Como la historia del romanticismo indica, la filosofía de un artista puede tener consecuencias significativas en cuanto a su mérito estético. Eso no altera el hecho, sin embargo, de que existe una diferencia entre el juicio filosófico y el estético.
Al juzgar la filosofía de una obra de arte, uno se interesa por la veracidad de esta pregunta: ¿Son los implícitos juicios de valor metafísicos que guían las selecciones del artista verdaderos o falsos, demostrados o arbitrarios, lógicos o ilógicos? (Cualquier ideología explícita en una obra que choque con su metafísica operativa es esencialmente irrelevante en cuanto a su significado).
Al juzgar una obra de arte como arte, por el contrario, uno entra en el campo de una emoción extremadamente personal: un sentido de vida. El objetivo del arte, hemos dicho, no es demostrar sino mostrar: concretizar el sentido de vida que el artista tenga, sea verdadero o falso. “El hecho que uno esté de acuerdo o no con la filosofía de un artista», concluye Ayn Rand, «es irrelevante para la apreciación estética de su obra cual obra de arte». Una filosofía falsa puede ser encarnada en una gran obra de arte; y una filosofía verdadera, en una de inferior valor o sin valor. ¿Cómo juzga uno, entonces, el valor estético?
La respuesta estándar, que Objetivismo rechaza, es que uno juzga según sus propias emociones. Aunque la tarea del arte es concretar una cierta emoción, mantiene Ayn Rand, eso no significa que la emoción sea una herramienta de conocimiento; un sentido de vida es la fuente del arte, pero no es un medio para un juicio estético. El espectador, el lector o el oyente puede sentir que una obra de arte específica es genial, puede incluso sentir que es una forma de realización superlativa de juicios de valor profundos… pero una emoción no hace que lo sea. En este campo, como en cualquier otro, una valoración válida requiere un proceso de razón.
Con raras excepciones, los esteticistas que rechazaron el emocionalismo recurrieron en cambio al autoritarismo. Así como los líderes religiosos de la humanidad establecieron mandamientos morales limitados a lo concreto, así también sus homólogos en estética establecieron sus propios decálogos limitados a lo concreto para regir la evaluación de obras de teatro, música y edificios. Esos mandamientos estéticos eran generalmente derivados de otras obras de arte que habían sido evaluadas en el pasado, y luego consideradas una guía para todo arte futuro. En los tiempos modernos, ese enfoque estuvo representado por el clasicismo. Es un comentario revelador sobre el pensamiento occidental el que los absolutos dogmáticos urgidos por el clasicismo sigan siendo generalmente considerados un ejemplo en estética de «la estupenda voz de la razón».
Una evaluación estética apropiada no es ni emocional ni autoritaria. El patrón a seguir en este campo ha sido descrito brevemente por Ayn Rand:
En esencia, una evaluación objetiva requiere que uno identifique el tema del artista, el significado abstracto de su obra (exclusivamente mediante la identificación de la evidencia contenida en la propia obra y sin permitir ninguna otra consideración externa), para luego evaluar los medios por los cuales lo comunica; es decir, tomando su tema como criterio, evaluar los elementos puramente estéticos de la obra, el dominio de la técnica (o su falta) con la cual proyecta (o deja de proyectar) su visión de la vida.
Traducir una emoción metafísica en términos de una experiencia perceptual es una tarea increíblemente exigente. Uno debe saber lo que quiere expresar y cómo hacerlo dentro del medio y la forma que uno ha escogido; por lo tanto, uno debe saber cuáles son los atributos de estos últimos, sus potencialidades, sus limitaciones, sus necesidades. Luego uno debe explotar metódicamente los atributos, a fin de transmitir el significado que uno quiere transmitir con toda su riqueza de matices.
Toda creatividad humana contiene enfoque, propósito, pensamiento. El arte está enfáticamente incluido en esta afirmación, como el compositor Richard Halley deja bien claro en un conocido discurso de La Rebelión de Atlas. El verdadero artista sabe, dice Halley, «qué disciplina, qué esfuerzo, qué tensión de mente, qué celo constante sobre el propio poder de claridad son necesarios para producir una obra de arte. . . Requiere una labor que hace que una banda de presos haciendo trabajos forzados parezca estar de vacaciones, y una severidad que ningún sargento sádico en el ejército podría imponer…”.
Contrariamente al punto de vista actual, una creación artística es lo opuesto a lo extravagante, lo caprichoso, lo irracional. Un artista puede decidir objetivar cualquier juicio de valor metafísico que se le ocurra; pero ese hecho no implica que pueda elegir cualquier medio que desee para objetivarlo. Al contrario, él puede objetivar su punto de vista solamente si se adhiere (a sabiendas o no) a ciertos principios racionales, principios que se aplican universalmente al arte como tal, independientemente de la filosofía personal de un artista. Esos son los principios que constituyen el estándar de un buen juicio estético. Identificarlos es la tarea de la ciencia de la estética (que también debe indicar cómo se aplican en el contexto de los diferentes medios y formas artísticas).
La fuente de los principios debe ser la naturaleza del propio arte y su papel en la vida del hombre. Esa es la expresión en estética del método que uno sigue en ética. Uno es capaz de definir un código racional de principios éticos sólo si primero identifica qué son valores y por qué el hombre los necesita.
Ayn Rand no analiza la evaluación estética de forma sistemática, pero sí ofrece varias pistas en ese ámbito. A fines ilustrativos, he escogido (de contextos diferentes) tres principios estéticos que ella defiende. El primero de ellos es el requisito de selectividad en cuanto al tema.
Puesto que el tema es lo que trasmite la metafísica del artista, el arte por su naturaleza debe tener un tema, el cual debe ser (por lo menos implícitamente) filosófico. Uno no necesita estar de acuerdo con el tema, con la metafísica o con la elección de tema de un artista; el artista es libre de expresar su punto de vista escogiendo los concretos que él considere más adecuados para su objetivo. Pero «mejor» no puede ser determinado por capricho. Dado que el arte por su naturaleza es selectivo, el artista debe hacer una elección consciente y racional sobre ese asunto, dado el sentido de vida que está tratando de concretar. «Es la selectividad en cuanto al tema», escribe Ayn Rand,
«. . . – la selectividad ejercida de la forma más severa, rigurosa e implacable – lo que yo considero el aspecto principal, esencial y cardinal del arte. En literatura, eso significa: la historia; lo que significa: la trama y los personajes; lo que significa: el tipo de hombres y eventos que un escritor decide presentar”.
Independientemente de cuál sea su sentido de vida, un artista no puede válidamente escoger como su tema lo aleatorio, lo parasitario (de segunda mano), o lo metafísicamente insignificante (por ejemplo, estropajos de cocina). Dado que tiene una perspectiva específica sobre la realidad que transmitir, no puede elegir su tema con el criterio de: «lo que aparezca» o «cualquier incidente de mi adolescencia que atine a recordar». Dado que es su perspectiva, su criterio no puede ser: «cualquier tema que otros hayan escogido o que los críticos aprueben». Dado que está realizando una actividad con un propósito objetivo, su estándar no puede ser: «lo que se me ocurra».
Una violación obvia de este primer principio sería una colcha de retazos de elementos prestados que juntos no suman nada, del tipo que uno encuentra en la típica telenovela, en una novela «filosófica», o en una comedia musical en Broadway. La causa primaria del mal arte, como observa Ayn Rand, es el hecho de que está hecho de imitación, no de una expresión creativa. El imitador no está guiado por un sentido de vida; en vez de eso, él coge elementos de otras obras – añadiendo un triángulo amoroso para hacer más picante una historia lenta – o una larga perorata sobre la muerte y el infinito «para darle profundidad» – o una grandiosa producción para asegurar un “gran final”. Un producto de este tipo, popular o académico, puede sugerir fragmentos de varios puntos de vista y puede incluso llegar a ser artístico en ciertos aspectos delimitados. Como un todo, sin embargo, carece totalmente de sentido y por lo tanto de valor estético.
En un nivel superior del mismo error están los artistas serios, quienes, gracias a su teoría del arte, prohíben explícitamente la selectividad en cuanto al tema, insistiendo que el artista ofrezca sin criticar una «sección de la vida». Mientras que el significado de un sentido de vida concreto surge de tal obra, lo hace tangencialmente y por lo general de forma inconsistente, puesto que cualquier proyección de metafísica entra en conflicto con la teoría y la intención del artista. En este contexto, la filosofía del artista (por ejemplo, el determinismo del naturalista) es relevante para el juicio estético. Es relevante, no porque la filosofía sea falsa, sino sólo en la medida en que ella guía al artista a contradecir la naturaleza del arte y de esa forma lo rebaja a él mismo como artista.
La mayoría de los artistas que hacen caso omiso de la selectividad en cuanto al tema lo hacen argumentando que lo que cuenta en arte es sólo el estilo. Ayn Rand ve este punto de vista como una inversión fundamental. «El tema no es el único atributo del arte», escribe ella,
. . . pero es el atributo fundamental, es el fin para el cual todos los demás son los medios. En la mayoría de las teorías estéticas, sin embargo, el fin – el tema – ha sido omitido y sin considerar, y sólo los medios son considerados estéticamente relevantes. Tales teorías establecen una falsa dicotomía y afirman que un vagabundo proyectado por medios técnicos de un genio es preferible a una diosa proyectada por la técnica de un aficionado. Yo mantengo que ambos son estéticamente ofensivos; pero mientras el segundo es meramente una incompetencia estética, el primero es un crimen estético.
No hay dicotomía, ni ningún conflicto necesario entre fines y medios. El fin no justifica los medios – ni en ética ni en estética. Y los medios tampoco justifican el fin: no hay ninguna justificación estética para el espectáculo de la gran destreza artística de Rembrandt usada para proyectar una media res. . . .
En arte, así como en literatura, el fin y los medios – o el tema y el estilo – deben ser dignos uno del otro.
El arte no es «para beneficio del arte», sino para beneficio del hombre. Uno contempla el arte por la visión de la realidad que ofrece, no porque, carente de visión, sea un mero vehículo de virtuosismo técnico. La libertad del artista en cuanto a filosofía no consiste en su libertad de desmembrar el arte; no es la libertad de atribuirle significado a uno solo de sus atributos mientras ignora el contexto que le da a ese atributo su función.
El extremo de la actitud anti-tema es la idea de que una obra de arte no debe representar en absoluto entidades reconocibles, o sea, que no debe tener tema. En términos Objetivistas, ese irracionalismo vacío equivale a la noción de que la forma de recrear la realidad es prescindir de ella. La misma huída de contenido caracteriza al modernismo en prácticamente todos los campos. Así, mientras los artistas desdeñan la “representación», los filósofos desdeñan las conclusiones, ufanándose en cambio de una actividad, el “análisis,» que se practica porque sí, y nunca sobre asuntos en ningún sistema de pensamiento. Igual que los educadores echan las asignaturas del aula, para poder enseñarles a los estudiantes técnicas de interacción social y de «experimentación». Igual que los principales físicos declaran que no están interesados en la verdadera naturaleza del mundo físico, sino sólo en las ecuaciones flotantes que de alguna forma fomentan las predicciones exitosas. Igual que los tribunales están quitándole al término «libertad» cualquier significado de fondo, enfocándose más bien en cuestiones de procedimiento, como el «debido proceso» necesario para negarle a algún pobre desgraciado sus derechos inalienables.
El enfoque cultural moderno fue resumido cincuenta años atrás en los campos de concentración nazis, donde cirujanos competentes realizaban operaciones avanzadas en los pacientes, extrayendo órganos o miembros perfectamente sanos. Este es un ejemplo que parece de ficción, de poner la técnica por encima del contenido, el proceso por encima de la sustancia, los medios por encima de los fines. Puede tomarse como el horrible símbolo de las mentalidades en cualquier ámbito que disfrutan de ejercer la habilidad en un vacío, sin estar “atados” por absolutos, objetivos, o valores.
Dado que Ayn Rand representa la antítesis de estas mentalidades, su visión del tema apropiado de una obra de arte refleja ese hecho. «Aquello que no vale la pena contemplar en la vida”, escribe ella, incluso el llegar a la función del arte como creación de modelos, no vale la pena recrearlo en el arte.
Miseria, enfermedades, desastres, maldad, todos los negativos de la existencia humana, son objetos apropiados de estudio en la vida, con el fin de entenderlos y corregirlos – pero no son objetos apropiados de contemplación como fin en sí mismos. En arte, y en literatura, esos aspectos negativos vale la pena recrearlos solamente en relación a algún positivo, como comparación, como contraste, como una forma de resaltar lo positivo – pero no como fin en sí mismos. . .
Que uno debería desear disfrutar de la contemplación de valores, del bien – de la grandeza, la inteligencia, la habilidad, la virtud y el heroísmo del hombre se explica por sí mismo. Es la contemplación de la maldad lo que requiere explicación y justificación; y lo mismo se aplica a la contemplación de lo mediocre, lo banal, lo común, lo vulgar, lo sin sentido, lo estúpido».
El pasaje anterior es del manifiesto artístico personal de Ayn Rand, «El objetivo de mis escritos». Entiendo que ella está hablando aquí como Objetivista – definiendo una implicación estética crucial de su visión que el mal es impotente – y no como esteticista prescribiendo estándares de juicio del arte como tal, independientemente de la filosofía del artista. Un artista, como ella a menudo sugiere en otras partes, no tiene por qué presentar el bien. Según el sentido de vida que él tenga, puede presentar a héroes o a hombres normales o incluso a «rastreros especímenes de depravación”. Puede hacerlo y aún así crear buen arte… siempre y cuando, dentro de su propio contexto, se adhiera a todos los principios del buen arte, incluyendo el principio de selectividad en cuanto al tema.
Un segundo principio de juicio estético, que tiene que ver con estilo, es el requisito más simplemente descrito como claridad. En el sentido más amplio aplicable aquí, “claridad» denota la cualidad de ser claro, nítido, evidente para la mente, en oposición a ser oscuro, nebuloso, confuso. Esto es un requisito de cualquier producto humano que tenga un significado conceptual. El arte – como la ciencia, la filosofía, y las recetas de cocina – debe ser «totalmente inteligible» (una de las definiciones de «claro» del Oxford English Dictionary). Por supuesto, un artista puede optar por presentar el universo como una jungla incomprensible… pero sólo si la presentación en sí misma es inteligible.
Los místicos y los escépticos de hoy exigen “ambigüedad» en el arte; afirman como una certeza manifiesta la virtud de lo elusivo, lo enigmático, lo indeterminado, lo opaco. Aunque estas cualidades representarían un fracaso en cualquier producto conceptual, son especialmente fatales en el campo del arte. La función del artista es superar la opacidad de la experiencia humana: el enfrentarse a un universo que a menudo parece desconcertante y, a través de una selectividad juiciosa, revelar su verdadera esencia. El objetivo del arte, en otras palabras, es lo opuesto al cliché actual. El objetivo no es revolcarse en la «ambigüedad» de la vida, sino eliminarla.
«Predominantemente (aunque no exclusivamente)», escribe Ayn Rand,
. . . un hombre cuyo estado mental normal es un estado de atención plena, no sólo creará sino que también responderá a un estilo de claridad radiante y precisión rigurosa – a un estilo que proyecta contornos bien definidos, limpieza, propósito, un compromiso intransigente con el conocimiento pleno y un identidad nítida – a un nivel de consciencia apropiado a un universo en el que A es A, en el que todo está abierto a la consciencia del hombre y exige su constante funcionamiento.
Un hombre que está movido por la niebla de sus emociones y se pasa la mayor parte del tiempo desenfocado, creará y responderá a un estilo de tinieblas borrosas, «misteriosas», donde los contornos se disuelven y las entidades fluyen una dentro de otra, donde las palabras connotan algo y no denotan nada, donde los colores flotan sin objetos, y los objetos flotan sin peso – a un nivel de consciencia apropiado para un universo donde A puede ser cualquier no-A que uno decida, donde nada puede ser conocido con certeza y no se exige prácticamente nada de la consciencia de uno.
La némesis de todos los campeones de esas “tinieblas borrosas» en arte es la ciencia de la epistemología. Dado que el arte satisface una necesidad de la facultad cognitiva del hombre, debe cumplir con los requisitos de esa facultad. Estos requisitos son, precisamente, los identificados por la epistemología, y no son maleables a los deseos de cualquiera. Un escritor, por ejemplo, debe obedecer las reglas del uso de conceptos; si lo hace, su obra, aunque tenga otras imperfecciones, es por lo menos inteligible. Si un escritor, sin embargo, decide prescindir de las reglas – si prescinde de definición, lógica y gramática para poder ofrecer neologismos, contradicciones y ensaladas de palabras – entonces no está objetivizando, concretizando ni comunicando nada. El mismo principio se aplica a todas las formas de arte, cualquiera que sea la naturaleza de su medio.
Lo anterior es la respuesta al «arte no objetivo». Ese arte deliberadamente se burla de las reglas de la mente humana, perceptuales y conceptuales; está dirigido al hombre como él no percibe y como no puede pensar Tal producto no es accesible a la cognición humana; es agresivamente absurdo. Uno se equivoca si aprueba todas esas manifestaciones, haciendo un esfuerzo por interpretarlas; sólo pueden darles «significado» los devotos de la arbitrariedad que pretenden descifrar el «simbolismo» que le es ocultado a la mente normal (no-mística).
Cosas de este tipo no son “arte desde un nuevo punto de vista», ni siquiera «arte malo»; son al arte lo que la arbitrariedad es a la cognición; es anti-arte. Metafísicamente, es la tentativa, no de recrear, sino de aniquilar la realidad. Epistemológicamente, es la tentativa, no de integrar, sino de desintegrar la consciencia del hombre; en palabras de Ayn Rand, de «reducirla a un nivel pre-perceptual al descomponer los perceptos en meras sensaciones». Eso, escribe ella, «es la intención que hay detrás de reducir el lenguaje a gruñidos, la literatura a “estados de ánimo”, la pintura a manchas, la escultura a pedruscos, la música a ruido».
Una obra de arte objetiva respeta los principios de la epistemología humana; como resultado, es conocible por los procesos normales de percepción y lógica. La naturaleza y el significado de ese arte son independientes de las alegaciones de cualquier intérprete (incluyendo el propio artista). El arte objetivo no es necesariamente bueno; pero es entendible por un ser racional. En ese sentido, por lo menos cumple los requisitos de un producto humano legítimo.
Un tercer principio de juicio estético, que puede constituir la diferencia entre buen arte y gran arte, es el requisito que Ayn Rand llama «la insignia del arte»: la integración.
Como el arte es selectivo, el artista también debe serlo… en todos los aspectos de su función. Tomando como criterio de selección su tema, él debe ponderar la necesidad y las implicaciones de cada elemento, más o menos importante, que piense incluir en su obra. Debe ver y presentar cada cosa que escoja, no como un fin en sí misma, sino como un atributo de un todo indivisible. Esa es la única manera de lograr el tipo de totalidad que es el arte, o sea, un concreto sesgado que encarna, objetiviza y expresa un específico sentido de vida.
Aquí hay un extracto de la descripción de Ayn Rand de una película cuyo sentido de vida malevolente ella rechaza: Siegfried, dirigida por Fritz Lang.
Cada acción, gesto y movimiento en esta película es calculado . . . . Cada centímetro de la película es estilizado, es decir, reducido a esos elementos esenciales, desnudos y crudos, que trasmiten la naturaleza y el espíritu de la historia, de sus acontecimientos, de su local. La película entera fue filmada en interiores, incluso los magníficos bosques legendarios, donde cada rama fue hecha por el hombre (aunque no lo parezca en la pantalla). Mientras Lang estaba haciendo Siegfried, dicen, un cartel colgaba en la pared de su oficina: «Nada en esta película es accidental». Ese es el lema del gran arte.
Puesto que todo lo incluido en una obra de arte adquiere importancia en virtud de haber sido incluido, la inclusión de cualquier cosa insignificante produce una contradicción letal: por la naturaleza del arte, lo que se incluye debe significar algo… y no lo hace. En un informe científico, la irrelevancia a menudo puede ser puesta entre corchetes e ignorada; no tiene por qué afectar la cognición o la comunicación. En una obra de arte, sin embargo, la irrelevancia redunda en la totalidad. La contradicción incluida es letal porque destruye el hechizo, o sea, la integridad y el poder de la estilización. Como el arte es una recreación del universo desde una perspectiva personal, le ofrece al hombre, en efecto, una nueva realidad a contemplar; cualquier cosa accidental funciona haciendo que la nueva realidad sea irreal.
En una obra de arte apropiada, el todo implica las partes, hasta las más pequeñas; así como las partes se implican mutuamente e implican al todo. Una historia apropiada – observó Aristóteles, quien mantenía principios estéticos parecidos – debe tener «toda la unidad orgánica de una criatura viva».
«Una buena novela», escribe Ayn Rand ilustrando este punto en su propio campo, “ es una suma indivisible: cada escena, secuencia y pasaje de una buena novela debe involucrar, contribuir a y exponer todos sus atributos principales: tema, trama, caracterización». Si un buen novelista manda a sus personajes al campo un fin de semana, él no interrumpe la acción para ofrecer una descripción innecesaria del campo, por muy encantadora que sea; si la ofrece, es porque la necesita, y un lector inteligente puede saber por qué. Un buen escritor tampoco nos habla de los padres de un personaje, de sus vestimentas, expresiones faciales, o de sus menores movimientos – no lo hace, hasta que y a menos que un complejo conjunto de factores determine que tenga que hacerlo. El tipo de detalle que sí nos cuenta está elocuentemente ilustrado en la última frase de esta cita, tomada del final del juicio de Roark en El Manantial: “´Que el reo se levante y se ponga de cara al tribunal´, dijo el bedel de la corte. Howard Roark dio un paso adelante y se quedó de pie mirando al jurado. En el fondo de la sala, Gail Wynand se levantó y se puso de pie también»
En un nivel, el hecho de que Wynand se pusiera en pie tiene que ver con la trama; pone de relieve la intensidad de su preocupación por Roark. Pero, en términos brillantemente visuales, la acción también dramatiza un significado más profundo, relacionado con el tema. Al levantarse para oír el veredicto, Wynand está admitiendo que su vida también está siendo juzgada en este caso; se levanta, de hecho, como un prisionero esperando la condena, preparado a escuchar una declaración formal de su culpabilidad. Él revela así un aspecto de su carácter: la valentía de poder enfrentar ese veredicto abiertamente, sin inmutarse ni defenderse.
Eso es un detalle no-accidental. Eso es objetivo e integración en literatura: y una magnífica simplicidad, o sea, una economía de medios artísticos.
Para estar adecuadamente elaborada, nuestra discusión hasta ahora, que por sí misma es solamente una guía para amplios principios estéticos, tendría que ser aplicada específicamente a las principales formas de arte. Ayn Rand indica su enfoque a cada una de ellas. En «Arte y cognición» [parte del libro: El Manifiesto Romántico] ella explica (que yo sepa, por primera vez) cuáles son las formas válidas de arte y por qué sólo esas pueden serlo (porque derivan de la naturaleza de la facultad cognitiva del hombre). Luego examina el campo entero, incluyendo la pintura, la escultura, la música y las artes escénicas, desde la perspectiva de su propia estética. Su hipótesis sobre la naturaleza y el significado de la música, la más difícil de las artes a conceptualizar, es particularmente notable; ofrece una integración sin precedentes de la epistemología y la estética con la fisiología de la audición.
Lamentablemente, todo este fascinante material pertenece a un tratado sobre el arte. Mi preocupación aquí es sólo sacar la conclusión filosófica a partir de las líneas estéticas ya indicadas.
El arte puede ser juzgado racionalmente. Un valoración estética no necesita un «sentido estético» que adivina las cualidades inherentes en una obra de arte al margen de cualquier relación con la consciencia humana. No necesita lo equivalente a una «consciencia» mística en ética, que «simplemente sabe» la forma correcta de valorar. Y el rechazo de tal facultad tampoco necesita un retroceso a la noción que el arte es cuestión de gusto, personales o social, sobre lo cual no hay nada que discutir. Aquí de nuevo vemos la falsa alternativa de intrinsicismo versus subjetivismo.
Igual que en ética, lo mismo ocurre en estética: un valor es un aspecto de la realidad en relación al hombre. Valor significa la evaluación de un hecho (en este caso, de un cierto tipo de producto humano) de acuerdo con principios racionales, principios reducibles a percepción sensorial. Ese es precisamente el patrón que uno sigue en la evaluación estética. Uno reduce los principios estéticos a la naturaleza del arte, y el arte a una necesidad de la vida humana, es decir, a lo primario de la ética; lo cual a su vez se reduce a que uno acepte el axioma de la existencia.
Como la bondad, por lo tanto, la belleza no está en «el objeto» o «en el ojo del espectador». La belleza es objetiva. Está en el objeto: en un objeto juzgado por un espectador racional.
Los principios estéticos, añadiré, no son los únicos criterios relevantes para evaluar una obra de arte. Una evaluación objetiva debe reconocer que el arte incluye tanto medios estéticos como un contenido metafísico. Una objetividad total consiste en identificar ambos elementos, juzgar cada uno de ellos racionalmente, y luego integrar los juicios de uno en una estimación de la totalidad. Como pasa al juzgar a las personas, el efecto emocional producido por el total puede variar a lo largo de todo el espectro, desde asco a indiferencia a una apreciación delimitada a una profunda aceptación de fondo y forma (esto último es lo equivalente en el reino del arte al amor romántico).
La calidad estética por sí sola, por lo tanto, no es suficiente para hacer que una obra de arte sea un valor para un hombre racional. «Dado que el arte es una composición filosófica», escribe Ayn Rand,
…no es una contradicción decir: «Esta es una gran obra de arte, pero no me gusta», siempre que uno defina el significado exacto de esa afirmación: la primera parte se refiere a una valoración puramente estética, la segunda a un nivel filosófico más profundo que incluye más que valores estéticos.
Es por los estándares de este nivel más profundo – de verdad y maestría juntas – que Ayn Rand evalúa el romanticismo, en manos de sus mejores representantes, como siendo, objetivamente, el mayor logro en la historia del arte.
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El hecho de la estética ser una consecuencia de toda una filosofía es más evidente en los sistemas de Aristóteles y de Kant. Aristóteles puede ser considerado el padre del romanticismo. Su antípoda epistemológico, Kant, es el padre del arte moderno (Ver Crítica del Juicio, de Kant).
Por desgracia, el concepto de «consecuencia filosófica» no ha sido comprendido por los historiadores, ni en lo que respecta a política ni en lo que respecta a estética. Los avances en ambos campos son regularmente atribuidos a factores irrelevantes; o peor aún, las causas son identificadas a la inversa. Así, oímos que el capitalismo proviene de la fe religiosa, y el romanticismo… de emociones subjetivas; el capa de la razón se le entrega entonces al socialismo y al naturalismo. En ambos casos, observa Ayn Rand, la destrucción del bien «fue hecha posible por una falla filosófica. . . . Los temas fueron peleados en términos de no-esenciales, y los valores fueron destruidos por hombres que no sabían lo que estaban perdiendo o por qué».
Los defensores del capitalismo fallaron al apostarlo todo al principio de los derechos en sí, igual que los románticos lo apostaron todo al principio de la voluntad. Cada uno de los grupos aceptó su principio definitorio fuera de contexto, sin entender su relación con el resto de la filosofía o de la realidad. Ellos no sabían que su principio estaba así condenado al fracaso, porque ideas tales como derechos o voluntad dependen en última instancia de una vasta complejidad: dependen de una filosofía integrada de la razón, incluyendo un código racional de valores.
Ese es precisamente el salvavidas histórico que Objetivismo le lanza a ambos enfoques. El salvavidas consiste en demostrar qué tipo de movimiento en cada campo representa la razón y qué tipo no.
En sus novelas, Ayn Rand concretó, de forma magistral, su propia visión del mundo y del hombre. En sus ensayos filosóficos y estéticos ella definió la naturaleza y las raíces más profundas del gran arte. Ella estaba explicando ese arte mientras lo creaba. Estaba haciendo posible un renacimiento del romanticismo, mientras ella misma comenzaba ese renacimiento.
Ayn Rand identificó, totalmente y hasta sus mismos fundamentos, por qué el hombre necesita esa singular forma de alimentación que es el arte. Y luego, para un siglo famélico, proporcionó un banquete.
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Fuente:
Objetivismo: La Filosofía de Ayn Rand, por Leonard Peikoff – Capítulo 12, Sección 3
<< Traducción: Objetivismo.org >>
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