Hoy día podemos observar dos tipos principales de arte: el Romanticismo, que reconoce la existencia de la volición humana; y el Naturalismo, que la niega.
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Las premisas básicas del Romanticismo y del Naturalismo (la premisa de voluntad o no-voluntad) afectan a todos los demás aspectos de una obra literaria, tales como la elección del tema y la calidad del estilo; pero es la naturaleza de la estructura de la historia – el atributo de la trama o la falta de trama – lo que representa la diferencia más importante entre ellas, y lo que sirve como la principal característica distintiva al tratar de clasificar una obra concreta en una o en otra categoría.
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Los discípulos de la escuela literaria diametralmente opuesta a la mía – la escuela del Naturalismo – afirman que un escritor debe reproducir lo que ellos llaman “la vida real”, supuestamente la vida “como es”, sin usar ninguna selectividad ni juicios de valor. Por “reproducir” quieren decir “fotografiar”; por “vida real” quieren decir las cosas concretas que van observando; por “como es”, quieren decir “como es vivida por gente a su alrededor”. Pero observad que estos naturalistas – o los buenos escritores que pueda haber entre ellos – son extremadamente selectivos en cuanto a dos atributos de la literatura: estilo y caracterización. Sin selectividad sería imposible llegar a cualquier tipo de caracterización, ni de un hombre diferente ni de un hombre común considerado típico (estadísticamente hablando) de un gran segmento de la población. Por lo tanto, la oposición de los naturalistas a la selectividad se aplica a un solo atributo de la literatura: al contenido, al tema. Es en su selección de tema en lo que un novelista no debe tener opción, afirman.
¿Por qué?
Los naturalistas nunca han dado respuesta a esa pregunta, desde luego, ninguna respuesta racional, lógica y no contradictoria. ¿Por qué debe un escritor fotografiar sus temas de forma indiscriminada y no selectiva? ¿Porque “realmente” ocurrieron? Grabar lo que realmente ocurrió es la tarea de un periodista o de un historiador, no de un novelista. ¿Para ilustrar a los lectores y educarlos? Esa es la tarea de la ciencia, no de la literatura; de la escritura de no ficción, no de la de ficción. ¿Para mejorar la vida de los hombres al exponer su miseria? Pero eso es un juicio de valor, un objetivo moral y un “mensaje” didáctico, y todos ellos están prohibidos por la doctrina naturalista. Además, para mejorar algo, uno tiene que saber qué constituye una mejora – y para saber eso, uno tiene que saber lo que es bueno y la forma de lograrlo – y para saber eso, uno debe tener todo un sistema de juicios de valor, un sistema de ética, y eso es anatema para los naturalistas.
Por lo tanto, la posición de los naturalistas equivale a darle al novelista libertad estética total en lo que se refiere a medios, pero no en lo que se refiere a fines. Él puede usar juicios, imaginación creativa y juicios de valor en cuanto a cómo presenta las cosas, pero no en cuanto a qué presentar; en cuanto a estilo o caracterización, pero no en cuanto a tema. El hombre – el tema central de la literatura – no debe ser visto o presentado de manera selectiva. El hombre debe ser aceptado como lo dado, lo inmutable, lo que no debe ser juzgado, como el status-quo. Pero como de hecho observamos que los hombres cambian, que se diferencian el uno del otro, que persiguen diferentes valores. . . entonces, ¿quién es el encargado de determinar cuál es el status-quo humano? La respuesta implícita del naturalismo es: todo el mundo, excepto el novelista.
El novelista – según la doctrina naturalista – no debe juzgar ni valorar. Él no es un creador, sino sólo un secretario de actas cuyo amo es el resto de la humanidad. Que otros juzguen, tomen decisiones, elijan metas, luchen por valores. . . y que determinen el curso, el destino y el alma del hombre. El novelista es el único marginado y el único desertor en esa batalla. Su papel no es razonar por qué, es sólo trotar detrás de su amo, libreta en mano, anotando cualquier cosa que el maestro le dicte, recogiendo cualquier perla o cualquier porquería que al maestro se le ocurra dejar caer.
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Los naturalistas objetan que la trama es una invención artificial, ya que los eventos en la “vida real” no siguen un patrón lógico. Esa afirmación depende del punto de vista del observador, en el sentido literal de la expresión “punto de vista”. Un miope a un metro de distancia de la pared de una casa, al mirarla diría que el mapa de las calles de la ciudad es algo artificial e inventado. Pero eso no es lo que diría un piloto de avión volando a mil metros de altitud por encima de la ciudad. Los acontecimientos de la vida de los hombres siguen la lógica de las premisas y los valores de los hombres, como uno puede observar si mira más allá del momento inmediato – más allá de las triviales irrelevancias, repeticiones y rutinas de la vida cotidiana – y ve lo esencial, los puntos de inflexión, y la dirección de la vida de un hombre.
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Los naturalistas objetan que los acontecimientos de la vida de los hombres no son concluyentes, que son difusos y que rara vez encajan en las nítidas y dramáticas situaciones que la estructura de una trama requiere. Eso es predominantemente cierto, y ese es el principal argumento estético contra la posición naturalista. El arte es una recreación selectiva de la realidad; sus medios son abstracciones evaluativas; su tarea es concretizar los elementos metafísicos esenciales. Aislar y enfocar claramente, en un solo tema o en una sola escena la esencia de un conflicto que en la “vida real” podría estar atomizado y dispersado a lo largo de una vida entera en forma de enfrentamientos sin sentido, condensar una llovizna constante de perdigones en una única y atronadora explosión, esa es la función más alta, más dura y más exigente del arte. Fallar en esa función es fallar en la esencia del arte para convertirlo en un juego de niños bordeando su periferia.
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Aunque el naturalismo es un producto del siglo XIX, su padre espiritual en la historia moderna es Shakespeare. La premisa que el hombre no posee voluntad, que su destino está determinado por un innato “fallo trágico”, es esencial a la obra de Shakespeare. Pero, concedida esta premisa falsa, el enfoque de Shakespeare es metafísico, no periodístico. Sus personajes no han sido extraídos de la “vida real”, no son copias de concretos observados ni de promedios estadísticos: son abstracciones a gran escala de los rasgos de carácter que un determinista consideraría inherentes a la naturaleza humana: ambición, ansia de poder, celos, avaricia, etc.
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No importa hasta qué punto sus teorías les obligaran a quedar limitados por lo concreto, los escritores de la escuela naturalista aún así tuvieron que ejercer su poder de abstracción en un grado significativo: para poder reproducir a personajes “de la vida real”, tuvieron que seleccionar las características que consideraron esenciales, diferenciándolas de las no esenciales o de las accidentales. Así pues, se vieron forzados a usar estadísticas en vez de valores como criterio de selectividad: lo que es estadísticamente frecuente en los hombres, mantenían, es lo metafísicamente importante y representativo en la naturaleza del hombre; lo que es raro o excepcional, no lo es.
Al principio, habiendo rechazado el elemento de trama e incluso el de narración, los naturalistas se concentraron en el elemento de caracterización, y el principal valor que los mejores de entre ellos pudieron ofrecer fue la perspicacia psicológica. Con el crecimiento del método estadístico, sin embargo, ese valor fue reduciéndose hasta desaparecer: la caracterización fue reemplazada por una grabación indiscriminada, y enterrada bajo un catálogo de curiosidades, como la descripción detallada del apartamento, la ropa y las comidas de un personaje. El Naturalismo perdió la tentativa de universalidad de Shakespeare o de Tolstoi, descendiendo de metafísica a fotografía, con una lente cada vez más reducida y más enfocada al momento inmediato, hasta llegar a su destino final, hasta convertirse en una escuela superficial, torpe y “frívola” que no tiene nada que decir sobre la existencia humana.
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La pregunta obvia, para la cual los herederos del Naturalismo estadístico no tienen respuesta, es: si los héroes y los genios no deben ser considerados los representantes de la humanidad, en virtud de su rareza numérica, ¿por qué los adefesios y los monstruos sí deben ser considerados sus representantes? ¿Por qué son los problemas de la mujer barbuda de mayor importancia universal que los problemas del genio? ¿Por qué es el alma de un asesino digna de estudio, pero no la de un héroe?
La respuesta está en la premisa metafísica básica del Naturalismo, independientemente de que sus practicantes la acepten conscientemente o no: como un engendro de la filosofía moderna, esa premisa básica es anti-hombre, anti-mente, anti-vida; y, como un engendro de la moralidad altruista, el Naturalismo es un escape frenético del juicio moral, es un largo y quejumbroso lamento por la piedad, la tolerancia, y por querer ser perdonado por cualquier cosa.
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Fuentes:
El Manifiesto Romántico “El vacío estético de nuestra época”
El Manifiesto Romántico “Principios básicos de Literatura”
El Manifiesto Romántico “¿Qué es Romanticismo?”
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