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El arte como concretización de la metafísica

Una obra de arte es un fin en sí misma, en el sentido de que no sirve ningún otro propósito, más que el de ser contemplada por el hombre. Cuando uno diferencia el arte de otros productos humanos, ese hecho es esencial. Un tratado científico, una máquina, una señal de ocupado en el teléfono, son medios para un fin utilitario; una novela, una estatua, una sinfonía, no lo son.

La mentalidad materialista normalmente llega a la conclusión de que el arte es un adorno, una indulgencia que no está relacionada con la razón o con la vida del hombre en este mundo. La mentalidad espiritualista, que está totalmente de acuerdo, parte hacia puntos incognoscibles: llega a la conclusión de que el arte es prerrogativa de una elite mística orientada a una dimensión sobrenatural.

En oposición a ambos puntos de vista, Objetivismo sostiene que el arte sí tiene un objetivo, un objetivo racional, terrenal y práctico. El arte satisface una necesidad esencial de la vida humana; no una necesidad material, sino una necesidad espiritual. «El arte», escribe Ayn Rand, «está inextricablemente ligado a la supervivencia del hombre; no a su supervivencia física, sino a aquello de lo que su supervivencia física depende: la preservación y supervivencia de su consciencia». 1

La necesidad del arte que tiene el hombre radica en el hecho de que la consciencia humana es conceptual – y que un ser conceptual necesita ser guidado por una filosofía.

Dado que una consciencia conceptual es un mecanismo integrante, ella requiere la máxima integración de sus contenidos, que es lo que le proporciona la filosofía. Un ser conceptual necesita contexto, principios, y dirección de largo plazo; necesita conexión en sus objetivos, consistencia en sus días, una visión general que unifique sus experiencias, conclusiones y acciones dispares en una suma integrada. Para conseguir esa integración, un hombre necesita un código de ética y, sobre todo, aquello sobre lo cual descansa la ética: una perspectiva de la existencia como tal. Necesita una visión no sólo de trabajo, amigos o comida, sino de la vida misma. Necesita conclusiones metafísicas. Las necesita precisamente en la medida en que funcione como un hombre, en vez de funcionar como un animal – o lo más cerca a ello que un hombre puede llegar: a funcionar como un zángano irreflexivo, limitado a lo concreto, presa de sus propios hábitos.

Un hombre puede no lidiar con temas filosóficos en términos conscientes. Pero de forma explícita o implícita, necesita saber: ¿Cuál es la naturaleza del mundo en el cual estoy actuando, y qué tipo de ser soy yo, el que actúa? (Esto último incluye la pregunta: ¿Cuáles son mis medios de conocimiento?).

Ayn Rand ilustra de la siguiente forma el tipo de cuestiones que son cruciales de alguna forma para todo el mundo:

¿Es el universo inteligible para el hombre, o ininteligible e incognoscible? ¿Puede el hombre encontrar la felicidad en la tierra, o está condenado a la frustración y a la desesperación? ¿Tiene el hombre poder de elección, poder de elegir sus objetivos y alcanzarlos, poder de direccionar el curso de su vida, o es el juguete indefenso de fuerzas fuera de su control, las cuales determinan su destino? ¿Debe ser el hombre, por su naturaleza, evaluado como bueno o despreciado como malo? 2

Esta serie de preguntas es metafísica: tiene que ver con una visión del hombre en relación al universo, o, lo que equivale a lo mismo, una visión del universo en relación al hombre. Aunque hay una evaluación implícita de la naturaleza metafísica del hombre en esas preguntas, aquí no entra la ética. La cuestión no es: “¿Por medio de qué normas debe vivir un hombre?» sino, en efecto, “¿Puede vivir el hombre?”, la cual es lógicamente anterior y afecta a todas las decisiones y normas específicas de un hombre. Si el hombre es un ser eficaz en un universo benevolente, entonces ciertas elecciones y acciones (que expresan autoafirmación, ambición, idealismo) son apropiadas para él; si no, no. En cualquiera de las visiones (y en todas las combinaciones intermedias), la metafísica actúa como condicionante de valor del hombre. Al especificar de antemano la naturaleza de aquello a lo que realmente puede aspirar, le dice, en esencia, cómo abordar el campo de la moralidad.

Esta serie de preguntas, concluye Ayn Rand, es «el vínculo entre metafísica y ética. Y aunque la metafísica como tal no es una ciencia normativa, las respuestas a esta serie de preguntas asumen, en la mente de hombre, la función de juicios de valor metafísicos, puesto que constituyen el fundamento de todos sus valores morales». 3

En cualquier actividad humana – esté uno realizando una cirugía, construyendo un rascacielos, o definiendo principios abstractos – intervienen dos tipos de cognición. En un cierto sentido, un ser racional debe conocer no sólo la naturaleza de su actividad, sino también el contexto filosófico sobre el que esa actividad descansa: por qué la actividad es la correcta, cómo se relaciona con su código de valores, cómo esos valores se relacionan con la realidad. Así los juicios de valor metafísicos de un hombre, como expresa ese punto Ayn Rand, “están presentes en cada momento de su vida, en cada una de sus elecciones, decisiones y acciones». 4 La orientación básica subyacente a los detalles concretos de la actividad diaria de uno debe estar continuamente operativa en la mente de uno como su guía básica. Con tal fin, esos juicios de valor no necesitan (y no pueden) ser un objeto siempre presente en la consciencia; pero al mismo tiempo, un ser racional no puede permitirse dejar una cuestión tan vital meramente a la implicación del subconsciente. Si ha de estar en control de su vida, ese ser racional debe tener el poder de conocer su metafísica, o sea, de ponerla en el foco de su atención, de hacerla el objeto específico de su consciencia. En ese sentido, la visión de la vida que tiene un hombre debe estar disponible para él en todo momento, y disponible como un todo.

Los principios metafísicos son los más vastos de todos; incluyen el total de la experiencia humana, abarcando un enorme rango de concretos por medio de largas cadenas de abstracciones. Cualquier principio dado, una vez que ha sido identificado conscientemente, puede ser evaluado como verdadero o falso (y si es necesario, revisado) aplicando el método de la lógica; esa tarea pertenece a la ciencia de la filosofía. Pero nadie, ni siquiera los filósofos, puede retener tal complejidad de experiencias y abstracciones dentro del foco de su consciencia como una totalidad. Y, sin embargo, una totalidad es precisamente lo que el hombre necesita. Para fines cognitivos en este contexto, un pensador necesita análisis, es decir, abstracciones identificadas individualmente. Para actuar, el hombre necesita integración, un panorama que lo incluya todo, una visión del universo.

Para que este tipo de visión esté accesible a la consciencia de un hombre, sus conclusiones fundamentales deben ser condensadas en una unidad en la que él pueda decidir enfocarse. Necesita un concreto que pueda convertirse en un objeto de su experiencia directa, un objeto que a la vez lleve dentro de él el significado completo de su visión de la vida. Ese es el papel del arte.

“El arte», en la definición de Ayn Rand, «es una recreación selectiva de la realidad, de acuerdo con los juicios de valor metafísicos de un artista». 5

El artista, afirma Ayn Rand, hace un uso especializado de los dos procesos básicos de la consciencia humana. Usa el aislamiento y la integración en cuanto a

aquellos aspectos de la realidad que representan la visión fundamental que tiene el hombre de sí mismo y de la existencia. De los innumerables concretos – de todos los atributos, acciones y entidades individuales, desorganizados y (aparentemente) contradictorios – un artista aísla las cosas que él considera metafísicamente esenciales y las integra en un nuevo y único concreto que representa una abstracción concretada. 6

Guiado por sus propios juicios de valor metafísicos (explícitos o no), un artista selecciona, a partir del desconcertante caos de la experiencia humana, aquellos aspectos que él considera representativos de la naturaleza del universo. Luego los materializa en un concreto sensorial-perceptivo, como por ejemplo una estatua, una pintura o un relato (este último es perceptual en el sentido que el escritor debe hacer reales ciertos personajes y acontecimientos, transmitiendo sus aspectos visuales, sonidos, texturas, etc.). El resultado es un universo en un microcosmos. Para ser exactos, el resultado es una visión del universo en forma de un concreto deliberadamente interpretado, despojado de todas las irrelevancias, un universo que le dice inequívocamente al espectador o al lector: «Esto es lo que cuenta en la vida… como yo, el artista, veo la vida».

El artista es lo más cercano que el hombre llega a ser Dios. Podemos hablar válidamente del mundo de Miguel Ángel, de Van Gogh, de Dostoievski, no porque ellos hayan creado un mundo a partir de la nada, sino porque ellos de hecho re-crean uno. Cada uno de ellos omite, reorganiza o enfatiza los datos de la realidad, recreando así el universo desde cero, guiándose cada uno por su propia visión de lo que es la esencia del universo original.

Supongamos, por desarrollar un ejemplo citado por Ayn Rand, que uno intentase captar la diferencia entre la perspectiva que tienen del universo la antigua Grecia y la Cristiandad medieval. Un filósofo podría dar muchas conferencias hablando de las diferencias relativas a la primacía de la existencia, la relación entre alma y cuerpo, la ley vs. los milagros, la razón vs. la fe, la voluntad vs. el determinismo, y cosas por el estilo. Tendrían que ser tantos asuntos a un nivel de abstracción tan amplio, que difícilmente podría uno captar a partir de tales conferencias la importancia esencial de cada perspectiva; uno conocería, en efecto, muchos detalles sobre las dos teorías, pero no tendría, para ninguno de esos dos períodos, la perspectiva como un todo. Pero si uno luego va y contempla una estatua de Adonis y en contraposición una de un Adán deformado y servil, uno capta el significado: uno recibe directamente la totalidad de cada visión – y el contraste que hay entre ellas – en forma de dos perceptos.

Las estatuas pueden realizar esa función gracias a la selectividad filosófica de sus creadores. Los escultores griegos sabían que algunos hombres enferman, se retuercen de dolor, fracasan; pero ellos no representaron al hombre en esos términos, porque no le atribuían significado metafísico a esos negativos. De modo similar, los escultores medievales sabían que algunos hombres son sanos, risueños, exitosos; pero para ellos eso era un accidente temporal o una ilusión. En ese valle de lágrimas, observó San Agustín, la persona que se cree feliz «es más miserable aún». 7

Una obra de arte no formula la metafísica que representa; no articula (o por lo menos no necesita hacerlo) definiciones y principios. Así que el arte por sí solo no es suficiente en ese contexto. Pero el asunto es que la filosofía por sí sola tampoco es suficiente. La filosofía por sí sola no puede satisfacer la necesidad de filosofía que tiene el hombre. El hombre requiere la unión de ambos: filosofía y arte: identificaciones amplias y su encarnación concreta. Entonces, en lo que respecta a la orientación fundamental que le guía, el hombre combina el poder de mente y cuerpo, es decir, combina el rango del pensamiento abstracto con la irresistible inmediatez de la percepción sensorial.

Ayn Rand lo resume así, en esta formulación definitiva:

El arte es una concretización de la metafísica. El arte trae los conceptos del hombre al nivel perceptual de su consciencia y le permite captarlos directamente, como si fuesen perceptos.

Esa es la función psico-epistemológica del arte, y la razón de su importancia en la vida del hombre (y la esencia de la estética Objetivista)». 8

Aquí vemos una vez más la necesidad que tiene el hombre de economía de unidad. Los conceptos condensan a los perceptos; la filosofía, como ciencia de las integraciones más amplias, condensa a los conceptos; y el arte condensa a su vez a la filosofía – volviendo al nivel perceptual, esta vez en una forma impregnada con un profundo significado abstracto.

Hay una analogía obvia entre lenguaje y arte. Ambos combinan unas partes (sean unidades perceptuales o principios filosóficos) en un todo integrado, a partir de medios similares: ambos completan un proceso de integración conceptual mediante el uso de elementos sensoriales. Ambos convierten de esa forma a las abstracciones en lo equivalente a concretos. Como expresa Ayn Rand, ambos convierten las abstracciones “en entidades específicas accesibles a la percepción directa del hombre. La afirmación de que “el arte es un lenguaje universal” no es una metáfora superflua; es literalmente cierta, en el sentido de la función psico-epistemológica realizada por el arte». 9

(«Psico-epistemología» es un término muy valioso originado por Ayn Rand, aunque es uno que pertenece más a la psicología que a la filosofía. «Psico-epistemología» designa «el estudio de los procesos cognitivos del hombre desde punto de vista de la interacción entre la mente consciente y las funciones automáticas del subconsciente». 10 La epistemología, en esencia, estudia los procesos conscientes y volitivos; un método o una función «psico-epistemológica» incluye también elementos subconscientes, automatizados).

Al convertir abstracciones en perceptos, el arte lleva a cabo otra función importante (e inseparable). No sólo integra la metafísica, sino que también la materializa, la convierte en un objeto. Lo cual significa: le permite al hombre contemplar su visión del mundo en la forma de un objeto existencial: contemplarla, no como un contenido de su consciencia, sino «allá afuera», como un hecho externo. Dado que las abstracciones como tal no existen, no hay otra manera de hacer que las abstracciones metafísicas de uno se vuelvan totalmente reales para uno mismo (y, por tanto, plenamente operativas como guías de acción para uno). «Para adquirir el pleno, persuasivo e irresistible poder de la realidad», escribe Ayn Rand, «las abstracciones metafísicas del hombre tienen que presentarse a él en forma de concretos, o sea, en forma de arte”. 11

Lo anterior es otra expresión de la primacía de la existencia. Puesto que la consciencia no es una entidad independiente, ella no puede alcanzar la plenitud dentro de su propio dominio. Para poder satisfacer incluso sus necesidades más personales, ella siempre tiene que volver de alguna forma a su tarea principal: a mirar hacia afuera. Para una entidad cuya esencia es la percepción, en última instancia no puede haber un sustituto para la percepción.

Consideremos ahora la función de condensación y objetivación que tiene el arte, viendo cómo se aplica a otra rama de la filosofía: a la ética.

La ética (así como la metafísica) es una complejidad de amplias abstracciones que, para guiar eficazmente las acciones de uno en medio de las vicisitudes de los concretos diarios, debe formar una totalidad en la mente de uno. Para captar y aplicar correctamente un determinado código de valores, uno debe conocer una serie de normas morales que han sido individualmente identificadas, así como su integración, es decir, el carácter moral y la forma de vida en las que juntas se resumen. Tal integración requiere poder ser reducida a una unidad: uno debe ser capaz de convocar, en el foco de su consciencia, la imagen de un hombre que sigue dicho código. Esto representa un proceso de «objetivización»; requiere la proyección de una persona específica. De ahí la crucial importancia, en un plano puramente filosófico, de héroes de ficción como Howard Roark y John Galt. Sin tales proyecciones, la teoría Objetivista de la ética, por muy bien presentada que estuviese, no podría ser claramente comprendida por un hombre, (igual que el código cristiano sería algo vago y flotante si estuviese separado de las historias de Jesús o de los santos). Un tratado ético por sí solo no le da al hombre la guía moral que éste necesita; ni tampoco lo hace la imagen de un héroe. Pero la unión de los dos sí se la da. “El arte», concluye Ayn Rand, «es el medio indispensable para comunicar un ideal moral». 12

La ética, observa ella, es comparable a la ingeniería teórica. Ambas son ciencias aplicadas, interesadas en guiar la acción humana y, en consecuencia, ambas exigen una forma de tecnología, es decir, la creación real de valores. Lo que el diseñador de un puente o de una nave espacial es a la ingeniería, lo es el artista a la ética: «El arte es la tecnología del alma. . . . El arte crea el producto final; construye el modelo». 13

No todas las obras de arte realizan esa función. El campo esencial en este contexto (que puede ser complementado por las otras artes) es la literatura, la cual por sí sola es capaz de describir la plenitud del hombre en acción a través del tiempo, tomando decisiones, persiguiendo objetivos, enfrentando obstáculos, exhibiendo no sólo una virtud esporádica sino un código completo de las mismas. Además, aunque todas las obras de arte implican un cierto contenido moral, al menos implícitamente, la naturaleza de tal contenido depende de la visión básica del artista. El criterio de algunos artistas no les lleva a una visión de los ideales a ser alcanzados, sino a la conclusión de que los ideales son una quimera. El aspecto de construcción de modelos, por lo tanto, aunque es una ilustración elocuente de la función psico-epistemológica del arte, no es un atributo universal del arte; e incluso cuando está presente, no es algo primario. La preocupación primaria del arte, sean cuales sean sus medios o sus puntos de vista, no es la ética, sino aquello de lo cual la ética depende: la metafísica.

Para un hombre racional, el arte que objetiviza su metafísica le proporciona un tipo muy especial de inspiración; es una fuente indispensable de combustible emocional. Los objetivos de un hombre racional, al ser exigentes y a largo plazo, requieren toda una vida de esfuerzo y acción. Pero un hombre no puede vivir sólo en el futuro; en palabras de Ayn Rand, él necesita un momento de descanso, «en el que pueda experimentar el sentido de haber terminado su tarea, el sentido de vivir en un universo en el que sus valores han sido logrados con éxito». En virtud de su poder de recrear selectivamente la realidad (y, directa o indirectamente, de proyectar a un héroe), el arte puede darle al hombre «el placer de sentir cómo sería vivir en su mundo ideal . . . El combustible en cuestión es el hecho, un hecho generador de vida, de experimentar un momento de alegría metafísica… un momento de amor por la existencia”. Los que entran en el arrebatador universo de Víctor Hugo – o de La Rebelión de Atlas – y se identifican con él, conocen la emoción a la cual se refiere aquí Ayn Rand. 14

El hombre irracional obtiene su forma de satisfacción metafísica de este tipo de arte. La proyección concretada de «Qué tontos son esos mortales», por ejemplo, no le dará combustible para actuar, sino consuelo, tranquilidad, una licencia para quedarse estancado. A un nivel inferior, como ilustra la tendencia de nuestro propio siglo, el arte puede satisfacer el ansia del que odia la vida, dándole la sensación de tener su propia marca de triunfo: el triunfo sobre todos los valores y, en última instancia, sobre la existencia como tal.

Sean los hombres buenos o malos, ellos típicamente reaccionan al arte en términos profundamente personales. Cuando una obra de arte objetiviza la metafísica del lector o del observador, éste experimenta una validación de su mente y de su yo al nivel más profundo; el concreto perceptual funciona como una afirmación que hace la realidad sobre la eficacia de su consciencia. «Tu enfoque a los valores es el correcto”, “tu comprensión del mundo es correcta», la pintura o el relato le dicen implícitamente, « tienes razón». Cuando una obra de arte colisiona con la metafísica de un hombre, por el contrario, la experiencia representa una negación de su eficacia o incluso una guerra contra su consciencia. El mensaje implícito es: «La realidad no es lo que tú piensas, tus valores son un engaño, tú como persona estás equivocado, equivocado en todos los aspectos que cuentan, equivocado de pies a cabeza”. Para los mensajes cargados con esta categoría de significado, las respuestas de aceptación apasionada o de retirada violenta son inevitables”. 15

Hasta ahora he estado considerando el tema de una obra de arte, lo que esa obra presenta: los concretos perceptuales que transmiten su visión del mundo. Pero hay otro aspecto esencial del arte: el estilo, o sea, cómo el artista presenta su tema. «El tema de una obra de arte», escribe Ayn Rand, «expresa una visión de la existencia del hombre, mientras que el estilo expresa una visión de la consciencia del hombre. El tema revela la metafísica de un artista, el estilo revela su psico-epistemología”. El estilo de un artista, por ejemplo, puede expresar un estado de enfoque total: de claridad, propósito, precisión; o un estado de neblina: de lo opaco, lo aleatorio, lo borroso. En cada uno de esos casos, el estilo, al igual que el tema, tiene un significado y unas raíces filosóficas. En palabras de Ayn Rand, el estilo revela la visión implícita de un artista del «método y el nivel de funcionamiento apropiados” de la mente, el nivel «en el que el artista se siente más en casa». Esta es otra razón por la cual los hombres reaccionan ante el arte en términos profundamente personales. Como el tema, aunque desde un aspecto diferente, el estilo es experimentado por el lector o el observador como una afirmación o negación de su consciencia. 16

(Ayn Rand habla de estilo en los capítulos 3, 4, y 5 de El Manifiesto Romántico. En cuanto a estilos literarios específicos, la mejor fuente, rica en análisis de ejemplos reales, es el libro basado en un curso que Ayn Rand dio en su casa en 1958, publicado en inglés con el título Lectures on Fiction Writing).

En lo que respecta a todas sus funciones distintivas, debo destacar ahora, el papel del arte no es didáctico.

Aunque el arte sí que de hecho proyecta un ideal moral, su objetivo no es enseñarles a los hombres ese ideal. El propósito del arte no es ni educar ni hacer proselitismo, ni en cuanto a ética ni en cuanto a metafísica. Enseñar estos temas es la tarea de la filosofía, para lo cual el arte no es un sustituto; una obra de arte no es un libro de texto o un vehículo de propaganda. «El propósito básico del arte», escribe Ayn Rand, «no es enseñar, sino mostrar: poner delante de un hombre una imagen concretizada de su naturaleza y de su lugar en el universo». 17 Dado que la función del arte es traer los conceptos del hombre al nivel perceptual, la tarea del artista no es presentar información conceptual, sino proporcionarle al hombre una experiencia concreta. Es la experiencia, no de pensar, sino de ver, mientras contempla el concreto artístico: “Esto es lo que es la realidad”.

Uno puede aprender muchísimo sobre la vida a partir de una obra de arte (a partir de su filosofía y de su tema), así como, observa Ayn Rand, uno puede aprender muchísimo sobre volar desmontando y estudiando un avión. Pero en ambos casos el conocimiento que uno recibe es un beneficio adicional, no algo primario. El objetivo de un avión, igual que el de una obra de arte, no es proporcionar material de estudio para una clase, sino hacer algo. El objetivo es hacerle posible al hombre un cierto tipo de acción.

El arte, uno puede decir, sí está preocupado por «enseñar». Lo que enseña, sin embargo, no es una teoría, sino una técnica, la técnica de direccionar la propia consciencia de uno, de apartarla de lo intrascendente y dirigirla hacia lo metafísicamente esencial. El arte de esa forma aclara la comprensión de la realidad que tiene un hombre. «En ese sentido», escribe Ayn Rand, «el arte le enseña al hombre cómo usar su consciencia. Condiciona o estiliza la consciencia del hombre, transmitiéndole una cierta forma de ver la existencia». 18

Para poder transmitir esa forma especial, una obra de arte, como ya hemos dicho, debe ser una recreación selectiva de la realidad. La palabra operativa aquí es selectiva.

El arte no es un instrumento de reproducción literal. La función de un artista no es observar los datos de la naturaleza, humanos o de otro tipo, y luego documentar neutralmente lo que se ha visto. Al artista no le preocupa transcribir sin evaluar «la forma como los hombres actúan» o «cómo son las cosas»; de formas diferentes, esa es la tarea de la ciencia, el periodismo, o la fotografía. El arte informa sobre «cómo las cosas son» metafísicamente.

El artista, por lo tanto, debe elegir entre sus observaciones; debe interpretar los datos de forma calculada. Eso no es escapar de la realidad, sino una forma especial de prestarle atención a ella. Lo que el arte presenta no es competencia a un hecho científico, sino una forma diferente de enfocarse en la realidad, el enfoque fundamental que hace posibles tanto a la ciencia como a todas las demás indagaciones especializadas.

«Un artista», escribe Ayn Rand, «no falsifica la realidad: la estiliza. . . Sus conceptos no están divorciados de los hechos de la realidad: son los conceptos que integran los hechos junto con su evaluación metafísica de esos hechos». 19

Una obra de arte le dice al hombre, no que algo existe, sino que algo es importante.

«Importante» no es sinónimo de «bueno» (una maldad puede ser importante). «Importante», según el diccionario, denota una posición «que merece atención o consideración», y lo único fundamental que merece la atención del hombre, mantiene Ayn Rand, es la realidad. «Importante», por lo tanto, es esencialmente un término metafísico, que se refiere a y delimita el ámbito específico del artista:

Las abstracciones cognitivas se forman con el criterio de: ¿qué es esencial? (epistemológicamente esencial para distinguir una clase de existentes del resto). Las abstracciones normativas se forman con el criterio de: ¿Qué es bueno? Las abstracciones estéticas se forman con el criterio de: ¿Qué es importante? 20

Un artista no enuncia en su obra su visión de lo que es importante; él puede incluso no conocer su visión en términos conscientes. Lo único que necesita hacer es recrear la realidad, y la selectividad inherente al proceso hace el trabajo estético. «Su selección», escribe Ayn Rand, «constituye su evaluación: todo en una obra de arte – cada tema, objeto, pincelada o adjetivo – adquiere un significado metafísico por el mero hecho de haber sido incluido, de ser lo suficientemente importante para haber sido incluido». 21

De ahí el elocuente ejemplo que cita Ayn Rand de una mujer hermosa vistiendo un glamoroso vestido, con una llaga en los labios. 22 En la vida real, esa llaga sería una infección sin importancia. Pero pintar a tal mujer de esa forma sería hacer una declaración metafísica. Si una fea y pequeña llaga, como un demonio saltando del lienzo, es importante para un artista, si eso es lo que él selecciona como merecedor de la atención de los hombres y esencial a su naturaleza, entonces el significado es: buscar la belleza es inútil y el hombre es ridículo; es un gusano con delirios de grandeza, a merced de una realidad que se burla de sus aspiraciones.

Un tema parecido tiene lugar cuando los críticos se burlan de los héroes de las novelas populares o de los programas de televisión porque siempre encuentran al asesino, curan al paciente, o ganan el caso. Los críticos invocan la “verdad», la verdad que se encuentra en las tablas estadísticas o en los periódicos; en la vida real, dicen, la gente, a diferencia de Perry Mason, no siempre triunfa sobre los obstáculos. Lo que en realmente motiva tales críticas no es la “verdad», sino la filosofía. Nadie niega el hecho de que los detectives y otros puedan fracasar. La cuestión estética es si tal fracaso representa el destino del hombre. El odio de los intelectuales por «finales felices» no proviene del hecho que de que los criminales a menudo se escabullen en la vida real; proviene de la insistencia de los que odian de que cuando los criminales son atrapados o los pacientes curados o los valores logrados, tales desenlaces son metafísicamente insignificantes. La similitud entre este punto de vista y el de San Agustín es obvia.

Los héroes populares son populares porque el público necesita desesperadamente un determinado combustible: no estadísticas sobre las favorables perspectivas del trabajo policial o el porcentaje de litigios exitosos, sino una ratificación del potencial humano. Es esa ratificación la que los intelectuales resienten y tratan de negar.

No todos los finales felices trasmiten un significado positivo. En la novela de Ayn Rand Los Que Vivimos, por ejemplo, el tema es la maldad de la dictadura. Todos los personajes principales (incluyendo la protagonista, que intenta huir del país) son destruidos – debido, no a la naturaleza de la vida, sino, como la historia deja bien claro, debido al estatismo. En ese contexto, un final feliz habría declarado que la libertad no es esencial para la vida humana, lo cual implicaría que el hombre es un títere sin mente, o sea, lo contrario a un héroe. Aquí, de nuevo, el hecho periodístico – el hecho de que algunos hombres sí consiguen huir de una dictadura sin ser capturados – es irrelevante. Una obra de arte no es un informe acerca de lo bien o mal protegidas que están las fronteras de una nación.

Ningún concreto dentro de una obra de arte, como por ejemplo el tipo de desenlace que se le da a una historia, puede ser juzgado fuera del contexto total de la obra. El punto es que, dentro del contexto, cada concreto, simplemente en virtud de haber sido incluido, adquiere significado.

Cuando yo era adolescente, una vez le dije a Ayn Rand que era difícil estar a la altura de la exaltada calidad de sus novelas. «Si John Galt estuviera con una chica», le dije, «él abriría una botella de champán con la misma facilidad con que se quitaría la capa, y el ambiente sería altamente romántico. Pero cuando yo hago eso, el corcho se atasca, soy torpe con la botella, y el ambiente queda saboteado. ¿Por qué no puede la vida ser más como el arte»?

Ayn Rand respondió que el corcho también podría atascársele a un Galt de la vida real. Pero si pasase eso, él ignoraría esa distracción; no dejaría que eso afectase al ambiente o a la velada». «En la vida real», dijo, «uno ignora lo que no es importante; en el arte, uno lo omite».

La mayoría de los hombres no saben en términos explícitos lo que ellos consideran importante. No están familiarizados con la filosofía, y tienen pocas ideas sobre el asunto; y sin embargo, ellos son capaces de crear y/o de responder al arte. Eso es posible porque todos los hombres, cualquiera que sea su contenido mental consciente, mantienen juicios de valor metafísicos en una forma especial, que es lo que Ayn Rand llama un sentido de vida. «Un sentido de vida es lo equivalente pre-conceptual a una metafísica; es una evaluación, emocional y subconscientemente integrada, del hombre y de la existencia». 23 Tal evaluación subconsciente forma parte del arte, sea de cualquier tipo o escuela.

A partir de una temprana edad, un individuo constantemente toma decisiones y llega a conclusiones respecto a problemas concretos. Esas decisiones y conclusiones, junto con los sentimientos que generan, en última instancia implican una suma abstracta, un sentido de sí mismo y del mundo. Dado que la mente es una facultad integradora, su contenido debe ser integrado; una consciencia conceptual – incluso una que esté limitada a lo concreto – no puede dejar de hacer de alguna forma amplias generalizaciones sobre la vida. Si un hombre típicamente decide ser mentalmente activo, eso le llevará, en igualdad de condiciones, a un sentido de eficacia y de optimismo (de un universo benevolente). Si un hombre típicamente toma la decisión contraria, entonces él se abandona a su suerte; pero su mecanismo mental sigue acumulando e integrando sus experiencias, instilando en él un sentido de impotencia y de malevolencia. En ambos casos, y en todas las mezclas intermedias, señala Ayn Rand,

…lo que empieza como una serie de conclusiones (o de evasiones) independientes y puntuales sobre sus problemas particulares se torna un sentimiento generalizado sobre la existencia, una metafísica implícita con el poder motivacional de una emoción básica y constante, una emoción que es parte de todas sus otras emociones y permea todas sus experiencias. Eso es un sentido de vida. 24

Cuando alcanzan la edad adulta, algunos hombres – un puñado de ellos – hacen el esfuerzo de traducir su sentido de vida en una filosofía explícita. Los que siguen el desarrollo adecuado intentan demostrar su filosofía lógicamente; luego, si la evidencia lo requiere, enmiendan su anterior metafísica, que estaba implícita, de esa forma llegando a una armonía en esos dos aspectos de su alma. Otros hombres entran en el campo de las ideas explícitas, pero desfalcan en esa tarea; no intentan relacionar el consciente y el subconsciente. Tales hombres pueden vivir sus días torturados con un conflicto entre filosofía y sentido de vida, es decir, entre sus creencias declaradas y sus sentimientos básicos. Y otros hombres – la vasta mayoría – prácticamente no conceptualizan los problemas metafísicos en absoluto; ellos quedan a merced de un inarticulado sentido de vida, cualquiera que ese sea.

En todos esos casos, sin embargo, el elemento responsable por el arte es el mismo. El elemento no es una filosofía explícita, sino un sentido de vida, es decir, las convicciones más profundas de uno mantenidas en forma emocional, las cuales (como cualquier integración automatizada) funcionan a velocidad relámpago.

Es el sentido de vida del artista lo que controla e integra su obra, [escribe Ayn Rand], dirigiendo las innumerables decisiones que él tiene que hacer…… Es el sentido de vida del espectador o del lector lo que responde a una obra de arte, a través de una reacción compleja pero automática de aceptación y aprobación, o de rechazo y condena. 25

El arte es inherentemente filosófico, aunque quienes lo creen y respondan a él no lo sean. El arte puede no ser explícitamente filosófico, pero debe serlo implícitamente; debe expresar alguna emoción sobre un sentido de vida. Si y cuando es necesario, esa emoción puede ser identificada con palabras; puede ser traducida en juicios de valor metafísicos explícitos.

Las emociones del sentido de vida, siendo productos de una causa compleja, pueden ser difíciles de identificar; y la mayoría de los hombres ven a las emociones de cualquier tipo como estando fuera del campo de la mente. De ahí la opinión ampliamente generalizada de que las respuestas artísticas son inexplicables y que el arte es una especie de lo incognoscible. De hecho, sin embargo, las emociones del sentido de vida, como todas las otras, son explicables… y alterables, si los hechos de la realidad así lo exigen. Como cualquier otro fenómeno de la vida humana, el ámbito del arte es cognoscible… si uno usa los medios humanos de conocimiento.

Objetivismo ofrece una estética racional. La teoría de Ayn Rand no es sólo defendible con la razón; vincula el arte a la facultad de la razón. Demuestra que la raíz del arte no es un algún tipo de poder místico que postra la facultad cognitiva del hombre, sino exactamente lo contrario: que la raíz es la facultad cognitiva del hombre.

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Objetivismo: La Filosofía de Ayn Rand, por Leonard Peikoff – Capítulo 12, Sección 1

<< Traducción: Objetivismo.org >>

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Ayn Rand

La tecnología puede ser destruida, y la mente puede ser paralizada, pero ni la una ni la otra pueden ser restringidas. En cada ocasión y en cada lugar en el que esas restricciones son intentadas, es la mente – no el Estado – lo que se extingue.

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