dicen entre ellos (lo cual no es nada difícil, dadas las circunstancias), y llegan a considerar el demoler un mal argumento como lo equivalente a construir uno bueno. (El ejemplo lo establecen los profesores que, en sus propias publicaciones y debates, son a menudo brillantes en echar por tierra las teorías irracionales unos de otros, pero fracasan estrepitosamente al intentar presentar una nueva teoría que sea suya propia). Sin contenido intelectual, el estudiante recurre a ataques personales, practicando con impunidad la vieja falacia ad hominem, sustituyendo argumentos por insultos, aceptando groserías propias de gamberros y palabrotas como parte de su libertad de expresión. Así, la malicia queda protegida, las ideas no. La insignificancia de las ideas es además enfatizada por la exigencia de que la naturaleza de tales “debates” debe ser ignorada, y de que los participantes deben seguir siendo “buenos amigos” – independientemente de los intercambios ofensivos que hayan tenido lugar – en nombre de una “tolerancia intelectual”.
Una elocuente demostración del desprecio general actual por el poder de las ideas lo muestra el hecho de que las personas nunca esperaron que una educación de este tipo produjese consecuencias, y ahora están conmocionados por el espectáculo de estudiantes universitarios poniendo en práctica lo que se les ha enseñado. Si, después de tal formación, los estudiantes exigen poder para dirigir las universidades, ¿por qué no deberían hacerlo? Les fue dado ese poder intelectualmente, y decidieron ejercerlo existencialmente. Fueron considerados árbitros cualificados de las ideas, sin conocimiento ni preparación ni experiencia, y decidieron que eran administradores cualificados sin conocimiento, preparación o experiencia.
La exigencia de los estudiantes de que sus cursos sean “relevantes” para sus vidas reales tiene un elemento de validez tergiversado. El único objetivo de la educación es enseñarle a un estudiante cómo vivir su vida, al desarrollar su mente y equiparlo para lidiar con la realidad. La formación que él necesita es teórica, o sea, conceptual. Hay que enseñarle a pensar, a entender, a integrar, a demostrar. Hay que enseñarle lo esencial del conocimiento descubierto en el pasado, y hay que capacitarle para que pueda adquirir conocimiento adicional por su propio esfuerzo. A todo esto es a lo que las universidades han renunciado, en lo que han fracasado, y lo que vienen incumpliendo desde hace mucho tiempo. Lo que están enseñando hoy no es relevante para nada: ni para la teoría, ni para la práctica, ni para la realidad, ni para la vida humana.
Pero – consistentes con su psico-epistemología atada a lo concreto – lo que los estudiantes consideran “relevante” son cosas tales como cursos en “acción comunitaria”, contaminación atmosférica, control de roedores, y guerra de guerrillas. Sus criterios para determinar el currículum de una universidad son los titulares periodísticos del momento; su jerarquía de intereses la establecen los tabloides editoriales; su noción de realidad no va más allá de la última tertulia televisiva. Los intelectuales modernos solían denunciar la influencia que tenían en los niños las tiras de cómics; el progreso que ellos lograron es llevar el interés de los niños a las primeras planas, y congelarlo allí de por vida.
La etapa de acondicionamiento que plantearon los comprachicos ha sido completada. El desarrollo de los estudiantes ha sido detenido, sus mentes han sido programadas para responder a eslóganes, como animales que responden al silbato de un domador; sus cerebros están embalsamados en el sirope del altruismo como un sustituto automático para la autoestima; a ellos no les queda nada salvo el terror de una ansiedad crónica, la urgencia ciega a actuar, a arremeter contra quienquiera que la causó, y a hervir de hostilidad contra la totalidad del universo. Ellos le obedecerían a cualquiera, necesitan un amo, necesitan que alguien les diga qué hacer. Están ahora preparados para ser usados como carne de cañón: para atacar, bombardear, incendiar, asesinar, luchar en las calles y morir en las cunetas. Son una manada entrenada de monstruos miserablemente impotentes, listos para que los suelten y arremetan contra cualquiera. Los comprachicos los sueltan para que arremetan contra el “sistema”.
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<<< Traducción: Objetivismo.org >>>
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Fuentes:
The Comprachicos, The New Left: The Anti-Industrial Revolution
publicado originalmente en Intellectual Ammunition Department, The Objectivist Newsletter: Vol. 4 No. 2 February, 1965
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